Lo que me sorprende es que Madre, si bien jamás amó a Padre, solía despertar creyendo que lo había amado. Desplegaba sobre la cama un fajo de postales amarillas en las que se veía a Padre de pie junto a obras en construcción, con un sombrero de paja en la mano. Llevaba el pelo reluciente, peinado a la gomina, y los quevedos con montura dorada. A veces, Padre aparecía más joven aún y el fotógrafo lo sorprendía saltando cercos, a caballo. Aquéllos eran recuerdos de Madre con los que Carmona nada tenía que ver. El Padre de esas fotografías no había pasado nunca por su vida. Otras postales, en cambio, mostraban a Padre llevando a Carmona sobre los hombros, altanero aun bajo su impermeable gastado. (Carmona recordaba la tela raída, que la foto no registraba.)
Solía ocurrir también que Madre estuviese acariciando a la Brepe y se dejara ganar, de pronto, por un odio retrospectivo a Padre. Entonces sacaba de los armarios las fotos de cuando él estaba en decadencia, con los quevedos de pasta negra rasgándole la cara y bolsas de carne floja en la mandíbula. Aunque las fotos eran en colores, el semblante parecía siempre gris, como recién salido de un baño de ceniza. «¡Pobre hombre!», se compadecía Madre: no de Padre sino de sí misma. «¡Siempre fue tan poquita cosa!»
En el recuerdo nada era como había sido sino como ella quería que fuese. ¿A quién no le pasa lo mismo? De las imágenes que uno deja, los demás van haciendo lo que quieren. Por eso cuando Madre dijo: «Padre tenía una voz de barítono ligero», negando su incontestable registro de bajo, Madre no mentía, y quizá tampoco mentía su recuerdo. Lo que mentía era la voz de Padre, porque ya no era de éclass="underline" las brumas de lo que había sido Padre daban golpecitos cada vez más tenues a la memoria de las personas. Llegaría el momento en que hasta el sonido de su nombre no significaría nada para nadie.
Carmona mira el horizonte por la ventana. La ciudad ha comenzado a moverse: pasan escolares y mujeres que van a misa, pero los colores de las cosas no han madurado aún; no encajan por completo en los contornos. Mientras vivía, Padre siempre fue quien fue. Sólo el recuerdo lo ha cambiado. Carmona, en cambio, tardará mucho en verse de una sola manera. Pero de todos modos uno sabe quién es. ¿Sabe?, pregunto yo. Sabe, me dice. Si me voy lejos, si estoy en un exilio donde nadie me conoce, puedo mentir mi nombre o improvisar gestos que no me pertenecen. Por un momento, viviré entre los que no me conocen con la ilusión de que soy otro. Pero ¿qué haré conmigo, sabiendo quién de veras soy? ¿Podré seguir entonces siendo yo, aunque un poquito menos? Es que no te has mirado, Carmona, digo. Tus actos son una antología de actos ajenos: cada uno de tus actos es una respuesta a los deseos de Madre, el eco de actos que no son tuyos.
¡Si supieras cuánto esfuerzo he gastado en alcanzar cosas que no me incumben!, dice Carmona: en ser lo que Madre quería que fuese. Equivoqué el camino. Debí esforzarme en ser nadie. A ella le hubiera gustado más.
No te preocupes, digo. Yo también me equivoco. Se me mueve tan rápido el ser que, cuando quiero decir algo, ya estoy diciéndolo de otra manera. Ayer te hubiera dicho las mismas cosas pero no con estas palabras ni en este orden. Te hubiera dicho, entonces, otra cosa. Ayer, mi historia no habría sido igual. ¿Lo sabías? Lo sabré, dice Carmona: lo sabré si me dejas que sea lo que soy.
Ha llegado el otoño y se suceden las tormentas. En el lodo de los caminos se atascan las carretas de las familias golondrina, que vienen del norte a desbrozar la caña de azúcar en las fincas y, cuando pasa la estación, se van. Viajan siguiendo el rumbo del calor, como las golondrinas: de allí les viene el nombre. Alcanzadas por las centellas, algunas carretas resbalan por la grava de las laderas y el querosén de sus faroles incendia los bosques. El fuego se refleja en las cúpulas de la ciudad. Es como si la ciudad se hubiera echado el sol a las espaldas y caminara.
Tener una familia
Como siempre, las imágenes de las historias se me adelantan. Los primeros resentimientos de Madre tendrían que haber pasado por aquí hace rato, y los he dejado ir. Son tantos que, cuando los recuerdo, no sé dónde ponerlos. A Madre le costó mucho perdonar que Padre, mientras estaban de novios, fuera a revolcarse con las sirvientas en los bailes en vez de quedarse conversando con los futuros suegros y dándose a conocer un poco más.
