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Avanzaban por el andén. El primo lo guiaba del brazo hacia el café de la entrada mientras repetía: «Tenemos que hablar».

Carmona no entendía para qué: no conseguía saber en qué tiempo estaba ni en cuál lugar equivocado había caído. Simplemente se dejaba llevar por la corriente de las cosas. Pero también quería alejarse de Romano.

– Si estás acá, sabrás que doy un recital mañana -dijo-. Necesito ensayar y es poco el tiempo. Tengo que encontrarme con los músicos. No sé ni quiénes van a acompañarme -hablaba a borbotones, con la esperanza de que el primo olvidara lo que había venido a decirle y se marchara de una vez-. Debería ensayar con una viola da gamba, un cello, y no sé si podrán conseguirme un clavecín…

El primo asentía. Carmona creyó vislumbrar en él una expresión de superioridad. Atravesaron vallas de baúles y cajas de cartón antes de alcanzar, por fin, una mesa vacía en el salón inmenso. A espaldas del mostrador, una radio a todo volumen difundía las emociones de un partido de fútbol. Los pasajeros tenían los sentidos aferrados a la voz del locutor y la comida se helaba en los platos.

– He pedido que suspendan el recital -dijo el primo.

La noticia tardó en llegar a la conciencia de Carmona. Cuando por fin llegó, ya se le había instalado una sonrisa en la cara. ¿Por qué sonreía? Era un misterio: la sonrisa iba y venía sin tomar en cuenta sus sentimientos.

– Madre tuvo un ataque al corazón. La internaron en una clínica y no saben si resistirá. Vas a tener que volver.

– ¿Ahora?

– En el mismo tren en que viniste. Sale a las once de la noche.

Imaginó a Madre agonizando mientras él la traicionaba a orillas de la zanja. Qué vergüenza era haber sido tan feliz, Dios mío. Sintió, de pronto, que el amor por Madre lo embargaba, tan intensamente como antes la había odiado. Madre era la única persona que podía llamar suya, y si la perdía se perdería a sí mismo. Tal vez lo más correcto fuera ponerse a llorar. Lo que sintió, en cambio, fue ansiedad por saber qué había pasado.

– ¿A qué hora fue el ataque? -preguntó.

– Como a las tres de la mañana -dijo el primo-. Me levanté y llamé por teléfono a la estación, para saber cuándo llegarías. Me informaron que la locomotora se había roto y que estaban detenidos en el desierto.

– ¿Madre está lúcida?

– Preguntó por vos toda la noche. No podía casi respirar, y sin embargo te llamaba.

– La mano del amo -murmuró Carmona.

– ¿Qué es eso? -se intrigó el primo.

– Nada, nada. Son palabras con las que Madre me enseñó a leer.

El primo no quería engañarlo y le advirtió que, si se marchaba, como era su deber, no podría volver a la capital por un tiempo. Se avecinaba la temporada de las orquestas, y los cantantes debían esperar hasta el año siguiente. Ni siquiera le quedaban suficientes horas para conocer la ciudad: apenas para un paseo fugaz.

Carmona prefería no abandonar la estación. Tenía la esperanza de que Estrella hubiera olvidado algo y reapareciera. Luego se dio cuenta de que sería más fácil encontrarla en la calle, por casualidad.

Dieron algunas vueltas por un laberinto de avenidas densas de ventanas. Todas estaban cerradas y no se veía un alma. En cualquier dirección que se movieran, las torres de la estación seguían a la vista, con sus grandes cúpulas como lomos de camello. Llovía a cántaros. Por los tejados se paseaban los gatos. Caminaron por una plaza donde la gente practicaba en silencio sus oficios: talabarteros, ebanistas, encuadernadores. Nada tenía ya el mismo significado para Carmona. Nada era como había sido en su imaginación. En algún momento, cuando volvían, pasaron frente al teatro donde iba a darse el recital. Uno de los afiches anunciaba, en pequeñas letras rojas, el título de los madrigales. Algunos hicieron sonreír al primo: «¡Despierta, Quimera!», de la ópera Diocleciano; «Madre, ya no me esperes más», «Oh, cuan feliz es él» y «El amor tomó mi mano»: todos de Henry Purcell, compuestos para contratenores o castrados. Carmona sintió que la desdicha estaba dondequiera. Lo que llovía era también desdicha y las personas que pasaban tenían mojada la cara por una lluvia que debía ser llanto.

