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A lo lejos seguían oyéndose los valses vieneses: pero el sonido les llegaba agónico y desafinado, como el presentimiento de un mundo sin música. Aunque el calor aumentaba, la muchacha tuvo escalofríos y se cubrió con un chal. Ahora era un cuerpo velado por cortinas y flecos, del que sólo se distinguían el cuello y los labios carnosos. Tomó las manos de Carmona y le dijo:

– Cada vez que veo estas pinturas quisiera no morir, porque si voy al cielo nunca podré estar sola.

Carmona sintió el alivio de aquellas manos heladas.

– Tal vez usted y yo vayamos al purgatorio. No le deseamos el mal a nadie y creo que tampoco nadie nos desearía el mal.

– ¡Qué castigo tan terrible! -dijo ella-. ¿Se imagina? Ir al purgatorio por no haber deseado nada.

– Pensándolo bien, creo que el infierno y el paraíso han de ser lo mismo. Con tanta gente que muere, no ha de quedar ningún lugar íntimo en la eternidad.

Comenzó a caer una lluvia enferma, negruzca. Regresamos a los pasillos de la Filarmónica y nos sentamos en un banco de madera. Carmona sacó del bolsillo un frasquito sorpresivo y bebió dos largos tragos. No sabía que bebiera. Debía de hacerlo a escondidas. El alcohol le consumía las cuerdas vocales como si fueran de fósforo. Qué ganaría bebiendo, digo yo, si ya se le habían esfumado el tacto y el gusto: en cuál no lugar del cuerpo le caerían los ardores de la ginebra. En las blanduras del seso, me dijo éclass="underline" en los vapores de la memoria. Debí adivinárselo cuando vino a verme con unas partituras perdidas de Nasolini y no quiso marcharse sin cantármelas. La lengua se le enredaba. Pensé que sería la tristeza, o Madre muerta, o el acoso de tanto gato. Erré. Las mediocres estrofas que cantó con un destello último de voz -cascado, como el penoso adiós de la Callas en Londres- debieron advertirme que no podía durar: que el cuerpo, el tiempo, todo se le desprendía. Que había una fuerza más allá, en el otro lado de la vida, quitándole el aliento.

¿Madre?, me dijo. Ella sólo me oyó en el primer recital. Luego no me oyó más. No soportaba mi voz y creo que mi voz tampoco soportaba verla. Yo sí: yo la deseaba cerca. Que no estuviera allí me llenaba de culpa. Ella me abandonaba, pero me hacía sentir como si fuera yo quien la había abandonado.

Al tercer y cuarto recital que di acudieron músicos de otras partes. Hablaron mucho de mi voz, pero no porque les agradase. Más bien les producía inquietud. Los irritaba. No era una voz como las otras, se comprende. Era una rareza. Aun así, dijeron que causaría sensación cuando la oyeran en la capital. Madre se trastornó: «Tan lejos, tan fuera de mi vista, qué será de vos, Carmona». ¿Crees que se preocupaba por mí? No seas ingenuo. Se preocupaba porque, yéndome, aprendería a vivir sin ella.

¿Y Padre? Ya para entonces vivía doblegado por la voluntad de Madre, en un perpetuo sueño vegetal. No bien caía la tarde, comenzaba a mecerse en su hamaca de mimbre, pensando en nada. A cualquier cosa que le preguntáramos respondía fatalmente: «Yo no sé nada. Que lo diga Madre». Y Madre no me dejaba marchar.

¿No te dejaba marchar, Carmona? Yo la oí siempre contar tu viaje de otra manera. La oí decir: «A mi hijo jamás le prohibí nada. Si algo no hizo fue porque él mismo se lo prohibió». ¿Y le creíste? ¿A vos también te confundió? Madre, ante los de más, defendía mi viaje a la capital para no contradecir a la señora Doncella. Pero cuando estábamos solos me decía: «Por mí hace lo que quieras, Carmona. Yo no soy la que va a vivir tu vida. Pero tu voz sufrirá las consecuencias. Todavía está inmadura. Se te podría quebrar. ¿Para qué exponerla tan pronto? ¿Quién te corre? Todos quieren sacarte algún provecho. Yo no: soy tu madre».

