Padre debía dejarle la comida en la puerta del baño para que ella no se consumiera de hambre. Pero en cuanto llegaron a casa Madre fue otra persona.
En su encierro del baño había tenido tiempo para pensar. Sólo estaré casada cuando tenga un hijo. Habré cumplido entonces con mi obligación y Padre me dejará tranquila.
Como no quería asustarla, Padre ocultaba sus frenéticos deseos y se mostraba parco. Ella, en cambio, que sentía más bien repugnancia por el sexo, trataba de que él le hiciera el amor continuamente, para preñarse de una buena vez. Vaya a saber cuánto duró aquel malentendido. Madre lo acosaba con tal entusiasmo que Padre pensaba: Me ama. Me haré desear hasta que el deseo la canse.
Y ella, por su parte, ansiaba que cada encuentro, fuera el último.
Cada vez que se disponían al amor, Padre pasaba largo rato mirándola. Dejaba a un lado los quevedos, en la mesa de luz, y a tientas recorría el vientre rígido de Madre, los músculos tensos y los senos estrechos. No aventuraba Padre más que la mirada: los ojitos azules y miopes. El olor de Madre subía hacia él y se quedaba prendido a los estambres de su memoria. A veces, arriesgándose, trataba de besarla. Inexorablemente Madre lo disuadía: ¿Para qué me besas? No perdamos el tiempo. Vos sólo hace lo que tenes que hacer. Pero apenas Padre se saciaba, sin conseguir saciarla (Madre nunca le dijo: Ya estoy saciada. Decía: No me toques. O bien: Quiero de nuevo, vamos. Quiero hacerlo de nuevo), apenas el amor se desprendía de sus cuerpos, ella quedaba con un sentimiento de vacío. Es como si nada hubiéramos hecho, pensaba. Por mucho que él se esfuerce, su semilla no prende. ¿Será que tiene el agua demasiado floja: leche aguada?
Y sin embargo, decía Madre, ahora que hemos empezado ya no podemos volver atrás. La impaciencia por quedar preñada le consumía los nervios. Padre se ahogaba, extenuado, confundía la impaciencia con deseo. Amaba a Madre y sin embargo, en esas primeras semanas de matrimonio, no sabía de qué hablar con ella. Despertá, vamos, le decía Madre: hagámoslo de nuevo. Padre trataba de calmarla: Mañana. ¿Por qué no esperamos a mañana? No puedo ahora. Me has secado. Sos insaciable, sos maravillosa, pero no puedo más. Madre no entendía: estaba demasiado pendiente de su apremio. Sentía que el cuerpo, tanto tiempo frío, se le desperezaba, como si hubiera entrado en una estación termal. Mi cuerpo, ahora -se decía Madre-, tiene la temperatura justa de la fertilidad. Si dejo pasar el momento, puede que nunca vuelva. Y atrayendo hacia sí la cabeza de Padre, reclamaba: Acércate, hay que hacerlo otra vez.
Una mañana sintió por fin las náuseas del embarazo: el hijo ya estaba adentro. Desde que la partera le quitó las últimas dudas, no permitió que Padre volviese a tocarla.
Tiempo después, Padre la tomó por descuido (entró furtivamente en ella cuando la vio dormida, tal como ella había entrado en él para concebir a Carmona), y así nacieron las gemelas. Madre lo hizo otras pocas veces, por deber: se abría mecánicamente a la sed de Padre, pero no le daba nada de sí, más que un sucinto goce: lo que él tardaba en llenarla. La vez de las gemelas, Madre estaba postrada por una piedra atroz que le bajaba de los riñones. Sentía el áspero descenso de la piedra por los capilares, y el roce la desgarraba. Hubo un momento en que el dolor se apagó, y ella, rendida, pudo dormir al fin. Al verla descansando, inofensiva, Padre sintió deseos de penetrarla. La tomó por los hombros, la dio vuelta, y sin ningún escrúpulo se la metió. Madre trató de resistirse, pero la piedra que bajaba le había quitado fuerza. Atinó apenas a mover sus pensamientos lejos de allí, mientras el cuerpo sudaba. Las gemelas brotaron de aquella lava. Eran el mal recuerdo de Madre, y a ella nunca le interesaron las gemelas ni aun como eso: como una desolladura del recuerdo.
