Nada era entonces tan incomprensible para mí como los sentimientos de los adultos. Para Madre, la felicidad eran los gatos, pero Padre no le permitía tener ninguno y ella aceptaba que fuera así. Tarde o temprano la felicidad le llegaría de arriba, sin que debiese dar nada a cambio, como si fuera un don del cielo antes que un don del ser. Lo único que hacía feliz a Padre, en cambio, era la felicidad de Madre. Hubiera sido capaz de concederle cualquier cosa, menos que tuviera gatos. A mí me costaba entender que siguieran viviendo juntos cuando no eran capaces de darse el uno al otro la poca felicidad que necesitaban. Madre solía decir: «Yo no soy esclava del placer de nadie. No tengo amo».
¿Qué creería ella que era tener un amo? En principio, un amo es algo femenino. La fuente original de la palabra es ama: la que alimenta. Madre suena igual que Ama en hebreo, en sueco, en gaélico, en griego, en vasco, en castellano. Es como si gargantas muy diferentes se dejaran caer, en ese punto, por un plano inclinado. La densidad de esas dos palabras, Amo y Madre, arrastraba con una terrible y simultánea fuerza de gravedad a las gargantas que las pronunciaban.
Poco después del cumpleaños de las gemelas, Padre se plegó a la campaña de Madre contra los vecinos árabes, pero no estoy seguro de que también los odiara. Cuando él odiaba de veras a las personas lo hacía con disimulo. No tenía carácter para arriesgar una pasión que los demás le podían devolver. Si odiaba a los gatos, era porque no esperaba de ellos ninguna respuesta.
Cierta noche de abril, cuando los vecinos estaban rezando sus plegarias islámicas, las gatas sucumbieron a un repentino acceso de celo y comenzaron a plañir. El lamento se volvió tan penetrante que no sabíamos si venía de fuera o de adentro de nuestras cabezas. Padre se paró en medio del patio y a través de la tapia gritó, a pleno pulmón: «¡Hagan callar a esos demonios, turcos de mierda!». Los maullidos se apagaron en el acto y las oraciones cesaron, pero Padre ya no pudo sosegarse. Preparó unas albóndigas de vidrio molido, las arrojó por encima de la tapia, y se dispuso a pasar la noche velando la agonía de los gatos. Fue un fracaso. Los animales no tocaron las albóndigas, y a la mañana siguiente los Alamino las recogieron con una palita y las tiraron por el inodoro.
Lo que Padre quería era duplicar la altura de la pared medianera, pero no podía violar los planos municipales, ni siquiera sobornando a los inspectores, porque arriesgaba su licencia como calculista de materiales. Tuvo que conformarse con sembrar de vidrios rotos la cresta de la tapia y rellenar las esquinas con alambre de púa. Aun esas defensas resultaron insuficientes. Los gatos se ingeniaban para saltar de un patio a otro en medio de la noche, y rondaban codiciosamente las jaulas donde Padre criaba unos zorzales muy raros, de pico azul y pecho moteado, que silbaban un solo trino largo al amanecer y luego callaban durante todo el día.
Cada vez que Madre se disgustaba, pasaba largas temporadas en silencio, sin conceder a Padre más que las escasas palabras de la convivencia. Si se reconciliaban era porque Padre admitía su culpa aunque no la tuviera, y prometía no ofender a Madre nunca más. Los enojos de Padre, en cambio, eran fugaces como el hervor de la leche. Después del cumpleaños de las gemelas estuvieron más de un mes sin hablarse. Hasta que un domingo amanecieron abrazados.
La familia estaba alegre y esa tarde salió a tomar el fresco en el patio. A lo lejos los relámpagos tejían un fantástico encaje, y se veían las cortinas de agua arrastrando su manto violeta sobre los campos. De la ciudad, sin embargo, no se retiraba el calor. Dos primas viejas de Madre que estaban de visita contaron la historia de unas verrugas que se habían curado como por arte de magia con cataplasmas de belladona. A Padre se le ocurrió que la receta podría servir también para disolver los lunares de las gemelas. Buscó a las niñas por toda la casa para contarles la idea pero no las pudo encontrar. Las buscó en las ramas de los naranjos donde solían esconderse, entre los fogones de la cocina y debajo de las camas. Empezaba a revisar los armarios cuando le saltó a la nariz el olor penetrante de los gatos. Brotaba de los vestidos que solían ponerse las gemelas cuando visitaban a los Alamino. Pero como Padre no lo sabía, imaginó lo peor: que los gatos estaban invadiéndole la casa y que tarde o temprano lo obligarían a marcharse.
