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– Quiero oír ese agudo, hijo de puta -masculló. Los ojos ladinos le brillaban. En el desvarío del estrangulamiento, los agudos estallaron como fósforos.

Al oírlos, el profesor aflojó las manos y se rascó la peluca, satisfecho:

– ¿No te dije? Ahí estaban.

Sacó a relucir un violín pequeño y se puso a tocar madrigales de Giulio Caccini, que abundaban en notas sobreagudas.

– Canta la melodía, pero un semitono más alto -ordenó.

Carmona tuvo miedo. Nunca había llevado la voz hasta esas alturas y hacerlo le daba vértigo.

– No puedo -repitió-. Nadie podría cantar así.

El viejecito lo tomó por los hombros y le vació en la nariz un aliento letal.

– Si no haces lo que te mando, te arrancaré la voz que has escondido detrás de la garganta y la voy a destrozar. Nunca volverás a verla, te lo prometo.

Carmona era sólo un chico de trece o catorce años y no contaba sino con la voz para que Padre y Madre siguieran queriéndolo. Si se quedaba sin la voz, nadie lo querría. Rompió a llorar. Estaba lleno de sollozos y no lo sabía: ahora que todos los sollozos se apresuraban a salir, le lastimaban el pecho. Pero cuando se desahogó y los espasmos del llanto se alisaron, los madrigales de Caccini brotaron con la agilidad de un picaflor.

La siesta se disipaba. En las grietas de luz que aparecieron en el cuarto Carmona vio, otra vez, enjambres de moscardones. Madre, en su dormitorio, lo oyó cantar y zarandeó a Padre, que dormitaba:

– ¿Es que no te das cuenta? -le dijo-. Es un milagro. Carmona tiene la misma voz del niño de los Ikeda.

Hacía ya tiempo que las voces de las montañas amarillas se habían borrado de la memoria de Padre, y cuando Madre las evocaba, Padre tendía a pensar que no eran voces de la realidad. Se incorporó en la cama y simuló escuchar. La voz de Carmona sonaba tan lejos que parecía igual a cualquier otra.

El profesor pasó el resto de la tarde ejercitando a la voz en todos los registros. Ordenó a Carmona que la bajase a los sótanos de Boris Godunov y que la templara en el purgatorio de Rigoletto; que la enjoyara como a una tiple de La flauta mágica y la desvistiera en las penumbras de las valquirias de Wagner. Cuando terminaron, Carmona estaba exhausto. El sudor le pesaba como hielo.

Fue a llamar a sus padres y los encontró refrescándose con el agua de una jofaina.

– Por la plata que está costando, más vale que ese italiano me dé buenas noticias -dijo Madre-. ¿Qué cara tiene?

– La misma cara de cuando llegó -contestó Carmona-. Hasta cuando me aprieta la garganta se muere de risa.

Encontraron al profesor en el vestíbulo explorando con una linterna las cuerdas vocales de las gemelas.

– La voz de estas chicas nunca les dará trabajo -exclamó con una sonrisa que le llegaba a las orejas-. Es de una mediocridad perfecta.

Padre sintió la tentación de corregirlo mostrándole los lunares, pero la dura mirada de Madre lo retuvo.

De la cocina trajeron grandes jarras de té frío y jugo de moras. Con suficiencia, el profesor explicó sus técnicas para ejercitar lo que él llamaba «registros no usados», y que tal vez fueran, por lo que entendieron, la voz de cabeza en el hombre y la voz de pecho en la mujer. Trataba de calmar la ansiedad de los padres, pero en verdad causaba el efecto contrario. Madre terminó por interrumpirlo en mitad de una frase.

– Todo eso está muy bien, pero no nos interesa. Sólo quiero saber si Carmona puede o no seguir cantando en público. No me gustaría pasar papelones.

El profesor dejó su jugo de moras y cruzó las piernas. Luego, soltó un sarcasmo:

– No entiendo por qué los papelones serían de la señora. ¿Cantan ustedes a dúo?

Madre sintió la provocación y las aletas de la nariz se le dilataron. Antes de que estallara, Padre intervino con comedimiento:

– No es eso, profesor. Es que la muda de Carmona nos tiene los nervios de punta. Ya estábamos acostumbrados a su hermosa voz de niño y ahora sufrimos porque vamos a perderla. No sabemos qué hacer. ¿Debemos sacarlo cuanto antes del coro o hay que dejarlo allí unos meses más?

