Una mañana sintió por fin las náuseas del embarazo: el hijo ya estaba adentro. Desde que la partera le quitó las últimas dudas, no permitió que Padre volviese a tocarla.
Tiempo después, Padre la tomó por descuido (entró furtivamente en ella cuando la vio dormida, tal como ella había entrado en él para concebir a Carmona), y así nacieron las gemelas. Madre lo hizo otras pocas veces, por deber: se abría mecánicamente a la sed de Padre, pero no le daba nada de sí, más que un sucinto goce: lo que él tardaba en llenarla. La vez de las gemelas, Madre estaba postrada por una piedra atroz que le bajaba de los riñones. Sentía el áspero descenso de la piedra por los capilares, y el roce la desgarraba. Hubo un momento en que el dolor se apagó, y ella, rendida, pudo dormir al fin. Al verla descansando, inofensiva, Padre sintió deseos de penetrarla. La tomó por los hombros, la dio vuelta, y sin ningún escrúpulo se la metió. Madre trató de resistirse, pero la piedra que bajaba le había quitado fuerza. Atinó apenas a mover sus pensamientos lejos de allí, mientras el cuerpo sudaba. Las gemelas brotaron de aquella lava. Eran el mal recuerdo de Madre, y a ella nunca le interesaron las gemelas ni aun como eso: como una desolladura del recuerdo.
Cuando nació Carmona hizo esfuerzos por amamantarlo. Pensaba: Si lo amamanto tendrá una hermosa voz, como el hijo de la señora Ikeda. Pero los pezones se le agrietaron en seguida y una leche traslúcida le brotó por los poros equivocados. Madre trató de que Carmona aprendiese a lamerla: acercaba la boca desdentada y ansiosa del niño hacia los pechos heridos, y cuanto más lo apretaba contra sí, tanto más fuerte Carmona echaba la cabeza hacia atrás y la atormentaba con sus gritos.
Como el niño se consumía, Padre salió a buscar una nodriza por los ingenios azucareros. Le recomendaron mujeres fornidas y de leche áspera como la de las yeguas, pero las rechazó porque la leche de yegua servía para los mongoles y los guerreros, no para criar a un niño cantor. La que eligió se llamaba Petrona. Era escuálida y de cara alargada como un ratón, pero la naturaleza la había beneficiado con unos pezones ínfimos como semillas de uva. Madre estaba tan encantada con Petrona que mandó traer del campo a su propia nodriza para que le examinara los pechos y dijese a qué le recordaban. La nodriza estuvo toda una tarde mirándolos, y al final habló al oído de Madre, como si le confiara un secreto: «La única vez que vi pezones como éstos fue en las montañas amarillas».
Madre quedó tan aliviada por los servicios de Petrona que pasaba el día leyendo novelas. Durante la mañana tomaba un baño, se humedecía la piel con aceites y cremas, y luego de almorzar se sumergía en historias donde imperaba el azar y los personajes entraban y salían cuando les daba la gana. De un tirón leyó las desventuras de Alvar Núñez Cabeza de Vaca en los manglares de la Florida y los páramos de Texas, se desveló con los enredos de alcoba del Decamerón y envejeció con Bernal Díaz del Castillo en las hogueras ensangrentadas de Tenochtitlán. Padre adulaba su afición por la lectura comprándole las novelas de amor de Stendhal y de Flaubert, pero Madre las abandonaba en las primeras páginas porque se aburría con las historias sin cabos sueltos, en las que nada se parecía a las imprevisiones de la vida.
Tener una familia hizo que Madre se sintiera hermosa. Organizaba saraos sin música en los que cada invitado debía mostrar una habilidad inalcanzable para los demás. Las mujeres llevaban la conversación mientras los maridos permanecían de pie, como adornos desconcertados, ocupándose cada tanto de servir un jarabe de vino suave con hojas de canela. Aunque se hablaba siempre de lo mismo, los temas cambiaban con las estaciones y nadie quería permanecer fuera de lo que iba decidiendo el tiempo. Primavera y otoño eran las enfermedades. Las señoras solían cifrar su felicidad en dolorosos cálculos de vesícula o en matrices vaciadas con saña. Contaban entusiasmadas los detalles quirúrgicos más atroces hasta que alguien las interrumpía: «¿Y usted por qué se atormentó así? Ahora se han descubierto remedios milagrosos para esos males». Verano era el mar, las ciudades inalcanzables del mundo, las montañas amarillas. Invierno era Karakorum en Mongolia y Ormuz en el golfo Pérsico, eran las ruinas de Nínive y los templos enterrados de Murzuk: las visiones que aparecían en los sueños.
