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El tiempo pasa y yo podría morir sin conocerme. Si ni siquiera Madre llegó a saber quién era ella, ¿cómo podría saberlo yo? ¡Conocerse es tan fácil!, solía decirme ella: se trata apenas de una decisión. Y sin embargo, Madre murió en el cuerpo de una extraña, respirando con otro aliento, diciendo frases que no le pertenecían.

Casi todos los hombres se engañan sobre lo que son, dice Carmona. (Por las ventanas vemos nubes borrosas, el amanecer deja caer sobre nosotros las luces que no le caben.) Se engañan sobre lo que son y así es inevitable que engañen a los demás. Si no saben quiénes son, digo, tampoco saben que se mienten. No es así -Carmona se impacienta-: No están de acuerdo consigo mismos. ¿Cómo es posible ser alguien con el que no estás de acuerdo? Voy a darte un ejemplo: cuando releo lo que llevo escrito, no querría que lo leyera nadie más. El que está en estas páginas no soy yo, me digo. Yo podría hacerlo mucho mejor. Lo mismo piensan todos, observa Carmona. Se ponen más allá de sus límites y nunca pueden alcanzarse.

Lo que está escrito es, mal que me pese, lo que soy. El día que me quiera no habrá más que armonía.

Con Padre no podría haber confusión porque Padre ha sido siempre quien fue: de una pieza. Jamás le aparecían fisuras. Y, sin embargo, es en el recuerdo donde Padre ha cambiado. Su voz era de bajo profundo, tosía mucho, y unos párpados gruesos, de anfibio, le tapiaban los ojos azules. ¿Qué hizo decir a Madre, entonces, cuando ya él había muerto: «Padre tenía la voz de un barítono ligero»? Carmona no recuerda que Padre haya tenido nunca ese registro. ¿De quién hablaba Madre: de Padre o de lo que prefería recordar? Puede que los hombres nunca sean uno: que con el tiempo sean dos, o tres.

Lo que me sorprende es que Madre, si bien jamás amó a Padre, solía despertar creyendo que lo había amado. Desplegaba sobre la cama un fajo de postales amarillas en las que se veía a Padre de pie junto a obras en construcción, con un sombrero de paja en la mano. Llevaba el pelo reluciente, peinado a la gomina, y los quevedos con montura dorada. A veces, Padre aparecía más joven aún y el fotógrafo lo sorprendía saltando cercos, a caballo. Aquéllos eran recuerdos de Madre con los que Carmona nada tenía que ver. El Padre de esas fotografías no había pasado nunca por su vida. Otras postales, en cambio, mostraban a Padre llevando a Carmona sobre los hombros, altanero aun bajo su impermeable gastado. (Carmona recordaba la tela raída, que la foto no registraba.)

Solía ocurrir también que Madre estuviese acariciando a la Brepe y se dejara ganar, de pronto, por un odio retrospectivo a Padre. Entonces sacaba de los armarios las fotos de cuando él estaba en decadencia, con los quevedos de pasta negra rasgándole la cara y bolsas de carne floja en la mandíbula. Aunque las fotos eran en colores, el semblante parecía siempre gris, como recién salido de un baño de ceniza. «¡Pobre hombre!», se compadecía Madre: no de Padre sino de sí misma. «¡Siempre fue tan poquita cosa!»

En el recuerdo nada era como había sido sino como ella quería que fuese. ¿A quién no le pasa lo mismo? De las imágenes que uno deja, los demás van haciendo lo que quieren. Por eso cuando Madre dijo: «Padre tenía una voz de barítono ligero», negando su incontestable registro de bajo, Madre no mentía, y quizá tampoco mentía su recuerdo. Lo que mentía era la voz de Padre, porque ya no era de éclass="underline" las brumas de lo que había sido Padre daban golpecitos cada vez más tenues a la memoria de las personas. Llegaría el momento en que hasta el sonido de su nombre no significaría nada para nadie.

