Madre solía decir que los gatos son como la felicidad: nunca están donde deben estar. Si la felicidad se repite es porque no has llegado todavía, si no se repite es porque llevas tiempo esperándola. Padre a su vez pensaba que la felicidad es un cuerpo, un lugar, un accidente. «Cuando vayamos a las montañas amarillas verás la felicidad», le dijo a Madre el día en que la conoció.
Ella tenía dieciocho años e iba a pasearse todas las tardes a la estación de trenes. Si se casó con Padre fue porque nadie antes la había cortejado, no porque Padre la conmoviera: las muchachas iban a la estación en aquel tiempo para mostrar que ya estaban disponibles, y Padre llevaba meses buscando novia. Madre se paseaba con seductora dignidad, y tenía el mismo cuerpo esquivo del final de la vida. Padre era un joven osado y se le puso a la par. La nodriza que iba con Madre se situó entre los dos: si querían conversar, debían hacerlo por encima de su cabeza. No se dijeron mucho. Padre preguntó si conocían la meseta donde iban a parar todas las felicidades que se perdían en la ciudad. La nodriza rió:
– ¿Cómo se puede, en estos tiempos, prestar atención a historias tan idiotas? Ninguna felicidad existe afuera de las personas.
Pero Madre lo tomó muy en serio:
– Si en el cielo hay plazas y avenidas -dijo-, y si los ángeles tienen cuerpo, no hay razón para que la felicidad sea lo único invisible. A mí me da curiosidad saber qué aspecto tiene.
Padre estaba encantado:
– El sábado iremos a la meseta con mis primos -dijo-. ¿Les gustaría venir?
Madre no se comprometió hasta que Padre dibujó en un papel el camino que tomarían.
Desde la ciudad se divisaban las montañas amarillas, pero no estaban cerca. Se tardaba medio día en llegar a la falda oriental y tres horas en ascender por los socavones que había dejado el río durante la era mesozoica. El sol caía con tanto ardor sobre las paredes de azufre que las iba puliendo, y las nubes se reflejaban en ellas. Al otro lado de los socavones, sin embargo, el azufre se extinguía y en las montañas se abrían vetas rojas y negras.
Madre vaciló antes de aceptar.
– ¿Es peligroso? -preguntó.
Padre había estado una sola vez.
– El camino es inseguro -dijo-. Al terminar los socavones se avanza por unas veredas de piedra muy estrechas. Hay que andar de costado, con los morrales a la espalda. Vos no te inquietes, yo llevaré tu morral. Alguna gente ha caído, pero nadie ha muerto. Nadie puede morir en el paraíso.
Y Madre, seducida por la pasión que había en su voz, le sonrió por primera vez.
Salieron antes del amanecer. A Madre la acompañaba la nodriza, y a Padre algunos de sus primos. Llevaban carpas y lámparas de querosén para la noche, y frazadas de doble lana, porque solía nevar en lo alto. «¿Nieve tan cerca, con estos calores?», se extrañó Madre. «Sería raro si fuera en este mundo», dijo Padre. «Pero no es aquí.»
Las veredas de piedra estaban resbaladizas de musgo, y avanzaron tan despacio que cuando llegaron a una planicie moteada por cráteres de agua era ya plena noche. Cruzaba el cielo una luna amarilla. El silencio se pegaba a los cuerpos y todos sentían su peso. Padre no quiso hablar. Los primos y la nodriza estaban tiesos, endurecidos por el pasmo. De pronto, un maullido rayó la noche. Era un solo gato, pero sonaba como un órgano. Madre tembló de excitación. «Quiero verlo», dijo. «Quiero acariciar ese gato.»
Tomó a Padre del brazo. Ella tenía el cuerpo helado: sin embargo, exhalaba calor. «No es un gato», dijo Padre. «Lo que oís es un espejismo del sonido. Los gatos no pertenecen a este lugar.»
Por un momento, Madre se había sentido tan cerca de Padre que hubiera podido arder por él a la más leve chispa. Pero lo que Padre dijo bastó para que Madre lo excluyera de su mundo y lo sintiera como un desconocido. Madre hubiera querido decirle: «Así ha de sonar la felicidad: como ese maullido». Pero no lo dijo. Acababa de descubrir que él no podría entenderla.
