Cuando la señora Ikeda dejó de amamantar al niño, ofreció a Madre que conociera el resto de la casa. Los primos habían salido a explorar las cuevas, y la nodriza dormía junto al brasero del té. Pasaron por una galería que daba a los cráteres de agua y, como hacía calor, Madre pensó que podía bajar a bañarse. «No lo haga», dijo la señora Ikeda. «Los únicos que pueden bañarse en los cráteres son los gatos.» Madre se estremeció. «Me habían dicho que a este lugar no llegaban gatos», dijo. «Cómo si aquí está lleno», se extrañó la mujer. «En ninguna otra parte podrían sentirse mejor.»
Al entrar en el dormitorio, la señora Ikeda se quitó la blusa y descubrió sus grandes pechos planos. Los pezones eran mínimos y verdosos, como semillas de uva. «¿No quiere refrescarse?», le preguntó a Madre. «Yo tengo que frotarme los pezones con aceite. Si no lo hago, el niño no puede mamar.» Con delicadeza, humedeció un algodón y empezó a sobarse los pechos. Por los poros le brotaban gotitas de leche: ella las recogía con los dedos y las iba lamiendo. El niño lloró. Los pezones se excitaron con el llanto y crecieron un poco. «Ya verá usted cuando tenga hijos», dijo la señora Ikeda. «No hay tiempo para ocuparse de otra cosa.»
Casi en seguida se hizo de noche. La luz del día duraba poco en invierno, porque las montañas cubrían el sol. Pero en el verano no había noche: el verano era una larga siesta que tardaba en apagarse. Decidieron bajar al campo. Debían caminar con cuidado, porque estaba lleno de luciérnagas dormidas y si pisaban mal las aplastarían. Cada uno de los primos llevaba un par de sillas, y Madre pensaba que cuando avanzara la noche podrían ver los planetas rozando unos con otros sus largas colas y sus anillos, como señoras que van a una fiesta. Padre y el señor Ikeda iban delante, hablando con animación. Llevaban al hombro un proyector de películas y cinco latas de celuloide.
«¿Cine? ¿Por qué tan pronto?», quiso saber Madre. «Van a arruinar la noche.»
«Quédese tranquila», dijo la señora Ikeda. «Si no trajeran la película no habría noche. Y además, es hermoso.»
Un penacho de luz iluminó la cabaña. Era la luna. Se movía a mucha velocidad, casi como una estrella fugaz, y no era la misma luna distraída de la noche anterior: se le habían borrado los destellos amarillos y estaba manchada por lunares de luz azuclass="underline" lunas de la luna. De pronto, la luna se frenó en su travesía, y lo único iluminado en el valle fue la falda lustrosa de la colina. En la claridad, la colina olvidaba su forma cónica de la mañana y se volvía un rectángulo, por algún secreto rencor de la geometría. Madre comprendió que las imágenes aparecerían allí, y quiso que fuera una película ya vista para apreciar los detalles que antes hubiera perdido: al ampliarse, las caras serían inabarcables como desiertos y los personajes no correrían con los pies sino con las uñas de los pies. Si en la película figuraban los pechos de la señora Ikeda, Madre podría tal vez descubrir por qué sus pezones eran tan pequeños. Y los de Madre, ¿cómo eran? Una pequeña balsa de pecas que naufragaba en un breve océano. Los pechos de Madre tenían forma de pera, como el mundo de Cristóbal Colón, y en los pezones de la pera brillaba el paraíso.
Había un orden celestial en las sucesivas cadencias de la escena. Los espectadores dispusieron las sillas en semicírculo y callaron. La hierba se puso tibia y la luz del proyector dio de lleno en la colina. Todas las luciérnagas levantaron vuelo a la vez, como si hubieran estado esperando esa señal, y tejieron en el aire un ideograma con una especie de hollín fosforescente. La señora Ikeda habló en voz baja: «Allí está el título de la película: ¿alcanza a leer?». «Sí», confirmó Madre con naturalidad. «La mano del amo. Son los mismos signos que aparecían en mi libro de primer grado.»
