– Toda la vida ha sido igual -dijo la esposa-. Eso es lo que mas divertía a Madre: que las estaciones cambiaran pero el clima no.
– Vamos a extrañar a Madre -dijo Vélez-. Era de las que nunca se perdía una quermés.
El comentario fastidió a Carmona: Madre no solía ir a las quermeses. Para cumplir, mandaba telegramas de adhesión, que se leían por el micrófono. Pero la muerte la había dejado inerme, como a Padre: las personas depositaban en ella recuerdos al azar, cualquier recuerdo, aun de cosas que no habían sucedido.
El silencio pasó un momento por allí y se quedó. Todos se pusieron incómodos: también el silencio. La esposa fingió concentrarse en las lentejas. Vélez, que era de reflejos más rápidos, propuso oír algunos madrigales cantados por Alfred Deller, el contratenor favorito de Carmona.
«Ahora no», quiso decir Carmona. «Me molesta la lengua.»
La música, de todos modos, se les adelantó. Un par de sopranos gorjeó a paso vivo Mother, I Will Have a Husband: las voces patinaban sobre una espesura de vidrio. Deller las azuzaba en segundo plano, enarbolando el látigo de sus agudos. Cuando el madrigal terminó, Vélez tomó el brazo de Carmona.
– ¿Por qué no vende la casa y busca quien lo cuide? -le dijo-. Ya no necesita tantos cuartos para vivir.
– No puedo -respondió Carmona secamente-. Madre jamás me lo perdonaría.
– Ella se ha ido ya -intervino la esposa-. Ella quería morirse.
– No se ha ido del todo. Me ha dejado siete gatos. Tal vez más. No sé qué hacer con ellos. Anoche se metieron en el baño. Los tuve que espantar con una toalla.
– Ahora mismo le preparo unos bifes con vidrio molido -ofreció la esposa-. No hay razón para preocuparse. Esos bifes acabarán con los gatos en pocas horas.
– Los gatos son de Madre -dijo Carmona-. No puedo hacerles daño.
La esposa se aprestó a retirar los platos y advirtió que el de Carmona estaba intacto.
– ¿Quiere alguna otra cosa? ¿Una sopa? Tendría que alimentarse.
– Lo lamento -dijo Carmona-. Siento punzadas en la lengua.
– Es el estómago -diagnosticó la esposa-. Cuando los nervios se sublevan, el estómago paga las consecuencias.
– Tal vez un helado -ofreció Vélez-. El frío alivia.
– Quiero una taza de leche -dijo Carmona-. O más bien en un plato. La lameré y me sentiré mejor.
Durante toda la semana siguiente no se movió de la cama. A la luz del día se le equivocaban los recuerdos. Algunos, que nada tenían que ver con él, le producían dolor. Pero en la noche no era así: no le incomodaba sentirse otro y llenarse de recuerdos ajenos. Hablaba en sueños con personajes muertos, en un lenguaje que trastornaba el género y los sexos, y las palabras se relacionaban a través de puentes que no iban a ninguna parte.
Dejó de bañarse y su cuerpo adquirió un color tan ceniciento que las gemelas, inquietas, se turnaron para cocinarle caldos de pollo y compotas de manzana. Pero el estómago de Carmona no toleraba sino leche. La quería tibia, espesada con azúcar, en platos hondos: cuando las gemelas se la servían en bandejas de enfermo él apartaba la cuchara e inclinándose sobre el plato hundía la lengua con fruición y la dejaba remojándose en el líquido, hasta que la lengua se ahuecaba y remontaba la leche hasta la garganta.
– Madre te convirtió en un salvaje -le dijo una tarde la gemela que había nacido primero-. Ya no pareces persona.
– Soy el mismo de siempre -se defendió Carmona-. Es el cuerpo lo que me está cambiando de costumbre.
La respuesta les pareció tan extravagante que al día siguiente las gemelas se hicieron acompañar por el médico. Era un viejo gordo y minucioso, de religiosidad exagerada: asistía a las procesiones con hábito de hermano terciario y predicaba sobre la eucaristía en los retiros espirituales.
El médico aplicó la oreja a la espalda de Carmona y se quedó escuchando con una sonrisa de beatitud.
– ¡Qué maravilla! -dijo-. Parecen los fuelles de un niño.
– Será por el canto -supuso la otra gemela-. Habla con la voz de un hombre pero cuando canta tiene la misma voz que a los diez
anos.
– Ya no -dijo Carmona-. Ahora lo que me duele es el lengua.
