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Tomás Eloy Martínez

La Mano Del Amo

A mi padre, para que no vuelva

A quemar lo que escribo

I never felt at Home -Below-

And in the Handsome Skies

I shall not feel at Home - know-

don 't like Paradise

Siempre me sentí mal -Aquí-

Y en el cielo radiante

Sucederá lo mismo -Yo lo sé-

El Paraíso no me gusta

EMILY DICKINSON

Primero, sueño

Poco después de la muerte de Madre, la Brepe tomó la costumbre de saltar dentro del sueño de Carmona. Observaba al hombre con fijeza mientras se desvestía y, cuando él apagaba la luz, la Brepe arqueaba el lomo y se iba irguiendo sobre las patas, lista para cazar el sueño de Carmona y desplumarlo apenas levantara vuelo. Pero los sueños de Carmona no eran pájaros sino gatos: ásperas tinieblas de gatos, lenguas de gatos que se movían entre astillas de negra luz.

El hombre dormía con la boca abierta, y cuando entraba en el cono de oscuridad donde flotan los sueños, una manada de gatos salía de la boca, desgarrada por los lloros del celo, y se sumergía en el río de los ingenios azucareros. Madre aguardaba en la orilla, como siempre, protegiéndose del verano con el parasol, abotonado el cuello de la blusa pese a los ardores de la tarde, y a su vera, Padre, escarbando los bolsillos del chaleco en busca de los quevedos, ¿recordás aquellos dedos macizos, potentes como alerces, que acariciaban el cuello de Madre mientras ella decía: «¿Por qué no matas a Carmona de una vez, Padre, qué estás esperando?». Y vos uncido a sus faldas suplicabas: «No me peguen, Madre, no me maten». Así era, ¿te acordás?

A la zaga del sueño venía el río, perdiéndose en el confín de las montañas amarillas. Cada noche Carmona quería entrar en las montañas, pero Madre no lo dejaba acercarse.

Una vez que templaban la garganta y los lloros emprendían su vuelo de contratenor, los gatos se abandonaban a la voluntad del río. La Brepe los guiaba a través de los camalotes y de las enredaderas de las profundidades hacia la caverna que sólo ellos podían alcanzar. Iban envueltos en ráfagas de espuma, ingrávidos; las orejas aleteando a ras del agua, atentas a los sermones de los monjes y a los kyrieleison de la noche, y el hocico en ristre, oyendo la felicidad que estaba al otro lado de las rocas. ¿Aquello era el paraíso? Sí, aquello era: sólo podía ser el paraíso porque, al amansarse la caverna, al desprenderse la caverna de su pelambre de estalactitas y musgos azufrosos, el agua que discurría por ella encontraba el socavón de las montañas amarillas, donde el aire flotaba hinchado, empalagoso. Carmona sabía que el cielo estaba allí porque aun en lo más tenebroso del sueño las montañas lucían siempre iluminadas, y no había insecto, árbol o persona que tuviera padre o madre. La dicha del paraíso consistía en ser huérfano.

Mientras tanto, al otro lado del río, bajo los sauces de la orilla, las damas de los ingenios tomaban el té. Algunas levantaban a los gatos que iban por el río para acariciarlos. Los arropaban con sus grandes faldas de organdí, les lamían el lomo y luego volvían a soltarlos a la ventura de la corriente.

La Brepe corría de un lado al otro del sueño, recogiendo los maullidos que se enredaban en el agua. Cada vez más rápido, los gatos se acercaban a la boca de la caverna, mientras el agua del río iba perdiendo sus reflejos: el agua o los reflejos se eclipsaban.

Cuanto más cerca sentía Carmona el olor de la felicidad, más sufría por no estar allí. Sus músculos se ponían de pie y se lanzaban también a la corriente, siempre demasiado tarde, cuando ya la manada había desaparecido. En ese punto del sueño solía despertarse con los talones mojados de sudor, y lo primero que veía era a la Brepe erguida en un extremo de la cama, observándolo con fijeza.

