Las barcas de tierra partieron al alba desde los muelles barridos por el viento. Dejaron Puerto Nuevo, pasaron bajo el Arco y doblaron hacia el este: veinte vehículos oruga parecidos a barcazas, pesados, lentos, que se desplazaban en columna por las calles de Erhenrang entre las sombras de la mañana. Las barcas transportaban cajas de lentes, carretes de cinta grabada, alambres de cobre y platino, telas de fibra vegetal de los Bajos del Oeste, cajones de escama seca de pescado del Golfo, sacos de cojinetes y otros implementos mecánicos, y diez carretadas de grano kardik orgota: carga destinada a. la frontera de Tormentas de Perin, el rincón noroeste del país. Todo el transporte de mercancías del Gran Continente recurre a estos vehículos movidos por la electricidad y llevados en barcazas cuando los ríos y canales son navegables. Durante los meses de nevadas el único transporte aparte de los esquíes y trineos manejados por el hombre son unos tractores —arados muy lentos, trineos de motor, y unas erráticas naves de hielo que se deslizan sobre los ríos helados. Durante el deshielo no se puede confiar en ninguna clase de transporte, de modo que la mayor parte del tráfico se hace de prisa a principios del verano. Los caminos están entonces atestados de caravanas. Las autoridades vigilan el tránsito y todos los vehículos y caravanas tienen que mantenerse en continuo contacto de radio con los puestos de la ruta. Los vehículos se mueven a una velocidad media de cuarenta kilómetros por hora terrestre. Los guedenianos podrían dar mayor velocidad a estos vehículos, pero no lo hacen. Si se les pregunta por qué no, responden siempre ¿por qué? Como si le preguntáramos a un terrestre por qué motivo todos nuestros vehículos van tan rápido. Todos contestarían ¿por qué no? Es una cuestión de preferencias. Los terrestres piensan que han de ir adelante, que es necesario progresar. La gente de Invierno, que vive siempre en el año uno, siente que el progreso es menos importante que la presencia. Mis gustos eran terrestres, y cuando dejamos Erhenrang la marcha metódica de la caravana llegó a impacientarme. Yo tenía ganas de bajar y echar a correr. Me alegraba dejar atrás aquellas calles de piedra que serpeaban entre empinados techos negros y torres innumerables, esa ciudad sin sol donde todas mis posibilidades se habían transformado en miedo y en traición.
Luego de subir a los macizos de Kargav la caravana se detuvo brevemente pero a menudo en las posadas del camino. En las primeras horas de la tarde, desde lo alto de una loma, vislumbramos por primera vez la línea de la cordillera. Vimos Kostor que tiene cinco mil metros de altura; el vasto declive del lado oeste ocultaba las cimas del norte, que en algunos casos alcanzaban una altura de diez mil metros. Al sur del Kostor una cadena de picos blancos se alzaba contra el cielo incoloro. Conté trece picos, el último una bruma indefinida en el horizonte sur. El conductor me dio los nombres de los trece picos y me contó historias de avalanchas, y barcas de tierra que el viento de las montañas había arrastrado fuera del camino, y tripulaciones enteras aisladas durante semanas en alturas inaccesibles, y otros episodios parecidos, todo con el amable propósito de aterrorizarme. Me habló de la vez en que vio caer un camión a un precipicio de unos trescientos metros; lo más notable, dijo, fue la lentitud de la caída. Le pareció que el vehículo flotaba cayendo en el abismo, toda la tarde, y al fin se alegró de ver cómo desaparecía, sin ningún sonido, en la capa de nieve del fondo, de más de doce metros de espesor.
A la hora tercera nos detuvimos a cenar en una posada: un sitio amplio de anchas y ruidosas chimeneas y cuartos espaciosos de techo de vigas y numerosas mesas con buena comida, pero no nos quedamos a pasar la noche. La nuestra era una caravana diurna—nocturna, que se apresuraba (en estilo karhidi) a ser la primera de la estación en la región de Tormentas Perin, y recoger allí la crema del mercado. Recargaron las baterías del vehículo, un nuevo turno de conductores ocupó sus puestos, y continuamos la marcha. Un camión de la caravana servía como dormitorio, sólo para los conductores. No había camas para pasajeros. Pasé la noche en la cabina, helado en el duro asiento, con una interrupción alrededor de medianoche para comer algo en una posada pequeña de las lomas. Karhide no es un país cómodo. Desperté al alba y vi que todo había quedado atrás y estábamos en un escenario de piedra, hielo, y luz, y el camino estrecho subía y subía bajo nuestros pasos. Pensé, estremeciéndome, que había cosas más importantes que la comodidad; uno no era una mujer anciana, o un gato doméstico.