Cuando nació Carmona hizo esfuerzos por amamantarlo. Pensaba: Si lo amamanto tendrá una hermosa voz, como el hijo de la señora Ikeda. Pero los pezones se le agrietaron en seguida y una leche traslúcida le brotó por los poros equivocados. Madre trató de que Carmona aprendiese a lamerla: acercaba la boca desdentada y ansiosa del niño hacia los pechos heridos, y cuanto más lo apretaba contra sí, tanto más fuerte Carmona echaba la cabeza hacia atrás y la atormentaba con sus gritos.
Como el niño se consumía, Padre salió a buscar una nodriza por los ingenios azucareros. Le recomendaron mujeres fornidas y de leche áspera como la de las yeguas, pero las rechazó porque la leche de yegua servía para los mongoles y los guerreros, no para criar a un niño cantor. La que eligió se llamaba Petrona. Era escuálida y de cara alargada como un ratón, pero la naturaleza la había beneficiado con unos pezones ínfimos como semillas de uva. Madre estaba tan encantada con Petrona que mandó traer del campo a su propia nodriza para que le examinara los pechos y dijese a qué le recordaban. La nodriza estuvo toda una tarde mirándolos, y al final habló al oído de Madre, como si le confiara un secreto: «La única vez que vi pezones como éstos fue en las montañas amarillas».
Madre quedó tan aliviada por los servicios de Petrona que pasaba el día leyendo novelas. Durante la mañana tomaba un baño, se humedecía la piel con aceites y cremas, y luego de almorzar se sumergía en historias donde imperaba el azar y los personajes entraban y salían cuando les daba la gana. De un tirón leyó las desventuras de Alvar Núñez Cabeza de Vaca en los manglares de la Florida y los páramos de Texas, se desveló con los enredos de alcoba del Decamerón y envejeció con Bernal Díaz del Castillo en las hogueras ensangrentadas de Tenochtitlán. Padre adulaba su afición por la lectura comprándole las novelas de amor de Stendhal y de Flaubert, pero Madre las abandonaba en las primeras páginas porque se aburría con las historias sin cabos sueltos, en las que nada se parecía a las imprevisiones de la vida.
Tener una familia hizo que Madre se sintiera hermosa. Organizaba saraos sin música en los que cada invitado debía mostrar una habilidad inalcanzable para los demás. Las mujeres llevaban la conversación mientras los maridos permanecían de pie, como adornos desconcertados, ocupándose cada tanto de servir un jarabe de vino suave con hojas de canela. Aunque se hablaba siempre de lo mismo, los temas cambiaban con las estaciones y nadie quería permanecer fuera de lo que iba decidiendo el tiempo. Primavera y otoño eran las enfermedades. Las señoras solían cifrar su felicidad en dolorosos cálculos de vesícula o en matrices vaciadas con saña. Contaban entusiasmadas los detalles quirúrgicos más atroces hasta que alguien las interrumpía: «¿Y usted por qué se atormentó así? Ahora se han descubierto remedios milagrosos para esos males». Verano era el mar, las ciudades inalcanzables del mundo, las montañas amarillas. Invierno era Karakorum en Mongolia y Ormuz en el golfo Pérsico, eran las ruinas de Nínive y los templos enterrados de Murzuk: las visiones que aparecían en los sueños.
Madre era una de las pocas que conocía las montañas amarillas, y solía describirlas con tanta admiración que terminaba por gastar la intensidad del paisaje. Nadie había entrado en las montañas desde que los aludes destrozaron las veredas de piedra, y la gente pensaba en ellas como si pertenecieran al pasado y fueran algo a lo que ya no se podía volver. Cada tanto, los gobernadores prometían construir un nuevo camino, pero las obras avanzaban siempre hasta un mismo punto, en el antiguo curso del río, y allí quedaban abandonadas.
Tuviese o no dinero, Madre se desentendía de los niños. Sólo se dedicaba a leer novelas y a escribir listas de invitados para los saraos, en las que de continuo ponía y sacaba nombres. Temía que tal o cual amiga se ofendiera si la excluía -y a veces tenía que hacerlo, no por mala voluntad sino porque no había cómo sentar a más de veinte personas en la casa-, y se afligía imaginando que a sus espaldas se hablaba mal de ella por no retribuir a tiempo las invitaciones. El afán por quedar bien ocupaba la mayor parte de sus pensamientos. Se deprimía tanto cuando no la tomaban en cuenta para alguna fiesta de importancia que pasaba el día entero en cama, con paños fríos en la cabeza. Nadie podía entonces hacer el más leve ruido: bastaba que alguien levantara la voz para que a Madre se le astillaran los nervios.