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Faltaba poco para que cerraran el cementerio y salió de prisa, angustiado. Antes de entrar compró un ramo de crisantemos y avanzó por la avenida de cipreses pensando con disgusto que debería rezar una oración y no quería acordarse de ninguna. La Brepe trotaba a sus espaldas, meneando el rabo.

Guarecidos del sol bajo los aleros de las tumbas, los guardianes lanzaban chistidos de sorna al paso de la inverosímil pareja, que era como una no tumba ambulante: el hombre vestido de blanco, con un ridículo sombrero de paja en la mano, y la gata coronada por un moño rígido y también blanco, dándose aires de reina.

Desde la muerte de Madre, Carmona no había vuelto a visitar la tumba. El ataúd de Padre estaba en el nicho de arriba y el de Madre en el hueco de un pequeño altar; los custodiaban candelabros con velas de artificio y un cuadro de vidrio cóncavo con reliquias de mártires. Los domingos solían ir las gemelas con sus maridos a rezar el rosario. Dejaban una corona de dalias y se marchaban. Nunca habían aceptado que se airease el lugar. «No es necesario», decían. «Hay tantos muertos en el mundo que si los ventilaran a todos no quedaría oxígeno para los vivos.»

Entre las placas de mármol y granito de la construcción habían crecido plantas de ortigas que comenzaban a florecer; el candado que unía la tapa corrediza de la tumba con una doble puerta de vidrio era una tripa de óxido maltrecha. Carmona lo abrió fácilmente: despegó las escamaduras de la puerta y empujó la tapa. El ventarrón que brotó de la fosa lo hizo retroceder. Era como la furia física de un olor musculoso que quién sabe desde cuándo forcejeaba para huir. La Brepe aspiraba el veneno con deleite: tenía los bigotes erizados y se relamía el hocico.

Allí estaban los otros seis gatos de la tribu: maullándole a coro desde aquel caldo de tinieblas, como si ya supieran que él llegaría tarde o temprano a buscarlos y dando por sentado que ése era el lugar al que todos ellos pertenecían. Entre los ataúdes deslustrados, bajo las fotografías de Padre y Madre, habían tejido un nido funerario: con restos de flores, lazos de coronas y cubrecajones arrebatados a otros nichos. Alcanzó a ver a Cármenes y Ángeles rayando con las pezuñas la cruz tallada en el ataúd de Madre, a Sacramento frotándose las ancas en uno de los candelabros y a Belial desbaratando el cadáver de un pájaro podrido.

Retrocedió, pensando que había entrado en un sueño equivocado y que debía salir cuanto antes. Arrojó los crisantemos en el foso de la tumba y echó a correr. Los gatos fueron más rápidos. Esperaron a Carmona junto a la entrada del cementerio, maullándole por la tardanza. Todos tenían los ojos entrecerrados, como Madre cuando la contrariaban.

Llegó a la quermés poco después de las cinco. Las señoras habían tendido mesas de picnic bajo los toldos, pero todos comían de pie, junto a las tómbolas, esquivando las ráfagas de moscas. Una orquesta de ancianos tocaba rumbas. El sol los castigaba tanto que se alternaban para secarse el sudor sin interrumpir la música. Sentadas sobre el cerco de madera, con las piernas colgando sobre los charcos, algunas mujeres golondrina observaban la fiesta como si fuera la foto de una ciudad extraña. A su vera pasaban las fuentes de pasteles y los braseros de achuras. Los miraban con tanto deseo que les cambiaban el gusto y a la gente le molestaba comerlos.

Todos los oficiales de la guarnición habían acudido a la quermés de punta en blanco, vistiendo uniformes de gala y fajas con los colores patrios. La señora Doncella sintió varias veces la tentación de ordenar que expulsaran a los mendigos. Veinte miradas suplicantes bastaban para estropear la elegancia de la reunión. Pero debió reprimirse y sonreír, ya que sin los golondrina las fiestas de caridad perdían su razón de ser.

