– ¡La leche para los gatos, Carmona! ¡Te has olvidado de traer la leche!
A la mañana siguiente, Carmona despertó como a las diez. Por el patio rodaban corrientes de viento frío y en el cielo azul se veían relámpagos de tormenta. Envuelto en una sábana corrió al cuarto de Madre. Los gatos bloqueaban la puerta y andaban de aquí para allá sin sosiego, con la determinación de que nadie pasara. Entrevió el cuerpo de Madre en la penumbra, pálido y afilado, y la oyó balbucear algunas broncas palabras sin sentido. Quiso llamar su atención agitando una punta de la sábana sobre la espesa arboleda de gatos, pero ella no respondió. «Madre, no sufras», le dijo. «Voy a pedir a las gemelas que vengan. Voy a hablar con el médico. Te lo ruego: no sufras.» Qué iba a sufrir la desgraciada. Estaba desde hacía rato sumida en un coma de bienestar, del que salía cuando le daba la gana.
Se quedó un rato mirándola. Parecía que fuera a morirse de un momento a otro. Estaba indefensa, más indefensa aún de lo que estaba cuando muriese. Tengo que ganarle de mano, pensó Carmona, porque cuando muera ya no seré capaz de hacerlo.
Fue al cesto de la ropa sucia y se puso una de las mañanitas de Madre, con la esperanza de que el olor confundiera a los gatos. En cuclillas, fingiendo que deseaba acariciarlos, les tendió los brazos y los llamó con voz seductora: «Míos, míos, queriditos». Los animales retrocedieron, erizando el pelo de las ancas. «Míos, míos», repitió. A medida que se les acercaba, Carmona sentía más miedo. El filo de sus miradas se le clavaba en las vísceras. Tenía la sensación de que en cualquier momento le saltarían a los ojos. Eran capaces de lastimarlo a traición, de matarlo mientras dormía. Por fin, uno de los gatos se apartó del grupo y lamió, curioso, las manos tendidas de Carmona.
A pesar de que la lengua del animal era rugosa como un papel de lija, transmitía indefensión y ternura. «Son criaturas muy especiales, criaturas del cielo», solía decir Madre. Y era eso lo que la lengua del gato dejaba en su mano: una saliva mansa, que sólo podía bajar del cielo. Carmona no se dejó seducir. Mientras el gato lo lamía, le acarició la cabeza con suavidad y tanteó el orden perfecto de sus músculos, la elasticidad de los huesos, la porfiada vida que latía en cada centímetro de aquel cuerpo incomprensible. De pronto, con un movimiento rápido lo aferró por la cola y lo puso boca abajo. El gato lanzó unos vagidos humanos, lastimeros. Todo sucedió tan de improviso que los demás gatos sólo atinaron a montarse unos sobre otros en el rincón. De espaldas a la cama de Madre, Carmona dobló la pequeña vértebra donde terminaba la columna y quebró el hueso como si fuera una maderita. El dolor estalló con tanta nitidez que también lo hirió a él y estuvo persiguiéndolo largo rato, como un dolor lleno de ecos. Quizás un día el gato podría curarse de aquel dolor. Pero no él. El dolor que había echado a rodar era de los que marcan para siempre.
Los eclipses
Carmona tenía la costumbre de levantarse siempre tarde, y desde la muerte de Madre más tarde aún: nadie esperaba nada de él en la casa. Remoloneaba hasta las once, tomaba un poco de café y partía hacia el periódico donde trabajaba como corrector en el turno del mediodía. Cada vez le parecía más enojoso quedarse allí ocho arduas horas, leyendo en alta voz las síncopas de los avisos clasificados para que algún colega fuera marcando las erratas, o malgastando los raros momentos de tregua en comentar las enfermedades y los amoríos de los redactores. Cuánto mejor sería permanecer a la sombra de la casa, ver el terrible cielo azul, oyendo el zumbido de las moscas y el cotorreo lejano de los verduleros. Pero Madre misma había insistido en que aceptara el trabajo: confería cierta dignidad y alguna vez le permitiría, si ahorraba, tomar lecciones de canto con un buen profesor.
