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La Brepe estaba velando sobre sus sufrimientos. De la cama de Madre saltó a sus piernas e irguió la cabeza para que él se la acariciara. Aunque no sentía nada en la yema de los dedos, una cierta claridad lo mojaba por dentro: como si hubiera sido noche durante mucho tiempo y ya no fuera más noche ni la noche quisiera compartir su perdición.

Días después encontró a Sacramento en un bar de las afueras, durmiendo sobre una palangana de cenizas. Tenía heridas infectadas en el lomo, y a través de las telarañas del pelaje asomaban parches de piel muerta. La abrigó con la bufanda y la llevó a la casa. Hizo un nido para ella en una de las canastas de costura de Madre y luego de consultar con el farmacéutico untó la llaga con polvo de sulfamidas. Todos los días, antes de salir rumbo al periódico, le dejaba sopas de pescado y un tazón de leche limpia. Pero cuando regresaba por la tarde la comida seguía intacta.

Sacramento pagaba con crueldad las devociones de Carmona. Volvía la cabeza hacia otro lado no bien el hombre trataba de acariciarla y, si por azar posaba su mirada en él, dejaba que los ojos siguieran de largo, como si el cuerpo del hombre no existiera.

Cuando arreció el calor y el río quedó cubierto por los bloques de azufre que se desprendían de las montañas, a Sacramento se le dio por desaparecer. No de una vez sino de a poco: el día se la iba llevando consigo. A la mañana parecía siempre a punto de morir. Los ojos se le apagaban, como cuando Carmona la había hundido en la bañadera. No cesaba de toser. Las flemas la ahogaban. Por la tarde, el cuerpo se le confundía con la penumbra y ni siquiera se movía cuando Carmona la tocaba. Él repetía su nombre, cada vez lo repetía con menos esperanza, hasta que ya no la sintió más y su cuerpecito fue como hebras de humo. Ninguno de los dos tenía tacto ni recuerdo de lo que el tacto había sido. El infortunio hubiera podido servirles para que se acompañaran, pero no les servía.

Un domingo lo visitaron las gemelas y lo ayudaron a poner los dormitorios en orden. Tendieron las camas, airearon las sábanas y cubrieron los sillones con fundas nuevas. No había modo de reparar las desgarraduras en las telas de raso ni de remendar los cubrecamas sin que se notara. Decidieron contratar tapiceros y cambiar el empapelado de los cuartos. Ya casi ni se podía entrar en la casa por el olor.

– Aunque estuviera postrada, Madre se las arreglaba para que hubiera un cierto orden -reclamaron las gemelas-. Pero vos te has dejado vencer por la desidia, Carmona. ¿Cómo podes vivir así? Todo se ha vuelto un asco.

– Son los gatas -trató de disculparse.

– Los animales solos no harían este desastre -insistieron ellas-. Es la ginebra.

Cuando quitaron el polvo del ropero, descubrieron que el vestido favorito de Madre, con el que ella causaba sensación en los saraos, estaba comido por las polillas. Era una falda plisada, de color salmón, con casaca de piedras y lentejuelas. La falda tenía dos manchas oscuras, como de grasa mezclada con sangre, y apestaba a orina de gato. Del sombrero que hacía juego con el vestido no quedaba sino un esqueleto de polvo, y en la rosa de tela que lo coronaba había un brote de pelusas grises.

Las gemelas dejaron el vestido sobre la cama, como si fuera un muerto, y pusieron el grito en el cielo.

– No hay razón para echar a perder así todos los recuerdos -dijo la mayor-. Lo más razonable es que vendamos la casa cuanto antes.

– A Carmona le quedará dinero de sobra para comprarse un ambiente. No necesita más.

– Podría vivir con alguna de nosotras, si quisiera.

– Por supuesto que sí, Carmona. Te haremos compañía y ya no tendrás necesidad de beber.

Al marcharse, dejaron el vestido de Madre extendido sobre la cama. Cuando pasó por él una mancha de sol, la humedad de la orina empezó a fermentar y las corrientes del olor salieron al aire libre. Carmona se acercó al vestido muchas veces y, como acariciarlo no le servía de nada, rastreó las fragancias que tal vez seguían entre los pliegues. Pese a lo que habían dicho las gemelas, en el vestido estaban intactos los recuerdos. Había tantos que Carmona no supo distinguir cuáles eran de Madre y cuáles habían sido puestos por los gatos.