Se puso a caminar de un lado a otro, arrastrando los vestidos y profiriendo amenazas a los gritos: «¡Voy a matarles todos los gatos, turcos de mierda! ¿Me han oído?». En vez de calmarse, iba excitándose más. En uno de sus recorridos encontró a las gemelas, sentadas junto a Madre y las primas. Estaban de lo más plácidas contando que habían salido a la calle para ver cómo reventaban los azahares en la copa de los naranjos.
Padre ni se acordaba ya de las cataplasmas de belladona. El olor de los gatos había borrado de su atención todas las demás cosas. De tanto en tanto acercaba la nariz al hato de ropa y se apartaba indignado. Por fin pareció decidirse y fue a golpear a la puerta de los Alamino.
Los demás vecinos se asomaron a curiosear. Padre los despreciaba porque eran comerciantes y abogaditos de los rincones tórridos de la provincia, gente sin linaje. Pero al verse tan desarreglado en plena calle, tan expuesto a la malevolencia, se creyó obligado a dar alguna explicación. «Los turcos me han llenado la casa de gatos», dijo, sin dirigirse a nadie en particular. «Me orinan la ropa, quieren comerme los pájaros. ¿Cómo se puede vivir cerca de gente tan desconsiderada?» Los vecinos cabeceaban en señal de aprobación, no porque les molestaran los gatos sino porque también a ellos los ponía nerviosos una familia tan diferente.
Al tercer aldabonazo de Padre apareció la señora Alamino, que debía de estar ocupada en la oración: aún tenía la frente sucia de polvo y con una aureola roja. No bien empezó Padre a exponer sus quejas, la señora se asustó y no quiso oír nada más. Cerró la puerta cancel con fuerza y corrió a esconderse en el dormitorio.
Cuando ya la noche había avanzado mucho, llegaron los parientes de los árabes a consolar a la pobre mujer, que no cesaba de llorar. Se los oía cuchichear en su oscura jerga, pero era imposible adivinar los humores que se movían detrás de las palabras.
Padre se acostó vestido en la cama, y cuanto más pasaban las horas más inquietud sentía. Imaginaba que los vecinos le asaltarían la casa con alfanjes y recuas de gatos, y destruirían la jaula de los zorzales que amaba tanto. Madre dormía a su lado, desentendida, desplumando la almohada con un aguijoneo mecánico de los dedos. La Cruz del Sur se movió algunos pasos en el cielo y alcanzó las orillas de Venus. En eso cayó el silencio y, al instante, el timbre de la puerta alarmó a Padre. Eran los turcos. Vaciló antes de abrir. Pensó en pedir ayuda pero supo que no debía hacerlo: parecería un cobarde. Se calzó las botas, escondió en ellas un cuchillo de cocina y salió al zaguán.
A la puerta estaban tres tipos con grandes mostachos abrillantados, que hacían girar sus sombreros entre los dedos. Sonreían y trataban de mostrarse corteses. Llevaban tatuada en el cuello una media luna azul.
– Queremos avisarle que los Alamino se irán pronto, apenas se case Leticia -dijo el más alto-. Y le rogamos que nos disculpe por las molestias que han causado nuestros gatos. Les pondremos un bozal, y sus pájaros tendrán paz.
Padre no supo qué responder. Lo descolocaban aquellos viejos tan bobos, tan sin malicia, que por todo pedían perdón. Tuvo ganas de golpearlos, de hacerlos llorar. Pero se quedó en el zaguán tomando frío, mientras los veía alejarse.
El recuerdo
Estaba ya amaneciendo y me disponía a contar el casamiento de Leticia Alamino cuando Carmona me contuvo: ¿Podrías narrar la historia en primera persona? No podría hacerlo, dije, porque Madre quiso siempre que yo fuera otro; la imagen que ella tenía de mí. Lo que ahora soy no soy yo sino mi batalla contra Madre. Soy sólo una batalla.