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Trató de salir entonces al zaguán y ganar de una vez la puerta de calle. Los gatos, que parecían adivinar sus movimientos, abandonaron los papeles y le cerraron el paso. Adondequiera se desplazara, ellos llegaban antes. Preparó los músculos para saltar sobre la barrera de cuerpos y alcanzar la puerta de salida. Una vez más, se le adelantaron. Estaba con las piernas ya tensas para el envión cuando el más pequeño de los gatos apareció a sus espaldas y con un rápido zarpazo le desgarró el pantalón, al tiempo que otro gato, tuerto, le saltó a los ojos y le abrió una herida en el pómulo. Si querían podían causarle más daño. Pero se trataba, como siempre, de una demostración de fuerza. Así, maltrecho, Carmona ya no podía aparecer.

– ¿Le falta mucho, querido mío? -oyó preguntar a la señora Doncella. El tono era cada vez menos considerado.

– Váyanse sin mí -respondió él a través de la puerta. La voz le salía con temblores, como una película lluviosa-. Creí que me sentiría bien, pero no tengo fuerzas. Lo siento mucho.

– ¿Cómo se va a perder este viaje, Carmona? Quién sabe cuándo tendremos otra ocasión… ¡Estamos tan felices! Venga, anímese.

– De veras no puedo -los gatos le dedicaron una mirada implacable-. No se imagina cuánto me cuesta decir que no.

– ¿Quiere que llamemos al médico? -insistió la señora-. Alguna de nosotras puede sacrificarse y hacerle compañía.

– De ninguna manera. Todo irá bien. Acabo de llamar al médico.

Oyó arrancar a los jeeps y creyó que sentiría cómo se vaciaba su corazón. Creyó que su cuerpo se abriría como una cáscara y todo lo que él era se disolvería en el aire. La felicidad estaba lejos, y a su alrededor no había ya mundo. Sin embargo, nada le dolió. Lo que debía dolerle ahora le había dolido antes, muchas veces. Y, si se tenía lástima, nunca dejaría de doler.

El agua

Desde que convivía con ellos, encontraba placer en faenas que antes le hubieran parecido indignas: les limpiaba la bosta, lavaba los edredones donde dormían y les enrollaba los ovillos de lana que deshacían a propósito. Intuía sus nombres de sexo impreciso y cuando les hablaba se cuidaba muy bien de confundirlos: Altar, Belial, Rosario, Cármenes, Ángeles, Brepe, Sacramento.

Una tarde, al volver del periódico, los gatos estaban esperándolo en el baño. Carmona se desnudó, humedeció una esponja y se la pasó por el cuerpo. «Éste es el cuello», les dijo. Sentía cierto placer explicándoles cómo era el cuerpo, de qué estaba hecho. Ya no tenía tacto, y por lo tanto era como si hundiera los dedos en la nada. Pero cada parte del cuerpo exhalaba su propio olor, y el olfato de ellos, tan agudo, distinguía las fragancias.

«Ombligo», dijo.

Belial, el pequeño, lo amenazó con las uñas. Los otros sisearon y escupieron, imponiéndole sosiego. «Brazos, dientes», les enseñaba Carmona. Cuando la bañadera estuvo llena de agua tibia, se sumergió y comenzó a enjabonarse. Ellos lo atisbaban, con las orejas tiesas y los bigotes en guardia. Sólo la Brepe, desinteresada de la ceremonia, se lamía las tetas voluptuosamente. El terreno donde los gatos se deslizaban siempre estaba seco. ¿Y si no soportaran lo mojado?, pensó Carmona. ¿Si lo mojado fuera el infierno de ellos y, al mojarse, quedaran en evidencia? ¿Si no se dieran cuenta? Golpeó con las palmas la superficie del agua y los salpicó. Todos retrocedieron a la vez, lamiéndose. Era verdad, entonces: el agua los incomodaba. Carmona lo había leído en alguna parte, sin darle importancia: en el agua se les confundían los olores y quedaban ciegos, sordos, sin equilibrio, se convertían en suicidas, bajaban desesperados a los légamos en busca de la muerte. De esa debilidad convenía aprovecharse, ¿no? Carmona quería impedir que se dieran cuenta.

«Fue sin mala intención», dijo. «Siempre hago esto cuando me baño.»