Al caer la noche se tendió en la cama, junto al vestido, y pasó largo rato pensando. Un correteo de pezuñas y, en seguida, un maullido lastimero, le despejaron la melancolía. La lucidez volvió a él, y de pronto se le hizo claro ese lenguaje de sollozos altos y bajos que se parecían a su voz, cortado por una síncopa de toses y ronroneos. ¿Cómo no lo había entendido antes? Llamaban a Madre.

Tal vez estaban aprendiendo a ser Madre. Y él, entonces, ¿por qué no aprendía también? Cuando aprendiera, podría ser su propia madre, tener alguna vez la madre que nunca tuvo. ¿Y si al final de cuentas la felicidad fuera ser Madre, tarde o temprano? Era preciso espiarse por esa hendija.

Volvió al baño y se desvistió. Enjabonado de nuevo, se afeitó el vello de las piernas y del pecho. Dudó un momento ante el pubis: temía que lo atormentaran las picazones cuando las cerdas volvieran a crecer. Pero no las dejaría crecer. ¿De qué le servían?

Después de enjuagarse, se untó con los humectantes y los aceites de Madre para las arrugas, y estiró las pestañas con un toque de rímel. Luego se puso las medias de muselina con que ella disimulaba las várices, compuso con alfileres las costuras deshechas de la falda y cubrió con bandas de seda el armazón en ruinas del sombrero. Cuando se miró al espejo quedó azorado. No era la ropa de Madre lo que se había puesto, sino a ella misma. Ahora que soy vos podrías quererme, ¿eh Madre?

Caminó hacia el vestíbulo, temiendo a cada paso que se le desbarataran los hilvanes. Mientras avanzaba, encendía todas las luces y abría las puertas de todos los cuartos para que la presencia de Madre volviera a impregnar la casa. Cuando por fin se detuvo bajo la araña de caireles, donde la habían velado a Ella, se abrió la casaca e irguió el cuello, ansioso, remedándola, con la esperanza de atraer a los gatos.

«¿Sacramento?», llamó. «¿Hijitos míos? Ya no pasen más hambre. Vengan con Madre. ¿Por qué me han abandonado?»

Los oyó ronronear, lejos. En algún tejado sollozaban otros gatos. Rayaban el aire con gritos que parecían ser de amor. Sintió una llamarada de sed y bebió de la botella de ginebra que escondía en el aparador. No eran modales propios de Madre, pero los gatos se acostumbrarían.

El destello de una sombra cruzó el vestíbulo.

«¿Brepe? ¿Sos vos?»

«Apaga la luz, desvergonzada», oyó que respondían. Era el maullido de la Brepe y también era, no sabía por qué, la voz de Madre.

Obedeció. El vestíbulo quedó en penumbra. De los dormitorios brotaba un resplandor difuso, como el de bambalinas en el teatro.

«¿Vas a lamerte?», le preguntaron. Aunque no podía verlos, dos o tres gatos se deslizaban ya sobre los brazos de los sillones. ¡Si al menos supiera reconocerlos por el olor! Pero ahora también el olfato se le retiraba. Los ojillos rasgados temblaban en la oscuridad. Trató de lamerse las manos. De nada le servía: era como lamer el aire. Ellos se lamían, él se lavaba. En eso, Carmona no se parecía a Madre. A ella no le gustaba lavarse: sólo las partes púdicas; solía oírla batiendo el agua del bidé. Pero las astillas de la ducha le imponían terror. Más de una vez Madre había dicho: «Hay que tener cuidado con el agua. Cuando menos se piensa, le salen filos. Y si una se distrae, se llena de tajos».

«Yo no sé lamerme sola», dijo Carmona. «Preferiría bañarme con ustedes. Cuando estoy en el agua, los extraño.»

Llegó el resto de la tribu. Creyó ver a Sacramento en el zaguán: aún caminaba arrastrándose. Si te quedara olfato podrías saber cómo están cicatrizando esas heridas del lomo, Madre, podrías ponerle uno de tus bálsamos del otro mundo. ¿Si tuvieras olfato? A duras penas olías ya el relente de fango que flotaba en el aire: las ráfagas breves de raíces, de hierbas, de escarabajos ciegos.