Eran hechos monótonos, de los que sólo importaba el fin. El oscuro principio de la zanja era una sucesión de batallas perdidas con los in-
dios, cien años antes. Los ejércitos de las prósperas aldeas diseminadas en las llanuras del este, impotentes para contener las embestidas de las tribus nómades, ordenaron construir un foso de doscientas leguas para la defensa. Según los planos, nada podría cruzarlo, ni los caballos ni las flechas de los invasores. Eligieron para el trabajo a un zapador japonés llamado Ikeda, que viajaba con la esposa y un hijo recién nacido. «Quiero una muralla como la de los chinos», lo instruyó el autor de la idea. «Pero constrúyala hacia abajo.»
Tantas veces había imaginado Carmona cómo eran los Ikeda que le pareció natural encontrarlos en el relato de Estrella y vislumbrar sus siluetas desde el tren: el japonés inclinado sobre la llanura vacía, sudando a mares entre azadas y taladros, y la mujer amamantando al niño a la sombra de un parasol. A lo lejos se movía un río de hombres, desesperados no tanto por la brutalidad del esfuerzo como por la irremediable desolación de sus vidas. Llevaban años cavando y no oyendo otro sonido que el de sus historias, aún más monótono que el de las palas. Hubo un momento en que dejaron de saber adonde iban y qué sentido tenía la excavación interminable. Avanzaban por inercia, porque ya no podían volver atrás o por miedo a volver y que estuviera esperándolos la nada.
La excavación, había contado Estrella, comenzó a orillas del océano. Al mes ya se había internado en el vacío, a través de una línea de escuálidos fortines. Cientos de hombres llegaban a diario para echar una mano y recibir a cambio las raciones del ejército. Los diezmaban el tifus, la insolación, las picaduras de los alacranes, pero no desfallecían. Cualquier fatalidad era preferible a la vida que habían dejado.
Al principio divisaban a lo lejos las fogatas de las tolderías y oían el galope de los caballos indios. Después no vieron nada: ni árboles ni aves. Cuando salían de la zanja y caminaban a la intemperie, el polvo era tan denso que, para sentirse vivos, cantaban. A veces ni siquiera oían el propio canto y dejaban de pensar en sí mismos como seres humanos. Sólo cuando bajaban a la zanja sentían la realidad.
En los recuerdos de Carmona ninguna imagen era tan fuerte como la del niño. Ese único, indefenso brote de persona que dependía de una madre sin pechos casi, había sobrevivido a las tormentas de centellas, a las disenterías y a las ciénagas sin doblegarse nunca, con más entereza que los adultos, creciendo apenas lo indispensable para no extinguirse, o tal vez no creciendo, porque al final del viaje, muchos años después, seguía usando los mismos pañales estropeados del primer día. «El niño era tal vez el único que sabía dónde iban», había dicho Estrella.
Al final del verano estaban ya tan lejos de las aldeas que las carretas del ejército dejaron de llevarles víveres. Desertaban los hombres, se les rompían las herramientas. Pero la excavación no cesó. Construyeron una zanja más estrecha, sin desagües. Había tramos de construcción tan precarios que semejaban galerías de topos. Ikeda insistía, sin embargo, en que así eran las órdenes en los planos originales, y todas las mañanas se levantaba con el mismo ánimo para reparar las azadas y afilar las palas.
Unos pocos hombres fieles lo siguieron hasta el arenal donde terminaban los mapas. Estrella conocía unas estampas pintadas por Cándido López que describían la modesta tienda del jefe de la expedición, el semicírculo de zapadores tomando mate, y la silueta impasible de la esposa debajo de un parasol, con el hijo en brazos.
Aunque dejaron de distinguir las noches y los días, hubo una noche en que avistaron la salina. Los hombres tuvieron miedo de avanzar, pero ninguno lo dijo. Ikeda se dio cuenta de que lo abandonarían apenas dejara de vigilarlos. Hizo, entonces, lo que nadie esperaba.
