Me alojé en una posada donde el precio de las habitaciones era notablemente alto, a sotavento de las torres. Me levanté al alba luego de una noche de pesadillas, y le pagué a ese extorsionador la cama, el desayuno y unas indicaciones erróneas a propósito del camino por donde yo quería ir. Salí a pie en busca de Oderhord, una antigua fortaleza no muy apartada de Rer. A cincuenta metros de la posada ya me encontré perdido. Dejando atrás las torres y con la alta cima del Kargav a mi derecha, salí de la ciudad hacia el sur, y el hijo de un labrador que encontré en el camino me dijo dónde tenía que doblar hacia Oderhord.
Llegué allí al mediodía. Esto es, llegué a algún sitio al mediodía, pero yo no sabía bien a dónde. Era aquello una floresta o un bosque, pero los árboles parecían más cuidados que de costumbre en ese país donde se les prestaba mucha atención, y el sendero corría por la falda de la montaña entre los árboles. Al cabo de un rato advertí a mi derecha, no lejos del camino, una casita de madera, y poco más allá, a la izquierda, otra construcción mayor, también de madera, y de alguna parte llegaba el olor fresco y delicioso de unas frituras de pescado.
Fui lentamente por el sendero, algo intranquilo. Yo no sabía qué opinaban los handdaratas de los turistas. En verdad yo sabía muy poco de ellos. El handdara es una religión sin instituciones, sin sacerdotes, sin jerarquías, sin votos, y sin credo; no sé todavía si tienen o no Dios. Es una religión elusiva, que se nos aparece siempre como alguna otra cosa. La única manifestación constante del handdara es la que se muestra en las fortalezas, sitios de retiro donde la gente va a pasar una noche, o la vida entera. No me hubiese interesado tanto en investigar este culto curiosamente intangible en sus lugares secretos si yo no hubiera deseado una respuesta a la pregunta que los investigadores habían dejado sin contestar: ¿Quiénes son los profetas y qué hacen realmente?
Yo había estado en Karhide más tiempo que los investigadores, y pensaba a veces que las historias a propósito de los profetas y sus profecías podían no ser ciertas. Las leyendas de predicciones son muy comunes en todos los dominios del hombre. Los dioses hablan, los espíritus hablan, las computadoras hablan. La ambigüedad oracular o la probabilidad estadística alimenta a los crédulos, y la fe borra las discrepancias. Sin embargo, valía la pena investigar las leyendas. Yo no había encontrado aún a ningún karhíder que aceptase la posibilidad de comunicaciones telepáticas; no creerían hasta que no vieran: exactamente mi posición a propósito de los profetas del handdara.
Mientras iba por el sendero advertí que a la sombra de aquel bosque montañoso se había levantado toda una aldea o pueblo, tan desordenadamente como Rer, pero recogido, pacifico, rural. Sobre todos los senderos y los tejados pendían los capullos de los hemmenes, el árbol más común de Invierno, una conífera vigorosa de agujas de color escarlata pálido. Las piñas del hemmen cubrían los caminos que se bifurcaban en todas direcciones, el polen del hemmen perfumaba el viento, y todas las casas estaban construidas con la madera oscura del hemmen. Me detuve al fin preguntándome a qué puerta llamaría, cuando una persona que paseaba entre los árboles salió a mi encuentro y me dio esta bienvenida:
—¿Busca usted hospedaje? —me preguntó.
—Traigo una pregunta para los profetas. —Me había parecido mejor que ellos creyeran, al menos en un principio, que yo era un karhíder. Lo mismo que los investigadores nunca había tenido dificultades en hacerme pasar por nativo; entre tantos dialectos karhidis nadie prestaba atención a mi acento, y las pesadas ropas ocultaban mis anomalías sexuales. Me faltaban el abundante pelo pajizo y los ojos oblicuos del guedeniano típico, y era más oscuro y más alto que la mayoría, pero no me salía de las variantes normales. Me habían depilado de modo permanente la barba antes que yo dejara Ollul (en ese tiempo nada sabíamos aún de las tribus de «cuero» de Perunter que no sólo son barbados sino que además tienen pelo en todo el cuerpo, como los terranos blancos). De vez en cuando me preguntaban cómo me había roto la nariz. Tengo una nariz roma; las narices guedenianas son prominentes y delgadas, con pasajes estrechos, apropiados para la aspiración de aire subhelado. La persona que estaba allí en el sendero de Oderhord me miró la nariz con cierta curiosidad, y respondió:
—Entonces quizá usted quiera hablar con el tejedor. Está ahora abajo en el cañadón, a no ser que haya salido en trineo. ¿O piensa hablar antes con uno de los celibatarios?
—No estoy seguro. Soy sumamente ignorante.
El joven rió y me hizo una reverencia. —¡Muy honrado! —dijo —. He vivido aquí tres años y todavía no he adquirido una ignorancia que valga la pena mencionar. —Parecía divertido, pero se mostró amable a la vez, y recordando algunos fragmentos doctrinarios del handdara entendí que había estado vanagloriándome demasiado, como si me hubiese acercado a el diciéndole «Soy sumamente hermoso».
—Quiero decir; no sé nada acerca de los profetas.
—¡Envidiable! —dijo el joven. —Mire, hemos de ensuciar la nieve con marcas de pisadas, para ir a alguna parte. ¿Puedo mostrarle el camino a la cañada? Mi nombre es Goss.
Era su primer nombre. —Genry —dije, abandonando mi «l». Seguí a Goss adentrándome en la sombra helada de la cañada. El sendero estrecho cambiaba a menudo de dirección, subiendo con el declive de la montaña y bajando de nuevo; aquí y allí, cerca o lejos del sendero, entre los macizos troncos de los hémmenes, aparecían las casitas de color de bosque. Todo era rojo y castaño, húmedo, quieto, fragante, sombrío. De una de las casas llegó el silbido débil y dulce de una flauta karhidi. Goss caminaba, leve y rápido, con la gracia de una muchacha, algunos metros delante de mí. De pronto la camisa blanca le resplandeció a la luz, y pasé detrás de él de la sombra del bosque a un prado verde y asoleado.
A media docena de pasos había una figura, erguida, inmóvil, nítida; el hieb carmesí y el blanco de la camisa como una capa de esmalte contra el verde de las hierbas altas. A unos treinta metros más allá se alzaba otra estatua: blanca y azul; este hombre no se movió ni miró hacia nosotros todo el tiempo que hablamos con el primero. Estaban practicando la disciplina handdara de la presencia, que es una suerte de trance —los handdaratas, inclinados a las negaciones, lo llaman un atrance —que implica la pérdida del yo (¿inflación del yo?) mediante una conciencia y receptividad de extrema sensualidad. Aunque la técnica parece oponerse a la mayoría de las llamadas técnicas místicas es quizá también una disciplina mística, cuya meta sería la experiencia de lo inminente; pero soy aún incapaz de definir con certeza las prácticas de los handdaratas. Goss le habló al hombre del traje carmesí. Cuando el hombre dejó aquella inmovilidad y se volvió hacia nosotros, acercándose, noté en mí un temor reverente. En aquella luz de mediodía la figura del hombre resplandecía con una luz propia.