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Iban y venían por el agua contrariando las leyes de gravedad, sin sumergir casi el cuerpo. Usaban la cola como timón, agitándola o enroscándola. Era tan certero su instinto de las corrientes que cuando los troncos se les venían encima, en vez de esquivarlos saltaban sobre las olas.

De la mitad del río regresaron a la orilla, y se lanzaron a nadar de nuevo. Parecían tan invulnerables a los remolinos de abajo como a los matorrales de arriba. Parecían invulnerables al frío, a la traición, al miedo y a todo lo que hace débiles a los hombres. Carmona tiritaba. Los golpes de viento lo distraían y debía esforzarse mucho para sortear los camalotes y las raíces que le salían al encuentro. De tanto en tanto, cuando le faltaba el aire, trataba de flotar en un punto quieto del río y descansar, pero el río, que se mostraba tan benévolo cuando se lo miraba desde la ribera, tenía unas entrañas implacables. Si no hubiera sido por los maullidos de la Brepe tal vez Carmona se habría perdido, abandonándose a la voluntad de la corriente. Pero ella no se movía de su lado y lo guiaba por las napas mansas, en cuyo fondo había piedras redondas y retículas de ramas quebradizas a las que podría aferrarse si flaqueaba.

Se tendieron por fin en la playa de fango, sintiendo el peso de la oscuridad. Era un peso tibio, ligero, que ayudaba a vivir. Carmona deseaba acercarse a la Brepe y abrazarla, necesitaba poner en ella la ternura que nunca había podido dejar en ninguna parte. La atrajo hacia su pecho. La Brepe lo dejó hacer, pero su cuerpo seguía tan lejano, tan indiferente, que el abrazo del hombre pareció ridículo, fuera de lugar, como si se lo hubiera dado a una esposa que lo despreciaba.

La quermés

Nada deseaba Carmona tanto como impresionar a las damas de los ingenios con su acto para la quermés. No podía pensar en otra cosa. Cada dos por tres faltaba al periódico, pretextando ataques de hígado y fiebres repentinas. Si por azar encontraba a la esposa de su jefe en la avenida de las palmeras, ni siquiera intentaba disculparse.

Todas las tardes llevaba a los gatos al campo de fango para acostumbrarlos a las mudanzas de la corriente y a las trampas de la vegetación. Como no quería poner otra vez en evidencia la fragilidad de su propio cuerpo, permanecía de pie sobre la roca, observándolos. Los gatos eran diestros y elegantes como los cardúmenes y, a diferencia de ellos, no se dejaban sorprender por los cambios de dirección de los corredores subterráneos ni por la voracidad súbita de los remolinos. Parecía que el agua les hablase.

Carmona había pensado en cada detalle del acto y lo había ensayado cientos de veces. Se presentaría a la quermés con un pantalón blanco de lino, una camisa de seda cruda y un sombrero de paja orlado por cintas de medio luto. Llevaría los gatos en un canasto de mimbre, afelpado en la base, y no permitiría que nadie los viera hasta el momento de lanzarlos a la corriente. Los iría soltando de a uno en la orilla: primero la Brepe, en su papel de guía.

Dudaba si colgarle o no del cuello una campanita de metal, pero en los ensayos había descubierto que los animales se orientaban mejor con la brújula de los bigotes. Detrás de la Brepe lanzaría a Belial, el pequeño, que reconocía desde lejos los troncos de color fango y era rápido para nadar hacia los compañeros rezagados previniéndolos del peligro. Sacramento sería la última, por si prefería desistir en mitad de la prueba. Era la más perezosa y seguía tratando a Carmona con recelo: lo seducía de a ratos y a veces se le eclipsaba en los albañales, de donde volvía siempre rasgada por el feroz acoso de los machos.

Al fin de cada jornada, el hombre los aguardaba en la orilla con un toallón y les secaba el vientre y las pezuñas con delicadeza maternal. Luego cortaba cubos de carne cruda, más blanda y jugosa cuanto más se acercaba el día de la quermés, dándoles de comer con la mano mientras les acariciaba el lomo, solitario en su amor y resignado a que nadie ya nunca se lo correspondiera. El tiempo era cálido y doloroso, como si hubiera en el aire hierros candentes, y la noche estaba llena de una luz propia que quién sabe de dónde le vendría.