Los colegas le desagradaban: eran sucios, viejos, y habían fracasado en sus anteriores ocupaciones. Carmona pensaba que los correctores de pruebas eran un catálogo de las frustraciones humanas. Él mismo, aunque vivía cuidándose del contagio, sentía que la mezquindad de la oficina se le estaba filtrando en la sangre.
En otros tiempos, cuando cantaba como solista en la Filarmónica, los colegas destilaban sin disimulo su resentimiento: «¿Y, che?», lo codeaban. «¿Para cuándo los gorgoritos?» Ahora que la voz se le estaba desbarrancando fingían compasión. Ninguno había asistido a sus recitales excepto Vélez, el jefe, que era un hombre cortés y pertenecía, como él, a una familia de abolengo empobrecida. Ninguno, tampoco, fue a dar el pésame: Vélez sí, la mañana del entierro. Pasó temprano y se retiró casi al instante, al ver que la familia estaba sola.
Sentado ahora en su pupitre de la sala de corrección, descifrando el atroz jeroglífico de los clasificados, Carmona fue dejando que la tarde se evaporara. A ratos sentía punzadas en la lengua, como si alguna mano secreta le bordara las papilas. Tosió un par de veces para expulsar la incomodidad, pero lo único que logró fue acelerar el ritmo de las punzadas. Cuando le ofrecieron té, lo pidió muy azucarado. Sintió la tibieza del azúcar pero no el sabor. Era verdad, entonces: el sentido del gusto se le estaba desvaneciendo.
Hacia las siete, en una de las treguas, Vélez se le acercó para invitarlo a comer. La esposa y él estaban solos en la casa: «Somos una pareja que ya no sabe acompañarse», le dijo. «Se nos han acabado los temas de conversación.»
Años atrás, Vélez y él solían hacerse confidencias. El jefe lo había estimulado a ponerse de novio con una prima lejana cuando Madre, en los primeros meses de viudez, mantenía cautivo a Carmona junto a su cama, simulando dolencias del corazón y crisis de asma. Unos terribles anónimos sobre el pasado de la muchacha desanimaron a Carmona poco antes del compromiso. Había preferido no dar explicaciones, desahogándose sólo con Madre. Durante un tiempo, las relaciones con Vélez quedaron tensas, pero luego la señora Doncella los reunió en una fiesta íntima y todo volvió a ser como antes.
La esposa de Vélez había cocinado lentejas. Carmona probó un bocado y lo devolvió al plato con disimulo. No lo perturbaba ya que la comida fuera insulsa: lo peor era el peso de la comida sobre la lengua. Al menor roce, las papilas se hundían como en un pantano.
– Doncella está preparando una nueva quermés -anunció la esposa-. ¿No lo ha llamado todavía, Carmona? Le va a pedir que cante.
– Ya lo llamará -intervino Vélez-. Ha de estar esperando que se cumpla el duelo.
Cuando los recuerdos de los últimos días aparecieron en la conversación de la esposa, Carmona sintió alivio. Cada vez tenía más pereza de recordar. Deseaba que otros se hicieran cargo de sus recuerdos, pero no se atrevía a ofrecerlos, para no sufrir la vergüenza de que los rechazaran.
La esposa contó que las damas de los ingenios se habían reunido en la glorieta de la señora Doncella para probarse los vestidos que llevarían en la quermés. Esa tarde, dijo, soplaba un viento candente. Las modistas tenían que perseguir a las damas por el parque para retocar los ruedos e hilvanar los encajes alborotados por el calor. El agua del río estaba tan templada que ni siquiera se movía: en la superficie flotaban las grandes hojas de los camalotes.
– Si en junio es así, cuánto peor será en julio -observó Vélez-. Aquí las cosas suceden siempre al revés: cuarenta y cinco grados en invierno y nadie sabe cuántos en el verano.