No había más posadas ahora, entre esas tremendas extensiones de nieve y granito. A la hora del almuerzo las barcas fueron deteniéndose en silencio, una tras otra, en un declive de treinta grados cubierto de nieve, y todos bajaron de las cabinas, y se reunieron alrededor de la barca—dormitorio, donde servían tazones de sopa caliente, hogazas secas de pan de manzana, y cerveza amarga en frascos. Nos quedamos allí golpeando el suelo con los pies, comiendo y bebiendo, de espaldas al viento áspero que arrastraba un polvo centelleante: nieve seca. Volvimos luego a las barcas y continuamos la marcha, arriba y adelante. Al mediodía, en los pasos de Vehod, de alrededor de cuatro mil metros, había veinticinco grados centígrados al sol y diez bajo cero a la sombra. Los motores eléctricos eran tan silenciosos que uno podía oír el desplazamiento de las nieves en los inmensos macizos azules del otro lado de los abismos, a treinta kilómetros de distancia.
A la tarde llegamos al pie del Eskar, de cinco mil setenta metros de altura. Mirando la empinada cara del sur del monte Kostor, por donde habíamos estado trepando todo el día con movimientos infinitesimales, vi una rara formación de roca a unos quinientos metros de altura sobre el camino, y que parecía un castillo.
—¿Ve allá arriba la fortaleza? —me preguntó el conductor.
—¿Es eso un edificio?
—La fortaleza de Ariskostor.
—Pero nadie puede vivir ahí.
—Oh, los viejos pueden. En otro tiempo yo conducía una caravana que les traía alimentos de Erhenrang, a fines del verano. Por supuesto nadie podía salir o entrar en diez de los once meses del año, pero no les importaba. Hay ahora siete u ocho reclusos allí arriba.
Alcé los ojos a aquel emplazamiento de roca viva, solitaria en la vasta soledad de las alturas y no le creí al conductor, pero suspendí mi incredulidad.
El camino descendía serpenteando del extremo norte al extremo sur, bordeando precipicios, pues el lado este del Kargav es más abrupto que el oeste, y desciende a las llanuras en altos escalones, fallas geológicas de la época en que aparecieron las montañas. Al atardecer vimos un hilo de puntos diminutos que se arrastraba a través de una inmensa mancha blanca allá abajo, a más de dos mil metros: una caravana de barcas que había dejado Erhenrang un día antes que nosotros. Llegamos al día siguiente, a la tarde, y nos deslizamos por el mismo declive nevado. muy pausadamente, en silencio, pensando que un solo estornudo podía desencadenar una avalancha. Desde allí vimos durante un momento, abajo y mas allá de nosotros, hacia el este, unas vastas tierras cubiertas de nubes y de sombras de nubes y rayada por ríos de plata; las llanuras de Rer.
En el anochecer del cuarto día desde nuestra partida de Erhenrang, llegamos a Rer. Entre las dos ciudades hay mil setecientos kilómetros, un muro de varios kilómetros de altura, y dos o tres mil años. La caravana se detuvo fuera de las Puertas Occidentales, donde los camiones embarcan en las balsas de los canales. En Rer no puede entrar ninguna barcaza de tierra, ni ningún coche. Fue construida antes que Karhide utilizara vehículos motorizados, y habían estado utilizándolos durante veinte siglos. No hay calles en Rer. Hay pasos cubiertos, como túneles, y en el verano las gentes caminan por encima o por abajo, según les parezca. Las casas, las islas y los hogares se suceden en todas direcciones, de un modo caótico, en una profusa y prodigiosa confusión que de pronto culmina (como siempre culmina la anarquía karhidi) en verdadero esplendor: las altas torres del palacio de Un, rojas como la sangre, y sin ventanas, construidas hace diecisiete siglos. Allí se albergaron los reyes de Karhide durante todo un milenio, hasta que Argaven Harge, primer rey de la dinastía, cruzó el Kargav y se estableció en el valle de la Cascada del Oeste. Todos los edificios de Rer son fantásticamente macizos, de sólidos cimientos inmunes a los rigores del clima, y a prueba de agua. En invierno el viento de los llanos barre la nieve de la ciudad, pero cuando la nieve se apila no limpian las calles, aunque en verdad no tienen calles que limpiar. Se desplazan entonces por los túneles de piedra, o abren agujeros temporarios en la nieve. De las casas sólo emergen los techos, y las puertas de invierno están instaladas bajo los aleros o en el techo mismo como puertas —trampa. El deshielo es mala época en esa llanura de muchos ríos. Entonces los túneles son alcantarillas, y los espacios entre las casas se transforman en lagos o canales, por donde van y vienen las gentes de Rer, remando, apartando trozos de hielo con los remos. Y siempre, por encima del polvo del verano, los tejados nevados del invierno, o las aguas primaverales, se alzan las torres rojas, el corazón desierto de la ciudad, indestructible.