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La señora Ikeda se incomodó: «No son los altavoces. Es el niño. Tiene esa voz desde que nació. Mi marido está pensando en castrarlo para que no la pierda».

«¿Cómo van a hacer eso?», se horrorizó Madre.

«Es por su bien», explicó el señor Ikeda. «Habría que castrarlo ahora, cuando todavía no se da cuenta. Si crece y cambia la voz, ya no tendrá remedio.»

Padre estaba encantado: «¿Quieren que lo haga yo?», preguntó. «En los niños de meses no duele nada. Lo sé por experiencia. He castrado a muchos potrillos.»

Madre le clavó los ojos con indignación: «Si querés volver a verme no castres a nadie más».

«No lo haré», prometió Padre. «Te juro que nunca más lo haré.»

A Madre la desencantó que cediera tan rápido. Aunque estaba segura de que tarde o temprano llegaría a dominarlo, deseaba que él se resistiera un poco más.

Como ya todos habían perdido las ganas de seguir viendo la película, recogieron el proyector y caminaron hacia la casa. Habían acordado que Madre y la nodriza dormirían en el granero, y que los hombres se tenderían a la intemperie. Pero no hizo falta, porque cuando estaban a mitad de camino, el sol les evitó las lentitudes del amanecer y se situó de una vez en lo alto del cielo. ¿Era domingo aún, o había llegado el lunes? Mientras atravesaban el súbito filo de la claridad, la señora Ikeda necesitó acomodarse los pechos y confió su hijito a Madre. Ella preparó los brazos para recibir un peso tan prodigioso como la voz, y se sorprendió al sentir que el niño era puro aire o sonido: pesaba menos que una costumbre. «Quisiera tener un hijo mío igual a éste», pensó Madre en voz alta. Y de inmediato se arrepintió: «Para qué lo habré dicho. Basta que uno cuente un deseo para que la realidad haga las cosas al revés». La señora Ikeda le acarició la cabeza: «Eso no depende de la realidad sino del deseo».

Regresaron por las mismas veredas de piedra, pero los lugares ya no se parecían al recuerdo que conservaban de ellos. En el antiguo curso del río se alzaba ahora un columnario de hormigueros. Lo que volvieron a oír fue el lamento de un gato.

Sucedió así: Madre y la nodriza marchaban a los saltitos por el piso candente, esquivando el borbollón de las hormigas. Padre, adelante, llevaba un parasol. En ese punto del camino sonó un maullido larguísimo, que no bien se agotaba en un eco ya estaba empezando en otro. Madre se estremeció y sintió la tentación de volver atrás.

«Ahora sí lo han oído, ¿verdad? Ya me había dicho la señora Ikeda: es natural que aquí haya gatos.»

Sobrevino un silencio interminable. A Padre se le apagó la sonrisa. «No pudo ser un gato», dijo. «Es el niño, que canta.»

Madre perdió la paciencia y no quiso tomarlo del brazo. Creo que nunca volvió a tomarlo del brazo, salvo cuando se casó.

Los gatos

Al volver del entierro, las gemelas rezaron un rosario y se marcharon con sus maridos, dejando a Carmona por primera vez solo en la casa. ¿Qué hacer? Todo estaba tan vacío. Los gatos se habían esfumado. Carmona estuvo esperándolos un largo rato en la penumbra mojada de orina y, cuando se dio cuenta de que no volverían, intentó atraerlos cantando una escala detrás de otra. Si cualquiera de ellos se presentaba, Carmona le quebraría la cola. Pero los gatos ya lo sabían.

Padre le había enseñado a temer a los gatos; tenían una inteligencia sobrehumana, vivían en perpetuo estado de goce sin preocuparse por el goce de los demás, y cuando los hombres dormían les devoraban los testículos. «Gánales de mano. Cástralos o no te los sacarás de encima», le decía. Más de una vez, Carmona los había tenido a su merced, navaja en mano, y no se había animado. En cambio Padre solía atraerlos con facilidad hasta el piletón del fondo de la casa y allí los segaba con una hoja de afeitar, apretándoles el buche para que no maullasen. «Castrados mean con menos olor», explicaba Padre. «Si no hubiera gente compasiva que los castra, el mundo entero estaría oliendo a orina de gato.»

