Después de su segundo recital, se había convertido en una rareza. «El bellísimo canto de Carmona», explicaba el diario de la ciudad, «es una incomprensible desviación del orden natural». La señora Doncella comenzó a invitarlo con frecuencia a su mansión llena de pinturas, a la orilla del río. Apenas oscurecía servían la cena en el largo comedor. Ambos comían a solas, en silencio. A Carmona no le incomodaba callar. Sentía que a la señora Doncella le bastaba verlo y que no esperaba más de él. Eso le aplacaba el ánimo. A veces, en señal de gratitud, cantaba antes de marcharse: madrigales, romanzas, la primera estrofa de un aria de Haendel, que la señora acompañaba al piano, con extrema discreción. No había nadie más en la casa, aparte de la remota servidumbre, pero él tenía entonces la sensación de que cientos de mujeres lo escuchaban: desde los andenes de una estación o desde las gradas de una ciudad hueca, como en los cuadros de Delvaux. Soltar la voz era entonces como soltar el corazón.
Madre siempre lo esperaba despierta en el vestíbulo. Pretendía que Carmona le describiera con lujo de detalles el vestido y las joyas que llevaba la señora, y los manjares que había comido, pero él nunca lo recordaba. Su memoria sólo registraba la atmósfera de la noche: la actitud del río, los perfumes, lo táctil.
Empezó un año húmedo y candente: tanto, que la ciudad no recordaba otro así. Las cornisas de las casas rebosaban de arbustos que volvían a crecer apenas se los segaba, y cuando no se pasaba el plumero, los muebles amanecían con una costra de césped enfermizo. Fue entonces cuando la señora Doncella recibió la visita sorpresiva de unas sobrinas a las que casi no conocía.
Las forasteras andaban a todas horas por las tiendas de la ciudad, comprando encajes y faldas de lino. No se daban con nadie, como si tuvieran algo que ocultar o no tuvieran nada que decir, que son formas distintas de un mismo silencio. Eran morenas y de narices anchas. Cuando las conocieron, las damas de los ingenios no podían creer que fueran de la misma sangre que la señora Doncella. ¿De dónde vienen?, preguntaban. ¿A quién habrán salido tan toscas? Alguien mencionó el nombre gutural de una región, pero era sólo un sonido, que no aclaraba nada.
En la casa de la señora empezaron a encenderse lámparas que no hacían falta y que no se apagaban sino al amanecer. Carmona solía bajar a la barranca del río para mirar la casa desde lejos. La extrañaba como si fuera una persona a la que había querido mucho y que de un día para el otro lo había abandonado. A veces creía distinguir a las sobrinas sentadas al piano, o yendo y viniendo por las galerías, y entonces se daba cuenta de que ellas podían entrar y salir de la casa cuando querían y él, en cambio, siempre estaría de más.
Hacía muchos años que la señora Doncella pensaba dar un baile y abrir las habitaciones que permanecían cerradas desde la muerte de su marido. La visita de las sobrinas le dio por fin el pretexto. Contrató a las mejores orquestas de la ciudad e invitó a cientos de personas. Carmona se imaginó dando vueltas entre todos aquellos desconocidos por los lugares donde él y la señora habían estado solos tantas veces, cantando y viendo cómo la noche era interrumpida por hileras de luciérnagas, y deseó con toda su alma que una desgracia le impidiera ir. Deseó haber nacido idiota, inválido, con las manos encogidas como tantos niños. Deseó que nunca llegara esa noche y que ya mismo fuera el día siguiente.
El baile comenzó con un vals vienes. Resistiéndose a los pasos largos y enérgicos que eran la moda de los ingenios, las sobrinas se movían con una extraña donosura, como si en vez de bailar se abanicaran. Los jóvenes las invitaron una o dos veces, por cumplir, y luego siguieron divirtiéndose con las chicas de siempre.
De pie junto a la mesa de los jugos de fruta, Carmona se dijo que si estaba obligado a bailar, lo mejor era salir cuanto antes del aprieto. Como si le adivinara el pensamiento, la señora Doncella lo tomó del brazo y lo llevó hacia las sobrinas. La más joven tenía la frente cubierta por una cortina de pelo que llegaba hasta los párpados. Los ojos, muy redondos y negros, sin cejas, brillaban escondidos detrás de la espesura. Tendió la mano a Carmona y sin decirle palabra se dejó caer en sus brazos. «Prefiero los valses lentos», le dijo. «Por favor, mueva los pies lo menos que pueda.» Ella también tenía una voz de pájaro y su acento era indescifrable, lleno de consonantes aspiradas.
