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Salimos a caminar. La Filarmónica estaba rodeada por laberintos de hortensias y magnolias, y aunque llovían cenizas de maloja el aire se conservaba puro.

Estaba por contarle lo que había sucedido después del casamiento de Leticia Alamino cuando Carmona me contuvo: ¿Podrías dejar de sonreír?, dijo. Yo siempre andaba con la sonrisa prendida en la cara y así como era incómoda para mí debía de resultar incómoda para los demás. Si sonreís tanto, solía decirme Madre, será porque algún mal estás deseándome. ¿Querés que muera más rápido? No te voy a dar el gusto. Y a lo mejor Madre tenía razón. Ya no sabía cómo hacer para matarla más.

Si quisieras mi voz

Poco después del casamiento de Leticia, Madre inscribió a Carmona en la escuela de niños cantores. Los Alamino se marcharon en silencio una madrugada y la casa de al lado quedó vacía. Carmona se levantó al oír los camiones de mudanza y, a través de las celosías, vio las colecciones de narguiles, las canastas rebosantes de puntillas y chalecos y los enjambres de gatos asomando las cabecitas entre los muebles.

Pasó muchos meses de melancolía, cantando. La temperatura se mantuvo fija en los cuarenta grados sin que los meteorólogos se arriesgaran a explicar el fenómeno. Hablaban de turbulencias volcánicas y fusión de los casquetes polares, pero Carmona sufría esos trastornos como si fueran de otra especie humana, de otra época: la vida seguía Huyéndole como antes, y la indiferencia de sus sentimientos tampoco cambiaba.

Los generales que gobernaban la provincia trataron de domesticar los azares del clima creando en las orillas del río «áreas de clorofila» o «pulmones verdes», como dieron en llamar a los parques.

Durante algún tiempo, Padre supuso que su casa sucumbiría como las otras a la marea de expropiaciones, pero movió tantas influencias y pagó tantos sobornos que la salvó. Pronto demolieron los depósitos de azúcar, los bazares y las pensiones de viajantes que estaban en la vereda de enfrente. Todo el paisaje se transfiguró. Al pie de la casa, un suave declive sembrado de palos borrachos y moreras permitía divisar el río a lo lejos: los óxidos de su corriente, la bruma azul de las mañanas, la procesión de camalotes que avanzaba con tiaras de luciérnagas y zorzales, y el devaneo de los veleros, que se mecían en el agua como las teclas de un gran piano.

En la ribera opuesta, las damas de los ingenios hicieron edificar una hilera de glorietas para tomar el té y jugar a las cartas. A veces, cuando Carmona y las gemelas paseaban por la costa, solían ver a Madre enzarzada con sus amigas en conversaciones entusiastas: siempre era Madre la que llevaba la voz cantante y, por los ademanes, parecía que recitaba versos patrióticos. Los niños la sentían entonces tan lejana como si hubiera sido madre de ellos en otros tiempos y ahora fuese la madre de otras personas.

Carmona nunca pudo llevar a la escuela de niños cantores su voz verdadera. Le daba tanta dicha que tenía miedo de compartirla. Cuando nadie lo vigilaba, la dejaba retozar en la intemperie y moverse según los dictados de su imaginación. A la voz le gustaba caer en los más bajos fondos de las entrañas de Carmona y sorprenderlo desde las cavernas del colon con un do puro y profundo, o volverse contralto y dar saltos mortales de tres octavas. Si Madre hubiese visto de cuánto era capaz la voz, quizá la hubiera llevado a las glorietas, para lucirse ante las otras damas, en especial ante la señora Doncella. Pero Carmona se la escondió. Complacía a Madre cantando sólo dos o tres notas y sosteniendo los agudos en las escalas, como recomendaban en la escuela. ¿La complacía, dije? No es así. Madre era insaciable.