– Ah sí, la lengua -corrigieran las gemelas.
El médico encendió una linterna minúscula e investigó en la boca.
– Tenes dos caries -dijo.
– No son las muelas -se molestó Carmona-. Lo que me duele son las papilas de adentro.
– Están sucias, eso es todo -dijo el médico-. No se ven las papilas. Se ven unos puntitos negros. Alguna corriente de sangre se te ha movido de lugar.
– Yo no las he movido. Fueron los gatas.
– Deberías ser más juicioso entonces -lo reconvino el médico-. Un hombre grande como vos no tiene por qué dejarse lamer por las gatas.
Las gemelas se sonrojaron y volvieron la cabeza hacia las plantas del patio. Carmona sintió un vaho de vergüenza.
– No sé si son gatas o gatos -aclaró.
– Peor, entonces -dijo el médico-. Esas enfermedades no se curan sino con baños de asiento.
Las gemelas llenaron la bañadera con agua tibia y la purificaron con el hisopo de óleos benditos que el médico siempre llevaba en el maletín. Carmona les pidió que montaran guardia ante la puerta del baño, por si los gatos insistían en el asedio. Por las dudas, exorcizaron con el hisopo los zócalos y el umbral que daba al patio, del que brotaba un relente áspero: las estelas de orina de los gatos.
– ¿Te vas sintiendo mejor? -preguntaron las gemelas al oír que el hermano se hundía en el agua.
– Sí, sí -dijo Carmona-. Ya estoy bien. Váyanse. Mañana vuelvo al trabajo.
Se enjabonó, se dejó mecer por el agua: había celdillas en la molicie del agua, campos donde pastar, labios vítreos del agua que le aquietaban las imaginaciones. Los gatos ya no podían alcanzarlo. ¿Y sus crías? ¿A quién las entregaba Madre? ¿Dónde estaban incubándose? El olvido: ahora las imágenes del olvido entraban en su cuerpo y se quedaban, anidando. Un maullido ronco las dispersó. Parecían muchos gatos arrastrándose a lo lejos. Carmona se puso tenso: «¿Quién está ahí?», dijo. Ningún murmullo ni roce le contestó: sólo el balbuceo del agua. Pero después el maullido se fue acercando, se articuló en palabras que habían vadeado cauces ya muy de atrás, cauces borrados por las censuras de la memoria. El maullido se dejó discernir poco a poco y se tifió con la voz de Madre: «Amo la mano del amo», oyó Carmona. «¿Madre?», llamó. La voz cesó un instante y luego, pasándolo por alto, persistió. Carmona se irguió en la bañadera. «¿Madre?», repitió. A medida que iba cobrando fuerza, el maullido se volvía más grumoso y obsceno. Venía vestido con la bronca voz que Madre tuvo en la agonía, pero las órdenes que destilaba no eran de ella: «Lame el ano del amo», dijo el maullido. «Ama la mano del amo.»
La voz de Carmona se iba desvaneciendo tanto de un día para el otro que temí su repentino eclipse y decidí oírlo ensayar en la Filarmónica. Eran las últimas fogatas de la voz: todos lo decían. A la semana siguiente debía dar un recital con arias de Purcell y el clavecinista que le servía de acompañante no estaba seguro de que la voz pudiera sobrevivir tanto tiempo. A veces, después de varios trinos oxidados, estallaba un agudo milagroso, una grieta súbita de sol entre manchas de tormenta, pero en seguida daba lástima oír cómo la tensa garganta de Carmona se desvivía persiguiendo a la voz vaya a saber en cuáles humillantes abismos.
Apenas nos vimos, Carmona puso la voz en mis manos para que la afinara. Tenía tantas opacidades y corrosiones que me costó reconocerla. El estaba muy ansioso. Si no se suelta en un par de días tendré que suspender el recital, me dijo. Para colmo, me duelen las papilas. ¿Las papilas?, me extrañé. Nunca había oído eso. Le pedí que sacara la lengua. Quedé impresionado. Atrás, sobre el lomo de la lengua, había unos minúsculos cráteres negros, blanduras, hundimientos, que se irradiaban hacia el paladar y las amígdalas. También estoy perdiendo el tacto, dijo. Ya nada me da ni frío ni calor. ¿Ves? Me mostró las palmas de las manos: segregaban unos tenues hilillos de humedad. Son imaginaciones, me pareció. No hay razón para que te preocupes tanto. Si estuviera por apagarse tu tacto no sentirías dolor en las papilas. Eso es lo raro, me contestó: cuanto menos tacto tengo, más me duelen.