No bien dejaban el campo de fango, los gatos se esfumaban, atraídos por las ratoneras y por los combates en los techos. Sólo la Brepe no perdía de vista a Carmona. Dormían juntos: él de espaldas y la gata montada sobre los bronces de la cama, con el lomo arqueado, atenta siempre a lo que el hombre soñara. En la oscuridad solían entrar voces venidas de otra parte, que repetían más o menos lo mismo, amo la mano del ama o algo así. Era como si volviera la música de Madre: los trinos de la Reina de la Noche. La Brepe dejaba que las voces se quedaran un rato a descansar y luego las alejaba con la cola.

Carmona había cambiado por completo su manera de ver a los gatos y deseaba con ardor que a las damas de los ingenios les sucediera lo mismo. En los últimos meses de la enfermedad de Madre, ellas habían dejado de visitarla, por repulsión a los animales. No soportaban que revolotearan sobre la cama de la moribunda y se le enroscaran en el cuello, ni resistían el tufo que estaba cubriendo todo: la fuerza del olor que hinchaba las maderas y percudía las paredes. Al principio, él y las gemelas habían dado la razón a las damas. Madre no tenía derecho a morir así. ¡Cuan equivocados estaban! Madre tenía que morir así. Si no hubiera sido por los gatos, Madre no habría descubierto el amor sin objeto, a secas, el amor que no sabe quién está del otro lado.

Por una de esas extravagancias del azar, la fecha fijada para la quermés coincidió con el primer aniversario de la muerte de Madre. Si en algún momento las gemelas temieron que las damas de los ingenios lo hubieran urdido a propósito, como un desaire, se tranquilizaron al enterarse de que todas asistirían a la misa de funerales.

No querían que Carmona las acompañara. Con extremo tino lo convencieron de que, en vez de ir a la iglesia, llevara flores al cementerio. En las últimas semanas tenía un aspecto tan descuidado que las avergonzaba. Ya casi no le quedaban sentidos, ni quería tampoco que los médicos lo cuidaran. Quién sabe, además, si hubiesen acertado con lo que pasaba. Las gemelas habían oído hablar de gente sin olfato y con el gusto yerto; o con la lengua daltónica, eso decían. Pero no sabían de nadie que hubiera perdido el tacto. Cuando preguntaban qué mal podía ser ése, les contestaban: es la antesala de la muerte. Eso temían: que una muerte, la de Madre, arrastrara la otra.

Si algo seguía íntegro en él era el pudor social. No se dejaba ver por nadie cuando bebía (yo fui, creo, el único que lo vio) y le daba vergüenza estar sucio, aunque no hiciera gran cosa para remediarlo. Al despertar la mañana de la quermés, se afeitó los lamparones de barba que le deformaban la cara y, como desde la última natación en el río no soportaba el baño, se lavó por partes con una esponja.

Su acto estaba previsto para la caída de la tarde, cuando terminaran los juegos con tómbolas y el concierto de valses vieneses. No se conformaría con elogios tibios, de circunstancias. Aspiraba a una ovación, como las de sus recitales. Cuando cantaba, nunca entendía muy bien para quién eran los aplausos: ¿para Haendel o para la voz? Haendel los merecía sin duda más que la voz, porque los madrigales y las arias de Haendel seguirían existiendo con independencia de la garganta que los cantara. E imaginaba ahora que los aplausos cosechados por la voz caerían, en la eternidad, sobre el regazo de Haendel. Pero en el número de los gatos no aceptaría ningún malentendido. Si alguna gloria deparaba, debía ser para ellos.

Poco después del almuerzo fue a buscarlos al dormitorio de Madre, donde los había encerrado para salvaguardarlos de las inevitables peleas en los techos. Aún temía que después de tantos preparativos los gatos desaparecieran, dejándose llevar por su humor tornadizo. Y no podía esta vez arriesgarse a un papelón semejante. Debió haberlo previsto: ellos no estaban. Sólo la Brepe seguía tendida en la cama, esperándolo con indiferencia.