– Sáquenlo ahora mismo. No tiene ningún sentido que se quede.

Madre estaba de lo más intrigada:

– ¿Le han dañado la voz?

– Peor -dijo el profesor-. No le hacen nada. Este chico tiene demasiada voz para una ciudad tan pequeña. Deben llevárselo cuanto antes.

– Si hacemos algo, será después de la muda -dijo Padre.

El profesor meneó la cabeza, como si tuviera que lidiar con un auditorio de idiotas.

– La muda no será un estorbo -explicó-. Él puede hacer con la voz lo que se le dé la gana. Puede ser tenor, barítono, hasta soprano. Tiene lo que se llama una voz absoluta.

– Me lo debe a mí -murmuró Madre, con la mirada vacía.

Sólo Carmona la oyó. Padre no parecía convencido. Ajustándose los quevedos, encaró al profesor:

– En la escuela de canto nadie opina como usted. Piensan que la voz del chico es muy hermosa, pero que la perderá después de la muda.

– Se equivocan -insistió el viejo-. Si tuviera una sola voz, vaya y pase. Pero él tiene por lo menos siete. Una voz con siete vidas. Sólo hay que clavarla en un registro de dos a tres octavas, y allí se quedará para siempre. Éste es uno de los raros casos en que no necesitamos obedecer a la naturaleza.

Madre seguía con los ojos muy abiertos y el cuerpo inclinado hacia adelante. Nunca había estado sumida en un interés tan profundo.

– A mí me gustaría que le dejáramos una voz de soprano coloratura -dijo-. Ya que podemos hacer cualquier cosa, al menos hagamos algo que llame la atención.

Carmona permanecía callado. Sentía que los deseos de Madre lo incomodaban: y a Padre también. Pero ninguno de los dos se animaba a contradecirla. Por fin, Padre dijo:

– No me convence que Carmona cante como una mujer. Cuando lo miren como a un fenómeno pasaré mucha vergüenza. Ya estoy oyendo a la gente: ¿No tenías acaso un hijo varón? ¿Qué le ha ocurrido? Eso será más fuerte que yo. Hagan con la vida de Carmona lo que quieran, pero a la mía no me la toquen.

Ya estaba oscuro cuando el profesor se despidió. Afuera llovía. Tan húmedo estaba el aire que aun caminando bajo techo había que apartar las mortajas del agua. Comieron en silencio y con el último bocado Madre mandó a los chicos a la cama. Las sirvientas solían fregar con lejía los lunares de las gemelas para que se les disiparan, pero esa noche Madre no les dio permiso. Quiso que apagaran la luz en seguida y se durmieran. Carmona no pudo. La voz le rodaba de un lado a otro de la garganta, inquieta por el acoso de un mundo sin misericordia. Oyó hablar a Madre. En puntas de pie fue acercándose a su dormitorio hasta que las palabras le llegaron claramente. «¿Y si aprovecháramos la voz antes de la muda, Padre?», estaba diciendo ella. «¿Y si grabásemos algunos discos, presentándolos como si fueran míos: qué mal haríamos? Yo, Madre, soprano coloratura: ¿cómo te suena eso? Sería lo justo. Al fin de cuentas, Carmona no tendría la voz que tiene si yo no hubiera estado pensando en eso desde que fuimos a las montañas amarillas. Yo le enseñé todo lo que sabe. Yo le saqué la voz de adentro. Viéndolo bien, esa voz me corresponde más a mí que a él.» Padre opinó que eran vanas fantasías, que con las voces no se puede jugar como con las palabras escritas por otros. «No se puede plagiar. Apenas oigan los discos querrán que des recitales por todas partes. ¿Cómo harás, entonces? ¿Pondrás el útero en el escenario?»

Madre era muy inteligente, pero cuando su ambición o su propio ser entraban en juego perdía toda noción de las medidas. Insistió. A Carmona le partía el alma, pobre Madre. Comprendía sus razones. Si ella no hubiera dicho: Sólo te enseñaré a leer cuando aprendas a cantar, ¿dónde estaría tu voz, Carmona? ¿Cuál hubiera sido la brújula de tu voz sin el fonógrafo que ella salvó de los montepíos para que pudieras oír los trinos de la Reina de la Noche?