Al desarmar las carpas por la mañana descubrieron una zanja profunda en la tierra, cubierta por escombros de abedules y conos de piedra. Por el fondo corría un hilo de agua purpúrea. Era una especie de muralla china pero hacia abajo, cavada cien años antes para detener las invasiones de los indios. Un batallón de zapadores había horadado a ciegas el desierto, sin saber cuándo debía terminar. La falta de mapas y la mortandad habían detenido la excavación a las puertas del valle: ésa era la leyenda. Aún quedaban las cicatrices de aquella larga trinchera atravesando el país de extremo a extremo, y cada vez que la gente veía las ruinas desde el tren no podía menos que decir: «¡Cuánto habrán sufrido los hombres en este infierno, y al fin de cuentas para llegar a nada!».
Madre quiso bajar a las honduras: en las paredes se distinguían matas de ortiga y colonias de insectos funerarios. La nodriza no se lo permitió: «Abajo hay cavernas donde no entra el aire», dijo. En verdad, el valle estaba sembrado de cavernas sin aire. Si uno se desplazaba un solo paso dentro de ellas, ya no podía respirar. Pero afuera el aire estaba limpio y con olor a menta.
En el centro del valle había una colina baja, tan amarilla y lustrosa que parecía de ámbar. Madre se sorprendió al ver una cabaña en la cúspide y tres caras asomadas a la ventana. Siempre había vivido allí una familia japonesa: Madre no lo sabía.
«¡Señor Ikeda!», llamó Padre. Al unísono, las tres caras saludaron, como en el escenario de un teatro. Cuando los viajeros llegaron a la cabaña les sirvieron algas, pescado crudo y cuencos de arroz. Madre odiaba las algas y pidió té. La señora Ikeda tomó asiento frente a ella y, extrayendo un enorme seno plano, dio de mamar al bebé que llevaba en el regazo. «Cuando lo vi por la ventana no pensé que fuera un niño tan niño», dijo Madre. «¿No fue él quien nos saludó?» «Sí, saluda, saluda», sonrió la señora Ikeda, inclinándose.
En verdad Madre no había pensado en el niño sino en sus propios sentimientos. ¿Le gustaba Padre? Quién sabe. No importa si te gusta o no, le habían dicho en su casa: el amor es tan sólo voluntad, cuestión de acostumbrarse. Una mujer necesita descansar sobre algo seguro: pertenecer. ¿Un amo? Madre no quería eso. De Padre no le gustaba la fuerza sino más bien lo que otros veían como su debilidad: que hablara poco y siempre de cosas que sucedían en otra parte. A un hombre así querría entregarse. Pero las opiniones de Padre sobre los gatos eran irritantes. «Los gatos sólo se quieren a sí mismos», decía él. «¿Y eso qué tiene de malo?», respondía Madre. «No molestan a nadie con ese amor.» «¿Sabes a quién molestan?», porfiaba Padre. «A la armonía del mundo. Los que piensan sólo en su placer no tienen derecho a existir.»
La discusión iba entonces subiendo de tono, y Padre terminaba por disculparse. Madre era aficionada a los escritos de Swedenborg, y había leído en el Diario espiritual que a veces los ángeles toman forma de gatos. «Es una estupidez», le decía Padre. «No hay animales de cuatro patas en el cielo.» «Hay gatos», insistía Madre. Y otra vez dejaban de dirigirse la palabra. Madre se rasgaba el ruedo de los vestidos para mostrar su enojo, y Padre se limpiaba los botines con saliva. Los hombres son envidiosos, se dijo Madre. Sienten celos de las pequeñas felicidades de las mujeres. ¿Qué mal podía hacerle a Padre que ella amara a los gatos? Los gatos daban algo que ningún hombre podía dar: ni poseían ni se dejaban poseer. Cuando ella se casara, tendría dos o tres gatos al pie de la cama. No estaba dispuesta por nada del mundo a renunciar a ese deseo.
Padre era también un hombre terco. Pensaba que si una mujer no era capaz de compartir las opiniones de su esposo, más valía que no se casara. Se había educado en el campo y gozaba de cierta fama como castrador de cerdos y caballos. A los caballos les hundía las gónadas en las masas intestinales, y no se declaraba satisfecho sino cuando rompían el bozal y estallaban en un relincho de sangre. ¿Era eso cruel? Padre se hubiera sorprendido si se lo decían: los actos humanos eran para él útiles o inútiles, y nada que fuera útil podía ser cruel.