La excursión

Nunca pude recordar cómo fue el viaje de regreso, me dijo Carmona. Llovió en el desierto, creo. Y se inundó la zanja. Debería recordarlo porque era yo el que yacía en esos escombros. Si no recuerdo es porque nada quedaba por recordar. Mi vaciedad, tal vez: era lo único que yo tenía.

Lo peor de todo fue que la enfermedad de Madre resultó una falsa alarma. Ella sufría de palpitaciones: había nacido con uno de esos soplos al corazón que suelen dar desmayos. En aquella ocasión el malestar había sido más serio y tuvieron que internarla. Estuvo toda la noche de mi viaje bajo una carpa de oxígeno. Cuando llegué a la clínica, ya había despertado del coma y hasta podía sentarse. Yo no quería que vinieras, Carmona, me dijo. No quería. ¿Por qué viniste? Te quedaste sin el recital. Eso es un crimen. ¿Cómo no iba a venir, si me estabas llamando en el delirio, Madre? Dicen que casi no tenías fuerza para respirar y sin embargo me llamabas. No quería, siguió repitiendo ella. Pero en cuanto supo que había tomado el tren de vuelta empezó a recuperarse.

Aquélla fue, me parece, la última vez que vi a Carmona. Entré en el baño de un bar, y allí estaba él, mirándose las manos al espejo. Las tengo sucias, ¿no te parece?, dijo. Era verdad: estaban manchadas de costras negras. No puedo lavarme, dijo. No siento el agua. Lo peor es cuando consigo lavarme y me trato de secar. Froto las manos en las toallas y tampoco siento. Si no tuviera el recuerdo de las toallas podría soportarlo. Pero cuando veo cómo las toallas cambian de color con la humedad de mis manos, recuerdo la suavidad de aquellos poros de algodón que se abrían para secarme y el perfume campestre con que las impregnaban en la lavandería. Entonces prefiero ponerme lejos de las toallas y del agua y apagar esos recuerdos. Que me hayan abandonado los sentidos no duele tanto. Lo que duele es recordar cómo era yo cuando los tenía.

Salimos a caminar por el parque de la ciudad. Alrededor estaban construyéndose las mansiones de las familias que habían despoblado los campos de caña y se enriquecían especulando en las mesas de dinero. Todas copiaban la geometría de Versalles, con techos de pizarra en pronunciado declive, para facilitar la caída de la nieve. Aunque la temperatura bajaba rara vez de los treinta y cinco grados, nadie perdía la esperanza de que cayera nieve.

Las familias golondrina sin trabajo merodeaban día y noche por la ciudad escarbando en la basura y pidiendo limosna. Dormían en el atrio de los templos y arruinaban las delicadezas del paisaje. Para que pudieran pagar los pasajes de vuelta a sus aldeas, las damas de los ingenios organizaban continuos festivales de beneficencia. Carmona había cantado en algunos y estaba comprometido a cantar otra vez.

¿Lo harás, Carmona?, le pregunté. Faltaba una semana para la siguiente quermés y su nombre aparecería en los anuncios. Cantar todavía no, por el luto. ¿Leer poemas, tal vez? Ya lo había hecho una vez, después de morir Madre: algo de García Lorca, de Neruda, una elegía de Raúl Galán. Los buenos sentimientos habían arrancado lágrimas a las damas. Entonces aún conservaba los modales, la limpieza. Llevaba un traje algo lustroso y la camisa túrbida de almidón.

Lo mimaban. Hasta se diría que estaba de moda. Pero ¿y ahora, con ese aspecto? Haré que los gatos crucen el río a nado, me dijo. Es algo que nadie ha visto.