Después del rosario, el olor avanzó con fuerza por la casa. Carmona preparó una solución de acaroína y lavó las penumbras mojadas de la sala, pero el olor era tenaz y no se dejaba vencer fácilmente. Donde más fuerte castigaba era junto al cuadro favorito de Madre. Carmona empezó a descolgarlo, y el olor aumentó. En la pintura, Jesús salía de una crisálida de luz, cenicienta la piel, apenas cubierto por un sudario, y abría los brazos a un tropel de niños con el pelo en tirabuzón. Sobre los hombros de Jesús trepaban algunos gatos malévolos: amarillos, rayados y grises, como los que solían andar detrás de la Brepe. Era un cuadro profano, qué duda había. Y aunque Madre era una mujer muy devota, pasaba horas frente a él, hablándole en voz baja.

De un modo u otro, los gatos habían figurado siempre en las historias piadosas con las que Madre entretenía a los niños. Uno de los libros que solía leer contaba que Gato era el nombre elegido por Dios para designar a Cristo y resistir los avances del Demonio. Tokio había consagrado a Gato un templo de tablones dispuestos en forma de cruces y de campanas. En Marruecos, algunos islámicos devotos cenaban una vez al año lonjas fritas de gato fingiendo que eran briznas desprendidas del cuerpo de Dios. Cerca de PortSaid, donde el culto a Bastet -la diosa con cabeza de gato- se extinguió cien años antes de la crucifixión, los ingleses encontraron a mediados del siglo XIX un templo minúsculo y portátil, movido por los azares de las dunas, en el que unos pocos eunucos adolescentes se turnaban para adorar, día y noche, los sarcófagos de cien gatos momificados. La Iglesia puso fin a las profanaciones e invirtió la divinidad del gato: en vez de príncipes del paraíso los volvió sirvientes del infierno. Un gato quemó a San Agustín con su aliento de sulfuro; otro se deslizó por la noche en la celda de la universidad de Nápoles donde dormía Tomás de Aquino y borró con la cola el capítulo de la Summa Teológica donde el maestro esclarecía por fin el largo enigma sobre el tamaño del miembro de los ángeles. Algunos siglos después, los inquisidores vengaron a los padres de la Iglesia quemando miles de gatos en hogueras sacramentales que los consumían lentamente.

A mediados del siglo XIV, en Metz, una pareja luciferina, encarnada en dos enormes gatos negros, desató la peste bubónica. Los exorcistas consiguieron atraparlos cuando huían de la ciudad y los sometieron a tormento durante noches incansables para que admitieran su culpa. Los gatos maullaron oscuras súplicas pero se negaron a confesar. Arrebatado por la ira, el obispo de Metz terminó estrangulándolos con sus propias manos, pero a los pocos días él mismo se infectó de bubas y murió. Desde entonces se lo venera como mártir.

Madre contaba las historias con voz monótona, tratando de que los gatos aparecieran siempre como inocentes criaturas de Dios que sufrían el fuego cruzado de los idólatras orientales y de los cristianos supersticiosos. «Pobrecitos», decía. «La ignorancia ha convertido a los gatos en los judíos del reino animal. Cada vez que hay una desgracia, les echan la culpa.»

Debajo del cuadro favorito de Madre el olor se volvía insoportable. En alguna parte Carmona había leído que, cuando era inmune a la acaroína, se lo podía disipar con vinagre incoloro. No había vinagre en casa, y el tufo lo asfixiaba. ¿Cómo dejar la limpieza para el día siguiente? Ni pensarlo. Las oleadas de olor levantaban espuma y entraban en los dormitorios. Abrumado, se inclinó sobre el cuadro y rozó con los labios la frente del cadavérico Jesús. De inmediato, sintió punzadas en la lengua y el olor se retiró. Volvió a besar el cuadro, con más resolución, y en cada poro del sentido del gusto entró algo que parecía una membrana o una espina: nada que diera dolor sino, apenas, la sensación de haber pasado por un momento a otra parte, lejos de este mundo.

La serenidad lo invadió. Como todas las noches, fue a darse un baño de agua tibia antes de meterse en la cama. Ya estaba desvestido cuando los gatos aparecieron otra vez, espiándolo por las rendijas de la puerta. Carmona abrió el chorro de agua caliente para intimidarlos con el vapor. Sin sacarle los ojos de encima, los gatos retrocedieron hasta el dormitorio y allí empezaron a lamerse unos a otros. Carmona sintió pudor. Nadie lo había mirado antes con tal descaro, lamiendo una piel ajena. Llevado por la fascinación los imitó: se lamió los brazos. Su lengua estaba áspera, como papel de lija. Los brazos no tenían gusto a nada, ni siquiera a jabón. Todos los sabores se le habían evaporado. Así como los ciegos ven sólo la luz amarilla, Carmona no distinguía sino lo agrio. Un filtro iba colando los otros sabores de las cosas y, sin embargo, lamerse los brazos le producía una forma nueva de gozo: como si muchos gozos que a nadie pertenecían desearan quedarse con él.