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La impresión fue imborrable. Durante el resto del embarazo no cesó de soñar con el lunar. Soñó con él de tantas maneras que cuando lo vio en las espaldas de las gemelas advirtió que el sueño, con su insistencia, había terminado por abrir las puertas de la realidad.

Cada vez que Padre exhibía los lunares de las gemelas, Carmona tenía miedo de que le pasara lo mismo. Tarde o temprano me tocará el turno a mí, decía. Parado frente al vestidor de Madre, examinaba su cuerpo en busca de alguna imperfección escondida. ¿Un dedo atrofiado en el ombligo: a ver? ¿Pelos en la planta de los pies? ¿El tatuaje de una letra en la espalda? Las criadas confirmaban sus temores: Ya te llegará el día a vos también. Y él se dormía pensando que era verdad: cuando despertara habría llegado el día.

Llegaron otras cosas. En lo peor del verano -que era siempre atroz en la provincia: una larga llaga- se mudaron a la casa de al lado unos árabes estrepitosos llamados Al Amein o Alamino. Como la pared que separaba los dos patios era muy baja, las voces circulaban libremente. Madre se sentía tan humillada por la vecindad de los árabes que cuando llegaban visitas pasaba la mayor parte del tiempo disculpándose por vivir donde vivía. A Padre, en cambio, la jerga incomprensible que se filtraba desde el otro lado le servía de pretexto para no hablar. «Oigan eso, qué descaro», comentaba, y se quedaba largo rato meneando la cabeza. Así los lunares de las gemelas fueron pasando a segundo plano y cuando reaparecían los silencios, Padre callaba en paz.

Hacía ya tiempo que Madre buscaba la felicidad, pero cada vez que la sentía en la punta de los dedos, a la felicidad se le presentaban otros compromisos. Los Alamino, en cambio, no buscaban nada. Vivir felices era para ellos una manera de ser como cualquier otra.

Al poco tiempo de la mudanza, y sin razón alguna, se convirtieron en una fatalidad insoportable para Madre. Aunque ella nunca lo dijo, yo sé que les deseaba la muerte. Tenían la costumbre de lavarse dos veces por día, antes del almuerzo y a la caída de la tarde. Hundían la cara y los brazos en jofainas de porcelana y se frotaban las piernas con arena, obedeciendo al Profeta. De rodillas, con las manos tendidas hacia los páramos del oriente y la frente clavada en los humores del piso, cantaban a Dios una letanía que Padre remedaba cuando había visitas: la ilajá ilá laj. Para colmo, los hombres andaban desnudos por el patio y besaban a sus mujeres delante de todo el mundo, estallando cada dos por tres en carcajadas que a Madre le sonaban obscenas. El dinero no parecía importarles, como si les lloviera del cielo. «Han de ser contrabandistas», suponía Padre. «De otra manera, tanta alegría no tiene explicación.» Por si fuera poco, alimentaban a montones de gatos. Durante los rezos, los gatos se les trepaban a las espaldas y maullaban, ellos también con los hocicos vueltos hacia los páramos.

La hija mayor de los Alamino, con un lunar redondo y abultado en mitad de la garganta, estaba a punto de casarse. Lo primero que hacía el novio por las noches, cuando la visitaba, era quitarle el echarpe y lamer el lunar apasionadamente. «¿Vieron que es bueno tener lunares?», explicaba la señora Alamino a las gemelas cuando empezaron a contarle sus desconsuelos. «Si no fuera por la tentación de besar el lunar de Leticia, el novio no la querría tanto.»

Hay unas cuantas historias que he olvidado contar, y aunque no formen parte de mí, sin ellas yo no sería quien soy. Un hombre, al fin de cuentas, sólo es lo que olvida. Olvidé contar que las gemelas aprovechaban las distracciones de Madre para escapar a la casa de los Alamino y, sentándose a los pies de Leticia, la ayudaban a doblar el interminable ruedo de su vestido de novia. En unas pocas semanas aprendieron a distinguir una tela de otra (sólo las de verano, porque el invierno duraba menos de un mes en la provincia, y con frecuencia ni siquiera eso: simplemente pasaba de largo; nadie, por lo tanto, usaba lanillas, tartanes ni casimires) y se aficionaron a probar vestidos ajenos: los preferían con volados y lazos.