Carmona cantó en el coro tres o cuatro años. Cuando el maestro necesitaba un solista lo elegía siempre a él. Hubiera bastado esa dádiva del cielo para que cualquier madre se sintiera orgullosa. La de Carmona no: quería más. Era suspicaz, y presentía que sobre las bengalas de aquellos agudos resplandecía otra garganta de luz más viva aún, en la que anidaba la verdadera voz del paraíso. Durante algún tiempo disfrutó de los aplausos que el hijo recibía en el coro. Pero no bien los aplausos se apagaban, la felicidad de Madre desaparecía. Después de cada recital, en el camino a casa, lo cubría de reproches. ¿Por qué no sostuviste el trino en el Lamento de la ninfa, Carmona? ¿Qué te costaba empezar el oratorio con un poco más de brillo? ¿Es que no te da para más: tan temprano en la vida y ya no te da para más? Él hubiera querido satisfacerla: se moría por hacerlo. Pero pensaba que ni aun soltando la voz por completo la haría feliz.

¿Has visto a Madre alguna vez feliz?, le pregunté. Carmona se quedó callado un rato. Luego dijo: Por más que trato de recordar, nunca la vi feliz.

Cuando se avecinó la muda de la voz y aparecieron los primeros gallos, hasta Padre se puso nervioso. Trajo a un profesor italiano experto en la restauración de cuerdas vocales para que decidiera cómo cuidar las de Carmona. Era un viejecito afectado, que usaba un peluquín oscuro y se teñía de negro las pocas hebras de la nuca. Hablaba tan gangoso que parecía bobo, pero sus diagnósticos eran infalibles.

Se presentó en la casa después del almuerzo, a la hora en que el calor exageraba más. Los árboles estaban blancos, como si sufrieran de incandescencia. Carmona vestía una camisa de lino tenue y aun así sudaba a mares, pero el profesor, que no se quitó en ningún momento el saco de paño azul y el echarpe de seda, parecía muy fresco. Caminó de un lado a otro del vestíbulo describiendo los músculos del aparato vocal y el lento movimiento descendente que emprendía la laringe durante los años de muda. Cuando por fin calló, Carmona contuvo la respiración. Esperaba, no sabía por qué, un dictamen terrible. Y así fue: lo que ocurrió esa tarde le cambiaría la vida.

– ¿Dónde podremos estar solos con este muchachito? -se impacientó el profesor. Padre lo guió hasta su escritorio y ofreció unas copas de té helado-. Ahora váyanse todos y olvídense de nosotros. Estaremos ocupados un rato largo.

Carmona se puso a temblar. Sentía que el llanto se le escapaba de los ojos y volvió la cabeza para que nadie lo viera. El profesor cerró todas las persianas y dejó el cuarto a oscuras. Carmona oyó el traqueteo de un carro sobre los adoquines, afuera. Rendidos por el calor, los pájaros no volaban: de modo que también oyó el silencio de los pájaros. Sólo unos pocos insectos cardaban el calor vidrioso. Con extrema delicadeza, el profesor puso las yemas de los dedos en la garganta del paciente y le ordenó cantar un do natural.

– Sostené la nota -dijo.

Hablaba con un tono neutro, como quien recita una lección. El alumno tomó aliento. No bien empezó a cantar, el viejo le metió los dedos y pulsó las cuerdas vocales como si fueran las de un arpa. El dolor lo golpeó a Carmona tan de sorpresa que perdió el control del do. La nota saltó como rayo hacia un agudo que él creía imposible.

– Ahora vas a repetir ese mismo do -ordenó el profesor.

– No puedo -se disculpó el muchacho-. Fue casual. Usted hundió la mano y no sé qué pasó.

– Vas a repetir esa nota, quieras o no -se exasperó el viejo.

Carmona se dispuso a fingir. Aclaró la garganta e improvisó el más grave de sus do. Si el profesor trataba de pulsarle otra vez las cuerdas vocales, los agudos fluirían atenuados. Pero el astuto viejecito ya estaba prevenido contra todos los ardides de los alumnos. Dejó que la voz del muchacho retozara en el tibio plasma de los sonidos graves, y luego, con una sonrisa de beato, le tanteó suavemente la garganta. Sin transición alguna, la cara se le transfiguró. Soltó una risa grosera y hundió los pulgares en los azorados cartílagos de Carmona.