A la intemperie, la noche conservaba su oscuridad y su vacío, mientras sobre el paisaje fijo de la pantalla las cosas empezaban a suceder. Madre sintió que las imágenes la arrastraban en vilo a las profundidades de la tierra. Vio los cuerpos desnudos de Adán y Eva acosados por un geiser en cuya cresta brillaba una manzana. Vio el cielo musulmán de Gibón, donde setenta y dos huríes de ojos negros ofrendaban a los creyentes un orgasmo de mil años. Vio una comedia de equivocaciones en el paraíso de Voltaire. Y vio también el país donde las almas de los indios yanomami conviven con las termitas aladas, entre los volcanes del centro de la tierra. Los yanomami atrapaban a las termitas en la boca de los nidos y se las comían, para que les dieran noticias de los parientes muertos. Las termitas eran comprensivas, y al pasar por la garganta de los hombres les decían frases de consuelo: No lloren, quédense en paz. Todas las almas viven todavía. Están en silencio y tienen los ojos abiertos.
Por los altavoces, las palabras fluían en orden, en la lengua que correspondía a cada historia. Tal vez porque no se apartaban de ese orden todos las entendían. Pasaba lo mismo con el paisaje: mientras por la pantalla desfilaban los fantasmas celestiales de John Milton y la serpiente del Génesis, las montañas amarillas y los cráteres de agua seguían en su sitio. En el cielo de las armonías todas las fijezas eran movimientos y todas las felicidades nacían de la perdición. Sólo el que se perdía se encontraba.
A veces, los personajes se esfumaban y el señor Ikeda debía llamarlos a través de los bucles del celuloide. En un momento dado aparecieron hogueras en la colina. La tierra tembló al paso de caballeros que alzaban estandartes rojos y verdes. «Cuidado que está por arder la casa», se sobresaltó la nodriza. «No se preocupe», dijo el señor Ikeda. «Son partes de una película que se han metido donde no debían.» Echó a andar los ventiladores del proyector, y el fuego se apagó.
Padre y los primos cabeceaban de sueño. En cambio Madre no daba descanso a su deslumbramiento. De los tres cielos del Atharva Veda pasaron a la historia del rey Gilgamesh. Lo vieron descender por las paredes grises de la gran zanja y abrirse paso entre las colonias de insectos funerarios para buscar la planta de la inmortalidad. Cuando el rey descubrió por fin la planta entre los escombros de abedules, el niño de la señora Ikeda rompió a llorar. La película se cortó y el rectángulo de la colina se puso blanco. Todo el valle fue inundado por una súbita luz lechosa, que empolvaba las caras. Madre vio que el niño, como Gilgamesh, tenía la frente manchada por un lunar negro y alargado, en forma de semilla de sandía, y se dio cuenta de que el lunar aparecía también en los demás personajes de la película.
Ya estaba Madre por lamentar que el llanto del niño la hubiese dejado sin saber si Gilgamesh se convertía o no en un dios inmortal cuando los espasmos del llanto se alisaron y fueron resolviéndose poco a poco en una melodía apacible, que enternecía el corazón aunque nadie entendiera las palabras. El canto del niño se encaramó sobre una sola nota, subió y bajó por ella con la agilidad de un presentimiento, hasta que se decidió a volar hacia un fa muy agudo, y allí se perdió de vista. Aunque Madre había seguido todas las acrobacias de la pequeña garganta y había visto cómo los vientos de la música se paseaban con inexplicable comodidad por unos pulmones que estaban aún a medio formar, no se resignó a la evidencia de que era un niño de pecho el que cantaba.
«Estos altavoces son una maravilla», dijo. «Hasta cuando están apagados siguen sonando.»
La señora Ikeda se incomodó: «No son los altavoces. Es el niño. Tiene esa voz desde que nació. Mi marido está pensando en castrarlo para que no la pierda».
«¿Cómo van a hacer eso?», se horrorizó Madre.
«Es por su bien», explicó el señor Ikeda. «Habría que castrarlo ahora, cuando todavía no se da cuenta. Si crece y cambia la voz, ya no tendrá remedio.»
Padre estaba encantado: «¿Quieren que lo haga yo?», preguntó. «En los niños de meses no duele nada. Lo sé por experiencia. He castrado a muchos potrillos.»
Madre le clavó los ojos con indignación: «Si querés volver a verme no castres a nadie más».
«No lo haré», prometió Padre. «Te juro que nunca más lo haré.»