Carmona mira el horizonte por la ventana. La ciudad ha comenzado a moverse: pasan escolares y mujeres que van a misa, pero los colores de las cosas no han madurado aún; no encajan por completo en los contornos. Mientras vivía, Padre siempre fue quien fue. Sólo el recuerdo lo ha cambiado. Carmona, en cambio, tardará mucho en verse de una sola manera. Pero de todos modos uno sabe quién es. ¿Sabe?, pregunto yo. Sabe, me dice. Si me voy lejos, si estoy en un exilio donde nadie me conoce, puedo mentir mi nombre o improvisar gestos que no me pertenecen. Por un momento, viviré entre los que no me conocen con la ilusión de que soy otro. Pero ¿qué haré conmigo, sabiendo quién de veras soy? ¿Podré seguir entonces siendo yo, aunque un poquito menos? Es que no te has mirado, Carmona, digo. Tus actos son una antología de actos ajenos: cada uno de tus actos es una respuesta a los deseos de Madre, el eco de actos que no son tuyos.

¡Si supieras cuánto esfuerzo he gastado en alcanzar cosas que no me incumben!, dice Carmona: en ser lo que Madre quería que fuese. Equivoqué el camino. Debí esforzarme en ser nadie. A ella le hubiera gustado más.

No te preocupes, digo. Yo también me equivoco. Se me mueve tan rápido el ser que, cuando quiero decir algo, ya estoy diciéndolo de otra manera. Ayer te hubiera dicho las mismas cosas pero no con estas palabras ni en este orden. Te hubiera dicho, entonces, otra cosa. Ayer, mi historia no habría sido igual. ¿Lo sabías? Lo sabré, dice Carmona: lo sabré si me dejas que sea lo que soy.

Ha llegado el otoño y se suceden las tormentas. En el lodo de los caminos se atascan las carretas de las familias golondrina, que vienen del norte a desbrozar la caña de azúcar en las fincas y, cuando pasa la estación, se van. Viajan siguiendo el rumbo del calor, como las golondrinas: de allí les viene el nombre. Alcanzadas por las centellas, algunas carretas resbalan por la grava de las laderas y el querosén de sus faroles incendia los bosques. El fuego se refleja en las cúpulas de la ciudad. Es como si la ciudad se hubiera echado el sol a las espaldas y caminara.

Tener una familia

Como siempre, las imágenes de las historias se me adelantan. Los primeros resentimientos de Madre tendrían que haber pasado por aquí hace rato, y los he dejado ir. Son tantos que, cuando los recuerdo, no sé dónde ponerlos. A Madre le costó mucho perdonar que Padre, mientras estaban de novios, fuera a revolcarse con las sirvientas en los bailes en vez de quedarse conversando con los futuros suegros y dándose a conocer un poco más.

Padre hubiera preferido acostarse con ella antes del casamiento. Hacía ya tiempo que deseaba hacer el amor con una mujer de su clase. Aún no le había sucedido: sólo con putas y con sirvientas. Sentía curiosidad por saber cómo era el deseo de las mujeres que consideraba normales. Pero Madre nunca lo deseó: ni siquiera cuando aceptó casarse. Pasaba el día bordando sábanas y cosiendo camisones de organdí con moños de seda en el pecho y vestidos surcados de pliegues, con las mangas abullonadas: su ajuar de novia. Llegaba Padre a verla, y sentado a sus espaldas, en el confidente, le narraba los azares de las cosechas y las lidias con los peones. Madre fingía deslumbrarse, para que Padre se decidiera de una vez a besarla, lo que equivalía a fijar la fecha del matrimonio. Cuando por fin lo hizo resultó un fiasco. Le pidió permiso y apenas le acercó los labios a la frente. Padre estaba lleno de pasión, pero temía que Madre reaccionara mal si descubría que su ímpetu era tan grande. No mostró su pasión entonces y, como suele suceder, no se atrevió a mostrarla nunca más.

Pasamos la luna de miel en blanco, solía contar Madre a las visitas: Padre tuvo dolor de muelas desde que llegamos al hotel. Tardó días en calmarse. Ah no, fue apenas un momento, decía Padre: sentí unas puntadas feroces en la muela pero al rato me alivié. Lo de Madre fue peor. Me dio unas aspirinas y se encerró en el baño. No pude sacarla en toda la noche ni a la mañana siguiente. Debí usar el baño del pasillo para mis menesteres. Cada tanto, ella me preguntaba desde adentro: ¿Y? ¿Te duele la muela todavía? Yo le contestaba: Ya no, ahora me siento bien, podes salir. Pero Madre insistía: No te creo. La muela sigue doliéndote, seguro. Cuando te crea voy a salir.