Adelantándose poco a poco, la Brepe se introdujo en el área mojada, apoyó las patas en un extremo de la bañadera y examinó el cuerpo de Carmona con atención. Extrañada, vio que se estiraba el pellejo del pene y luego lo dejaba caer en la espuma: un guante mustio, que parecía pedir limosna.

La Brepe entornó el hocico y dejó afuera la lengua, sólo un instante. El baño quedó colmado de silencio. Carmona curvó el cuerpo hacia la gata con suavidad: el agua se le desprendía callada, como la cera de las velas. Le acercó el pene a la lengua. Ella olfateó el glande sin plumas, sin escamas, mondo, inútil para el placer. Qué solo está, qué desvestido. Ni siquiera en el ojo tiene luz. Quiso abrigarlo, esconderlo. Sintió misericordia. Y lo lamió.

Fue apenas un suspiro de la lengua. Pero bastó para que aquella esmirriada arboladura se agitara. «Pija», suspiró Carmona. La tribu se alborotó, curiosa. Ángeles y Cármenes, que lo hacían todo a dúo, se enroscaron al pie de la bañadera, lamiéndose una a la otra el punto donde estaban sus culitos de gata. Los demás se acercaron, esquivando las manchas de agua del piso. Una parte de la tribu avanzaba hacia Carmona; la Brepe y Belial, en cambio, retrocedían hacia el dormitorio.

Inesperadamente, Sacramento pegó un salto. Encrespó la cola y se encaramó sobre la bandeja de azulejos donde aún se alineaban las cremas y lociones de Madre. Y luego, contoneándose de manera provocativa, se paseó por los bordes de la bañadera.

Carmona se incorporó, con una elasticidad que sus músculos habían olvidado, y aferró a la gata por la nuca, como un ave de presa. Le frotó el cuello y el vientre con la esponja enjabonada, una y otra vez, hasta que el agua atravesó la tersa barrera de la pelambre y estalló sobre los nervios de la piel, disolviendo las capas de aceites naturales. Doblada en el aire, Sacramento vomitaba maullidos atroces. Pero Carmona no le dio tregua. Hundió a la gata en la espuma, hasta el fondo, y cuando sintió que el aire se le acababa, la sacó. Con las pezuñas, Sacramento trataba de afirmarse en la resbalosa porcelana de la bañadera y por un momento tuvo el pene a merced de su hocico, pero los tarascones se perdían en la blandura invencible del agua. Cuando vio que los ojos de la gata se enturbiaban, Carmona la arrojó al piso y él mismo salió del baño con rapidez.

Creyó que los gatos reaccionarían con ira: estaba preparado para eso. Quería que lo rasguñaran y lo hirieran, porque así debía ser la libertad con que ahora soñaba: tatuada por la mano de los amos. Pero ellos prefirieron retirarse al patio y desbandarse por los techos y desagües.

No bien se sintió solo, a Carmona se le vino encima el remordimiento. Aún estaba ofendido porque no lo habían dejado ir a las montañas amarillas y deseaba vengarse. Pero ¿cómo saber que la felicidad estaba de veras en las montañas? ¿Y si lo que allí descubría era la desgracia y los gatos sólo trataban de advertirle que donde Padre y Madre habían encontrado su principio él tal vez encontraría su fin? ¿Si tan sólo trataran de decirle: no te busques en un mundo que no es el tuyo?

Se sirvió un vaso de ginebra y sólo sintió el furor del líquido, su lenta evaporación en las arterias. A veces ya ni el alcohol puro le servía. Lo agriaba con unas gotas de limón, pero casi al instante la sed lo acosaba de nuevo. En las mañanas, con la ginebra, la voz fulguraba llena de pasión, y parecía que la inteligencia fuese a abrírsele como antes y a derramarse sobre las cosas, viéndolas tal como eran y no como él seguía deseando que fuesen. Pero duraba poco: no bien se retiraba el júbilo del alcohol, las cuerdas vocales se le convertían en llaga viva y se quedaba en la cama boca arriba, jadeando, para olvidar el dolor. Le dolía lo que hubiera querido ser, el tiempo que había perdido buscándose sin poder encontrarse. ¿A quién había buscado? ¿No se podía empezar a buscar otra vez, desde el comienzo? ¿Tener un minuto a solas con el otro que había dentro de uno y reclamarle: por qué no tomaste mi lugar, por qué no te llevaste la felicidad que yo perdía?