De aquellas conversaciones salía desgarrado. La voz se me llenaba de dudas. Un día me dije: No esperes más, Carmona. Había un tren, recuerdo, los domingos a la madrugada. Atravesaba la llanura en línea recta y entraba en la capital el lunes por la tarde. Nunca lo he dicho a nadie: quería partir para no regresar.

El viaje en tren

La locomotora silbó por segunda vez y, aunque Carmona ya se había despedido de todos al oír el primer aviso, hizo un esfuerzo para volver a saludar a sus hermanas. El tren resopló y empezó a moverse. Las gemelas corrieron por el andén, de la mano de sus novios, gritándole que mandara postales de la capital. Tanto ellas como los novios parecían haber olvidado sus fuerzas en otra parte: era domingo de madrugada y el baile de la noche los había marcado con unas ojeras hondas, de las que cualquier alegría se evaporaba con facilidad.

A medida que el tren se alejaba de la estación, Carmona vio más y más damas agitando pañuelos y llorando tras los tules de sus abanicos. Madre no: ella sonreía. Tenía elevada en la cara una sonrisa que no era suya. La había copiado con esmero de la señora Doncella, que también estaba sin dormir y se cubría el desvelo con grandes anteojos negros.

«Apenas lo oigan cantar ya no lo dejarán volver», dijo la señora cuando Carmona estaba por subir al vagón. A Madre se le enturbió la mirada y Carmona sintió culpa por causarle tantas tristezas. La noche anterior, Madre le había insinuado de mil maneras que suspendiera el viaje. Estaba llena de malos presentimientos. «¿Cómo harás para cruzar solo esas enormes calles de la capital? Quién sabe qué te darán de comer, si es que te dan algo. ¿Y la voz, Carmona? Nunca han oído una voz como la tuya. ¿Qué harás si en medio del recital el público se levanta y te deja solo?» Todas las dudas de Madre eran razonables y, cuando pensaba en ellas, Carmona deseaba que en su vida nunca hubiera sucedido nada y que su cuerpo siguiera navegando en el útero cálido, sin preocupaciones de ninguna clase. Sus manos sudaban y ya no querían seguir asomándose a la ventanilla para decir adiós.

Con la cabeza descubierta y los quevedos colgando sobre el chaleco, sujetos por una cadena de oro, Padre se veía empequeñecido, como si estuviera sobrando y pidiera perdón por no poder estar en otro lado.

El tren dejó atrás las plantaciones de caña de azúcar y se internó en el desierto. Una fina niebla de polvo entró en los vagones y apagó la luz de los objetos. Los pasajeros respiraban con la nariz cubierta por un pañuelo mojado, y sobre las cabezas el viento tejía una telaraña.

La gente iba y venía por los pasillos en busca de fuentes de agua para lavar los pañuelos, pero antes de regresar a sus asientos ya los tenían convertidos en estropajos. La incomodidad no les impedía tocar la guitarra, jugar a las cartas y repartirse las presas de pollo hervido que llevaban en cacerolas de loza. Frente a Carmona estaban sentados tres viajantes de comercio. La nuez de Adán les saltaba arriba y abajo del cuello de la camisa al compás de las palabras. Eran vendedores de herramientas; no cesaban de comparar listas de precios y de disputar sobre la calidad de las muestras. De vez en cuando abrían unos valijones repletos de clavos y hojas de hacha, exponiéndolos con arte ante los otros pasajeros y obligándolos a intervenir en la discusión.

Un par de matronas enlutadas llegaron a última hora y suplicaron a Carmona que les cediera el asiento junto a la ventana. Venían de un pueblo remoto y la combinación de trenes las había retrasado. Una de ellas sufría de molestias en el páncreas desde la primera menstruación; en verdad no se recordaba a sí misma sin ese dolor perpetuo en la boca del estómago, que se le irradiaba por la espalda: la víscera se abría en súbitas flores que le teñían la piel de amarillo, y luego sentía invencibles ganas de vomitar. El vómito hubiera sido un alivio, pero nunca estallaba de veras. Sólo se anunciaba con un tropel de náuseas y, cuando ya había subido a la mitad del pecho, se desvanecía.