Carmona tuvo la precaución de mantener los pies muy juntos mientras la mecía, por terror a pisarla. El vals terminó sin que ninguno de los dos hubiera hablado, pero cuando arrancó el otro vals siguieron bailando. De vez en cuando, la sobrina sacaba a relucir una sonrisa triste, de dientes oscuros. Sus ojos exhalaban, sin embargo, la fuerza de los que piensan mucho y no están perturbados por ningún sentimiento. Carmona no sabía qué decir, y el silencio le comenzaba a pesar.
– ¿Hablan ustedes otro idioma? -se le ocurrió, de pronto.
– Sólo cuando hace falta -dijo ella. Y movió el pelo de tal manera que no se le vieron más los ojos.
– ¿Por qué se deja usted el flequillo tan largo? ¿Es una promesa religiosa?
La muchacha lo tomó resueltamente de la mano y, saliendo del salón de baile, lo condujo a través de pasillos por los que Carmona nunca había pasado. Llegaron por fin a un cuarto flanqueado por ventanales de vidrio que daban al río. Se veía pasar la corriente, iluminada por reflectores amarillos, y los cuerpos no proyectaban sombra, como si fuera mediodía. Ella alzó la cara, para que Carmona pudiera verla bien, y se descubrió la frente. La tenía llena de pequeños granitos y espinillas.
– Llevo años con esto y no puedo curármelo -dijo. Aparecieron en sus ojos unas lágrimas pesadas.
Carmona sintió ternura y se quedó mirando el vapor que se levantaba de las aguas. El río arrastraba témpanos gigantescos que se iban disolviendo en las cadencias del cauce, pero ni aun así el aire se volvía fresco. Todo estaba contaminado de calor. Carmona no paraba de sudar y cada tanto se enjugaba el cuello con un pañuelo perfumado.
– Serán los polos, que otra vez están derritiéndose -dijo la muchacha.
Carmona negó con la cabeza.
– Este río es redondo y no pasa por el polo. El hielo que vemos llega de las montañas amarillas.
Se volvieron hacia la puerta. Entre el marco y el techo había un cuadro repleto de personajes imponentes. El personaje principal era un atleta que representaba a Cristo. Parecía que le faltara el aire, como si llegara de una larga maratón. Cientos de ángeles rechonchos, sofocados, se abrían lugar a codazos dentro de la pintura. Una muchedumbre de ceniza yacía aplastada bajo los cilicios de los mártires y los vientres voraces de las vírgenes.
– ¡Dios me libre! -exclamó Carmona.
La muchacha dejó caer una sonrisa comprensiva.
– Es una copia en tamaño natural del paraíso que Tintoretto pintó para el palacio de los duques de Venecia -dijo-. La encargó el marido de tía Doncella.
Todas las figuras aguardaban el paso de la eternidad sentadas sobre nubes plomizas: parecían hartas, ansiosas de que la eternidad terminara. No se veían instrumentos de música ni animales, salvo dos leones de mampostería. La imagen que Tintoretto tenía del cielo era igual a la que Carmona tenía del infierno.
Los cuartos que daban al río estaban decorados con representaciones de paraísos hacinados e irrespirables. Tal vez las conversaciones de Madre y las visitas obedecieran, entonces, a una moda que la señora Doncella había impuesto vaya a saber desde cuándo. Vieron el cielo disciplinario pintado por los hermanos Orcagna para la iglesia florentina de Santa María Novella, en el que Dios y su consorte la Virgen vigilaban desde un panóptico cualquier ilusión de fuga que pudieran tener las almas. Vieron el benévolo cielo de parejas homosexuales imaginado por Giovanni di Paolo en el siglo XV, el cielo habitado por almas descontentas que dibujó fray Antonio Polti en 1575, como metáfora de la felicidad suprema; y el intolerable túnel celestial que diseñó Etienne Chevalier para su libro de horas: las almas bienaventuradas se arrastraban allí hasta por los techos, convertidas en atroces cucarachas.