En las montañas amarillas

Madre había vivido intrigada por saber cuál era la forma del paraíso y con frecuencia discutía sobre el tema con sus amistades. Ahora por fin debía tener la respuesta precisa, pues todas las formas del paraíso caben en la muerte, y ella murió hace dos noches. Tuvo un velatorio sencillo, en el que no abundaron las visitas. Carmona y sus hermanas, las gemelas, habían pensado enterrarla cuando cayera la tarde, pero la poca gente que pasaba por la casa daba un rápido pésame y esquivaba la capilla ardiente donde yacía el cuerpo, que fuera tan amenazante en vida: largos dedos pálidos y anillados que nacían a los costados del tronco, sin brazos casi -¿acaso Madre abrazaba?-, y una figura longilínea, que apuntaba siempre hacia adelante. Era más temible ahora, sobresaliendo del ataúd, con los filos del cuerpo desguarnecidos. Casi nadie tenía intención de asistir al entierro, así que Carmona decidió dejar a Madre cuanto antes en el cementerio.

Llevaron el cuerpo a las diez de la mañana. Una de las gemelas pidió a Carmona que después del responso cantara What Shall I do to Show How Much I Love her?, de Purcell, y él lo hubiera hecho si se tratara de otra madre, pero no con ésta. Además, tenía la garganta seca: de las montañas azufradas bajaba un aire candente, que ponía quebradizas las cuerdas vocales. Cómo ibas a cantarle a Madre.

Ella debía saberlo todo ya: sabía si el paraíso era la soledad del alma y allí no había lugar más que para Dios como solía decir Padre, o si era un dominio de gatos. ¿Acaso no bajaban a toda hora las manadas de gatos hablando del paraíso? ¿y Madre las oía? Madre las oía. Carmona, en cambio, no.

Al día siguiente del entierro, mientras la familia rezaba el rosario, llegaron siete gatos. Fueron saliendo de atrás del crucifijo que la funeraria había llevado para el velatorio y probaron con las patas la dureza del piso. Luego orinaron de a uno, enderezando el chorro cada cual hacia su propia penumbra. Parecían desembarcar de una fotografía muy antigua. Estaban cenicientos y magullados. Carmona pensó que eran sólo un recuerdo de Madre y que pronto se irían. Pero estos siete no eran recuerdos y al parecer tampoco tenían intención de irse. Cuando las gemelas los sacaron al patio, las manos se les erizaron de pulgas: fue una repentina ebullición de la realidad.

Padre nunca quiso gatos en la casa. Le parecían obscenos. ¿Qué se creían? No eran capaces de gratitud ni de culpa: sólo de placer. Le daban asco. Los oía correr por los techos y perdía el juicio. Pero apenas Padre murió, Madre adoptó a la Brepe y le permitió dormir con ella. Rápidamente, los demás gatos entraron en confianza: por las noches llegaban famélicos a la cocina y revolvían todo. A veces Carmona los oía penetrarse con tal avidez que se tapaba los oídos. Aun así sentía el zigzagueo de los penes escamados en la oquedad de los culos y vaginas de gatas, ¿cómo esos hijos de puta pueden, cómo pueden? aquellos amores lo cubrían de sufrimiento y envidia.

Carmona compartía el resentimiento de Padre por los gatos. Acosaban a Madre con insaciables maullidos egoístas y, cuando ella por fin les daba lo que pedían, la dejaban sola sin misericordia. Pero Madre los amaba igual. Fue preciso que cayera enferma para que Carmona pudiera desquitarse. No bien el médico dijo: «Madre ha entrado en agonía», él pensó: «Entonces, los gatos también». Se levantó en la madrugada y los sorprendió en la cocina, escarbando la basura. «Míos, míos, míos», los llamó, imitando la voz de Madre. Los gatos se le acercaron, confiados. Atrapó a uno y lo revoleó por la cola, quebrándosela. Sintió alivio cuando los huesos crujieron entre sus dedos y una florcita de sangre atónita se abrió allí mismo. El gato herido se le escurrió, soltando un alarido de niño. En un instante todos los otros gatos se desvanecieron. También la Brepe se marchó y debiste salir a buscarla porque Madre la reclamaba cuando estaba lúcida: «¿Qué has hecho con la gata, hijo de mierda, vas a dejar que me muera sin ella?». No volvió, no volvió. Hasta que la familia comenzó a rezar el responso ninguno de los gatos se dignó volver. Ahora siete de ellos estaban allí.