Madre era una de las pocas que conocía las montañas amarillas, y solía describirlas con tanta admiración que terminaba por gastar la intensidad del paisaje. Nadie había entrado en las montañas desde que los aludes destrozaron las veredas de piedra, y la gente pensaba en ellas como si pertenecieran al pasado y fueran algo a lo que ya no se podía volver. Cada tanto, los gobernadores prometían construir un nuevo camino, pero las obras avanzaban siempre hasta un mismo punto, en el antiguo curso del río, y allí quedaban abandonadas.
Tuviese o no dinero, Madre se desentendía de los niños. Sólo se dedicaba a leer novelas y a escribir listas de invitados para los saraos, en las que de continuo ponía y sacaba nombres. Temía que tal o cual amiga se ofendiera si la excluía -y a veces tenía que hacerlo, no por mala voluntad sino porque no había cómo sentar a más de veinte personas en la casa-, y se afligía imaginando que a sus espaldas se hablaba mal de ella por no retribuir a tiempo las invitaciones. El afán por quedar bien ocupaba la mayor parte de sus pensamientos. Se deprimía tanto cuando no la tomaban en cuenta para alguna fiesta de importancia que pasaba el día entero en cama, con paños fríos en la cabeza. Nadie podía entonces hacer el más leve ruido: bastaba que alguien levantara la voz para que a Madre se le astillaran los nervios.
Al casarse, Padre cobraba una renta holgada por el arriendo de sus fincas a los ingenios de azúcar. La bonanza terminó cuando los ingenios reclamaron el pago de unas deudas ilusorias y se apoderaron de las tierras. Padre acudió a unos abogados que lo encenagaron del todo, y cuando nacieron las gemelas estaba tan quebrado que ni aun trabajando los domingos quedaba en paz con la adversidad.
En el afán por disimular la pobreza, Madre se entregó a una desenfrenada vida social. Como ya no la invitaban tan seguido a los saraos, se presentaba en todos los velorios de buen tono, donde no se notaban tanto las diferencias de fortuna y era posible mantenerse al día con las últimas historias de noviazgos y enfermedades.
Fue en aquella época tan desdichada cuando la señora Doncella perdió a su esposo en un accidente de caza. La señora había sido el modelo inalcanzable de las amigas de Madre, un compendio absoluto de belleza y finura, a tal punto que cuando les preguntaban: «¿Como quién les gustaría ser: como Greta Garbo, como Rita Hayworth o como Doncella?», todas elegían a Doncella sin vacilar. Con los años, la admiración se había ido convirtiendo en envidia. Madre quería parecerse en todo a la señora Doncella, hasta en lo prematuro de la viudez.
La visita de pésame fue uno de los primeros recuerdos de Carmona. Tendría cuatro años a lo sumo y Madre lo había vestido para la ocasión con una camisa blanca, de cuello grande y almidonado. La casa de la señora Doncella estaba llena de sombras que se afanaban entre bandejas de café y coronas de flores. La llama oscilante de los velones hacía que los objetos se estremecieran, como si también ellos fueran a morir. Al acercarse a la capilla ardiente, Carmona distinguió un enorme cuerpo violáceo que yacía sobre una tarima. La bala había entrado por la garganta del difunto, destrozando tantas arterias y músculos que, si bien el orificio quedaba disimulado por una venda de seda, la cara, llena de hematomas, era una imagen de pesadilla. Sin dar la menor muestra de repugnancia, Madre besó al cadáver en la frente y luego, alzando en brazos a Carmona, le ordenó que lo besara él también. El niño se resistió. «¡No quiero, Madre! ¡No quiero!» Los forcejeos y el llanto hicieron cesar las conversaciones. Todas las tazas de café se detuvieron a la vez. Madre adivinó la mirada reprobadora de la señora Doncella, que venía a clavársele en algún lugar ya lastimado de su orgullo.