Cuando cumplieron seis años, en febrero, la señora Alamino les envió un espléndido ajuar de bailarinas andaluzas. El empleado de la tienda lo entregó a última hora de un sábado, mientras Madre recibía a las visitas y Padre, en el fondo, disfrutaba toqueteando a las sirvientas. Les pasaba las manos por las piernas y luego se olía la punta de los dedos: sólo eso. El fuerte perfume hacía que los sentidos se le pusieran de pie.

Aunque las cajas de los regalos no traían sino una simple nota sin firma, Madre adivinó la letra de la señora Alamino a la primera ojeada. Esperó que las visitas se fueran y entró en el cuarto de las gemelas, temblando de cólera. Las niñas se probaban los vestidos ante el espejo. Padre las ayudaba a que se ciñeran los corpiños y a que los amplios volados, sujetos aún con alfileres, se desplegaran hasta el piso. Les había pintado los labios y las mejillas con un toque de bermellón. Que Padre hubiese abierto la caja sin tomar en cuenta lo que Madre sentía era más de lo que ella podía soportar. Las aletas de la nariz le latían de furia. Unos lamparones verdosos le brotaban bajo los lagrimales y se propagaban hacia las aletas, dilatándolas.

Esa tarde Madre llevaba un largo vestido abotonado, con refuerzos de presillas y lazos, lo que acentuaba su aspecto de abadesa. Ordenó a las gemelas que se desvistieran y, sumida en un silencio temible, empezó a meter los vestidos en las cajas. Tomó la nota de la señora Alamino y escribió en el reverso: «No queremos nada de usted». Leyó las palabras en voz alta, subrayando las sílabas.

– Vayan a devolver este regalo -dijo sin mirar a Padre-. Vayan ahora mismo.

Las niñas se echaron a llorar. Los vestidos eran de esas gasas aéreas que nunca terminan de posarse sobre la piel. Durante la tarde, mientras el sol aún caía sobre las ventanas, los habían admirado a trasluz, gozando con las manchas rojas que la falda les dibujaba sobre la cara. Da gusto verlas tan felices, había pensado Padre. No creo que Madre tome a mal el regalo. El paquete ha venido directamente de la tienda y los Alamino ni siquiera lo han tocado. Pero Madre se mostró inflexible:

– Obedézcanme y devuelvan esos trapos ya mismo -dijo.

Padre insistió:

– El regalo es anónimo. Podemos fingir que lo hemos comprado nosotros. No estamos obligados a mostrarnos corteses.

Razonar no entraba, sin embargo, en la lógica de Madre. Para ella no había otra lógica que la de su deseo. Volvió su enojo contra Padre y le reprochó que la contradijera delante de las niñas. Un reproche la llevaba a otro, que nada tenía que ver con el anterior. Le echó en cara sus modales campesinos, sus errores de ortografía, las manchas de grasa en la ropa. Le recriminó el aislamiento en que vivían: lejos de las familias distinguidas, de los paseos en bote por el río, de las procesiones de Corpus Christi y de las bendiciones del arzobispo. Padre la dejó desahogarse, y cuando ella se interrumpió para suspirar le dijo:

– Ahora te callas. Cuando una mujer le habla a su marido de esa manera es porque le ha perdido el respeto.

– ¡Vaya la novedad! -respondió Madre como un latigazo-. Hace ya mucho que te lo he perdido.

Padre la tomó por el brazo, tratando de llevársela al cuarto matrimonial. Pero ella se zafó con agilidad y saltó sobre las camas. Todo sucedió muy rápido. Las gemelas contemplaban la escena con sus grandes ojos inmóviles, como si no estuvieran allí. Parecían esas terribles fotografías de Diane Arbus. Madre arrancó el primer botón de su vestido y tiró hacia abajo con tanta fuerza que los demás botones saltaron, descuajados de las costuras. Volaron las presillas y se trizaron los lazos. Y a medida que los jirones de tela se desprendían, no cesaba de balbucear: «¿Con quién me he casado, por Dios? ¿Con quién he tenido la desgracia de casarme?». Se le veía la piel tensa y blanca de las caderas, como dibujada en mármol. Otra mujer hubiera llorado y suplicado, pero ella jamás: no era de las que se dejan vencer. Ya se había roto los vestidos otras veces, y así obligaba a Padre a que le comprara unos nuevos.