Padre hubiera preferido acostarse con ella antes del casamiento. Hacía ya tiempo que deseaba hacer el amor con una mujer de su clase. Aún no le había sucedido: sólo con putas y con sirvientas. Sentía curiosidad por saber cómo era el deseo de las mujeres que consideraba normales. Pero Madre nunca lo deseó: ni siquiera cuando aceptó casarse. Pasaba el día bordando sábanas y cosiendo camisones de organdí con moños de seda en el pecho y vestidos surcados de pliegues, con las mangas abullonadas: su ajuar de novia. Llegaba Padre a verla, y sentado a sus espaldas, en el confidente, le narraba los azares de las cosechas y las lidias con los peones. Madre fingía deslumbrarse, para que Padre se decidiera de una vez a besarla, lo que equivalía a fijar la fecha del matrimonio. Cuando por fin lo hizo resultó un fiasco. Le pidió permiso y apenas le acercó los labios a la frente. Padre estaba lleno de pasión, pero temía que Madre reaccionara mal si descubría que su ímpetu era tan grande. No mostró su pasión entonces y, como suele suceder, no se atrevió a mostrarla nunca más.
Pasamos la luna de miel en blanco, solía contar Madre a las visitas: Padre tuvo dolor de muelas desde que llegamos al hotel. Tardó días en calmarse. Ah no, fue apenas un momento, decía Padre: sentí unas puntadas feroces en la muela pero al rato me alivié. Lo de Madre fue peor. Me dio unas aspirinas y se encerró en el baño. No pude sacarla en toda la noche ni a la mañana siguiente. Debí usar el baño del pasillo para mis menesteres. Cada tanto, ella me preguntaba desde adentro: ¿Y? ¿Te duele la muela todavía? Yo le contestaba: Ya no, ahora me siento bien, podes salir. Pero Madre insistía: No te creo. La muela sigue doliéndote, seguro. Cuando te crea voy a salir.
Padre debía dejarle la comida en la puerta del baño para que ella no se consumiera de hambre. Pero en cuanto llegaron a casa Madre fue otra persona.
En su encierro del baño había tenido tiempo para pensar. Sólo estaré casada cuando tenga un hijo. Habré cumplido entonces con mi obligación y Padre me dejará tranquila.
Como no quería asustarla, Padre ocultaba sus frenéticos deseos y se mostraba parco. Ella, en cambio, que sentía más bien repugnancia por el sexo, trataba de que él le hiciera el amor continuamente, para preñarse de una buena vez. Vaya a saber cuánto duró aquel malentendido. Madre lo acosaba con tal entusiasmo que Padre pensaba: Me ama. Me haré desear hasta que el deseo la canse.
Y ella, por su parte, ansiaba que cada encuentro, fuera el último.
Cada vez que se disponían al amor, Padre pasaba largo rato mirándola. Dejaba a un lado los quevedos, en la mesa de luz, y a tientas recorría el vientre rígido de Madre, los músculos tensos y los senos estrechos. No aventuraba Padre más que la mirada: los ojitos azules y miopes. El olor de Madre subía hacia él y se quedaba prendido a los estambres de su memoria. A veces, arriesgándose, trataba de besarla. Inexorablemente Madre lo disuadía: ¿Para qué me besas? No perdamos el tiempo. Vos sólo hace lo que tenes que hacer. Pero apenas Padre se saciaba, sin conseguir saciarla (Madre nunca le dijo: Ya estoy saciada. Decía: No me toques. O bien: Quiero de nuevo, vamos. Quiero hacerlo de nuevo), apenas el amor se desprendía de sus cuerpos, ella quedaba con un sentimiento de vacío. Es como si nada hubiéramos hecho, pensaba. Por mucho que él se esfuerce, su semilla no prende. ¿Será que tiene el agua demasiado floja: leche aguada?
Y sin embargo, decía Madre, ahora que hemos empezado ya no podemos volver atrás. La impaciencia por quedar preñada le consumía los nervios. Padre se ahogaba, extenuado, confundía la impaciencia con deseo. Amaba a Madre y sin embargo, en esas primeras semanas de matrimonio, no sabía de qué hablar con ella. Despertá, vamos, le decía Madre: hagámoslo de nuevo. Padre trataba de calmarla: Mañana. ¿Por qué no esperamos a mañana? No puedo ahora. Me has secado. Sos insaciable, sos maravillosa, pero no puedo más. Madre no entendía: estaba demasiado pendiente de su apremio. Sentía que el cuerpo, tanto tiempo frío, se le desperezaba, como si hubiera entrado en una estación termal. Mi cuerpo, ahora -se decía Madre-, tiene la temperatura justa de la fertilidad. Si dejo pasar el momento, puede que nunca vuelva. Y atrayendo hacia sí la cabeza de Padre, reclamaba: Acércate, hay que hacerlo otra vez.