Tendió un gran lienzo blanco junto al extremo del terraplén y sacó un cilindro metálico del baúl que guardaba en la tienda de campaña. Lo asentó sobre un trípode y conectó sus cables terminales a una pequeña dínamo. «Esto es el cine», anunció.
Nadie había oído hablar del cine en 1870 pero, a diferencia de ahora, los hombres creían en lo que veían. Ante sus ojos resucitó el mismo camino que habían dejado atrás. Vieron las manadas de linces y gatos monteses que los acosaban desde lo alto de los árboles. Oyeron sus propias rencillas del día anterior y el chasquido de los dados en el juego de otra noche. Se vieron tal como estaban entonces, de pie junto al confín íntimo de la zanja, viendo un pasado que no cesaba de suceder. Luego, sin razón alguna, el tiempo cambió de dirección y la pantalla los mostró excavando en la salina con las herramientas melladas y adentrándose cada vez más en un mundo impalpable. A lo lejos, entre las cegadoras señales de la luz, distinguieron un punto en el que la luz, henchida de sí misma, empezaba a quemarse. Yendo de lo negro a lo invisible, el punto de luz dibujaba un arco que se reflejaba en otro más alto aún, y en otro, donde cabían el sol del atardecer en la isla de Pascua y el de la mañana siguiente en el mar de las Filipinas, como si ésa fuera la fuente original de la que manaba el cielo.
El paisaje de la pantalla se adelantó vertiginosamente y se detuvo ante el objeto de luz. Era un huevo traslúcido, de sal y ópalo, cuya entraña latía con la ansiedad de un corazón humano. Yacía en lo profundo de la trinchera y más allá brotaban los manantiales de las montañas amarillas.
La historia de la zanja solía volver a los recuerdos de Carmona cuando velaba las anginas de Madre o cantaba madrigales de Purcell en la mansión de la señora Doncella. Aunque la belleza y el horror de la historia le lastimaban a veces el corazón, jamás había compartido con nadie una sola palabra de todo eso. La intemperie, la inútil construcción en el desierto, el río de hombres expuestos a la nada, la imagen de una luz donde aparecía la eternidad eran el único bien que iba a llevarse de este mundo.
El japonés apagó la máquina y las tinieblas los envolvieron. Con una voz que no era la suya, reveló que el huevo de luz era lo que en verdad buscaban desde el principio del viaje. Las privaciones, los meses de soledad, las fatigas de la trinchera habían sido la condición necesaria para alcanzar ese fin.
Alguien encendió entonces un farol de querosén. El japonés se creyó en la obligación de explicar: «Lo que han visto no tiene explicación, pero cuando lleguemos a la luz ya nadie necesitará preguntar nada».
Con la punta de las botas, los hombres restregaron el suelo. Uno contestó, sin levantar los ojos: «Yo no voy a seguir». Y los demás dijeron: «Aquí se ha terminado el trabajo. Las mulas están listas. Vamos a despedirnos al amanecer».
En ese punto, la historia se volvía confusa. La voz de Estrella caía en súbitos apagones o se perdía, tal vez, en el sueño de los oyentes. Como siempre, recordaba Carmona, Ikeda y sus hombres habían dormido aquella noche a la intemperie. Pero al amanecer se desencontraron. Soplaba un viento feroz y el aire estaba lleno de sal. No había huellas ni voces: sólo las chispas infinitas del sol que se reflejaba en los cristales. El viento amainó cuando se marchaban y las montañas amarillas aparecieron a lo lejos.
Mucho antes de que Estrella terminara su relato, el tren aceleró el paso y entró en la oscuridad. Los viajantes de comercio iban y venían por el pasillo, contando en alta voz chistes procaces que nadie festejaba. Al fondo del vagón varios grupos que jugaban a las cartas terminaron por atraerlos. Apostaban porrones de ginebra y alguien los entretenía rasgueando una guitarra.