Carmona caminaba desorientado. Tal vez fuera la abstinencia de alcohol. Llevaba horas sin probar una gota, y ahora tenía sed: como si su garganta fuera de arena. Tanteó la petaca de ginebra que llevaba en el pantalón, pero no se animaba a beber delante de todo el mundo. La melodía de las rumbas sonaba cada vez más amortiguada. Tal vez la orquesta estuviera yéndose a otra parte. Los labios de las personas se movían con animación pero las voces le llegaban a duras penas. ¿Acaso el oído también estaría abandonándolo? Divisó a las gemelas en un kiosco apartado, chismorreando con una gorda enjoyada a la que nunca había visto. Casi todos los invitados eran desconocidos, y por la pesadez de los bigotes, los tatuajes de las manos y los desmesurados pechos de las mujeres se dio cuenta de que eran los turcos llenos de dinero de los que tanto hablaba la gente.

Encontró a la señora Doncella en uno de los kioscos, rematando una vajilla de loza. Las tómbolas llegaban a su fin y los violinistas de los valses vieneses se habían retrasado. El número de los gatos sería el siguiente.

– Querido, estábamos pendientes de usted. Qué elegante ha venido, qué bien le sienta el blanco. Ahora me admitirá que necesitaba salir, ¿no?, darse con la gente, tomar un poco de aire -husmeó en el canasto de mimbre que Carmona sostenía con esfuerzo-. ¿Éstos son sus pequeños fenómenos? Estoy ansiosa por presentarlos.

– Cuanto antes, mejor -dijo él-. Me parece que el zumbido de las moscas ya les ha puesto los nervios de punta.

– ¿Son machos o hembras?

– De ambos sexos -aclaró Carmona.

– ¿Ambos?

– Sí. Eso quiere decir lo que quiere decir.

Cuando no entendía bien el significado de las cosas, la señora Doncella las dejaba pasar. Con un par de palmadas detuvo la música y subió al escenario con Carmona. Del canasto brotó un coro de maullidos lastimeros. Uno de los turcos protestó:

– ¡A mí no me anotan en ninguna rifa de gatos!

– Queridos amigos -se desentendió la señora-, éste es un número sorpresa que debemos al espíritu caritativo de nuestro magnífico cantante Carmona. Uno de sus gatos, llamado…

Se volvió hacia Carmona. Él sonreía, con la mirada en ninguna parte. La sonrisa había estado aleteando largo rato cerca de su cara, y ahora que por fin se le posaba allí no tenía la menor intención de marcharse. La señora lo codeó.

– ¿Cómo se llama el gato? -preguntó con voz imperiosa.

– Brepe -dijo Carmona.

– Un gato prodigioso llamado Brepe…

– La Brepe -corrigió.

– … guiará a sus seis hermanitos por el río, cruzándolo hasta la otra orilla y regresando aquí, a la quermés. Hemos visto caballos, perros, ovejas y hasta cerdos nadando en nuestro río. Nunca gatos. Es una extraordinaria proeza de domesticación, que debemos agradecer a Carmona. Vamos a premiar esto, ¿eh?

La gente aplaudió con desgano. Hubo algunos murmullos de fastidio. Unas pocas señoras desenfundaron sus largavistas. Desde lejos, las gemelas soplaron hacia el escenario un beso de buena suerte. Carmona tomó el micrófono, resuelto:

– No quiero aplausos para mí sino para los gatos -dijo. La voz se buscaba a sí misma en la garganta y no podía encontrarse. La oía a lo lejos como una canción de mujer. Si separaba los sonidos, aparecían timbres que le recordaban a los de Madre. Era una voz que a cada momento se le volvía más ajena-. ¿Cuántos de ustedes serían capaces de ir hasta la otra orilla y volver sin dejarse llevar por la corriente? Me parece que no muchos… Mis gatos van a intentarlo… Hemos estado juntos en el cementerio visitando a Madre y me han pedido que dediquemos este número a su memoria… Como ustedes saben, hoy es el primer aniversario de su muerte…

La señora Doncella frunció los labios, impaciente, y le quitó el micrófono.

– Muchas gracias, querido -aplaudió.

– Ellos quieren dedicárselo a Madre -insistió Carmona-. Van a rendirle un homenaje a su manera.

Los turcos estallaron en carcajadas, creyendo que Carmona imitaba la voz de soprano de la señora Doncella. Las damas que alentaban a sus hijas para que se casaran con ellos disimularon la vergüenza ocultando las caras detrás de grandes abanicos.