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Era tan alto como yo, y delgado, con un rostro hermoso, claro, abierto. Cuando nuestros ojos se encontraron tuve el súbito impulso de hablarle en silencio, de tratar de alcanzarlo con el lenguaje de la mente que yo no había utilizado nunca desde mi llegada a Invierno, y que no me convenía utilizar por ahora. Sin embargo, ese impulso fue más fuerte que mis sentencias. Le hablé así. No hubo respuesta. Continuó mirándome atentamente, y al cabo de un momento me sonrió, y me dijo con una voz dulce, bastante alta:

—¿Entonces es usted el Enviado?

Tuve un sobresalto y dije:

—Sí.

—Mi nombre es Faxe. Nos honra recibirlo. ¿Nos acompañará un tiempo en Oderhord?

—De buen grado. Quisiera aprender las técnicas de ustedes en la profecía. Y si algo que yo pueda decirles en cambio, acerca de quién soy yo, de dónde vengo.

—Lo que usted desee —dijo Faxe con una sonrisa tranquila —. Es agradable que haya cruzado el Océano del Espacio, y haya sumado luego al viaje casi dos mil kilómetros y el cruce del Kargav para venir a vernos.

—Yo deseaba venir a Oderhord por la fama de sus profecías.

—Quiere vernos mientras profetizamos entonces, ¿o trae una pregunta para nosotros?

Aquellos ojos claros obligaban a la verdad.

—No sé —dije.

—Nusud —dijo Faxe, —no es nada. Si se queda aquí un tiempo quizá descubra que tiene una pregunta, o que no hay pregunta. Sólo de cuando en cuando, ya sabe usted, pueden reunirse los profetas, y trabajar juntos, así que en cualquier caso se quedará unos días.

Así lo hice, y fueron días buenos. No había horario excepto para el trabajo comunitario, en los campos, el jardín, recolección de leña, mantenimiento; y los transeúntes como yo eran llamados por cualquier grupo que necesitara de pronto una mano. Aparte de estas tareas, podía pasar todo un día sin que nadie dijera una palabra; aquellos con quienes más hablaba yo eran el joven Goss, y Faxe, el tejedor; el extraordinario carácter de este hombre, tan límpido e insondable como un pozo de agua clara, era la quintaesencia del carácter del sitio. Había noches en que nos reuníamos en la sala del hogar o en alguna de las casas bajas rodeadas de árboles; conversábamos y bebíamos cerveza, y a veces se tocaba música, la vigorosa música de Karhide, de melodía simple y ritmos complejos, siempre fuera de tiempo. Una noche dos reclusos bailaron, hombres viejos, canosos, y de miembros flacos; los pliegues de los párpados les ocultaban a medias los ojos oscuros. La danza era lenta, precisa, ordenada; fascinaba al ojo y a la mente. Empezaron a bailar después de cenar, a la tercera hora. Los músicos tocaban a veces, o callaban: sólo el hombre de los tambores no interrumpía nunca el ritmo sutil y cambiante. A la hora sexta, a medianoche, luego de cinco horas terrestres, los dos viejos estaban bailando todavía. Esta era la primera vez que yo veía el fenómeno de doza —el uso voluntario y controlado de lo que llamamos «fuerza histérica» —y desde entonces me sentí más dispuesto a creer lo que se contaba de los viejos del handdara.

Era una vida introvertida, autosuficiente, estancada, detenida en aquella singular «ignorancia» tan apreciada por los handdaratas, de acuerdo con la doctrina que aconsejaba la inactividad o la no interferencia. En esta doctrina (expresada en la palabra nusud, que he traducido como «no es nada») está la raíz del culto, y no pretendo entenderla. Pero comencé a entender mejor a Karhide, luego de medio mes en Oderhord. Detrás de la política, pasiones, y actividades había siempre una vieja oscuridad, pasiva, anárquica, silenciosa: la oscuridad fecunda del handdara.

Y en aquel silencio inexplicablemente se alzaba la voz del profeta.

El joven Goss, a quien le agradaba el papel de guía, me dijo una vez que mi pregunta a los profetas podía referirse a cualquier cosa, y no había fórmulas precisas. —Cuanto más específica y limitada sea la pregunta, más exacta será la respuesta —dijo —. La vaguedad engendra vaguedad, y algunas preguntas, por supuesto, no tienen respuesta.

—¿Y si hago una pregunta que no tiene respuesta? —inquirí. Este juego parecía sofisticado, pero no desconocido. Sin embargo, no esperaba la respuesta de Goss: —El tejedor la rechazará. Las preguntas sin respuesta han llevado a la ruina a grupos enteros de profetas.

—¿A la ruina?

—¿No conoce la historia del Señor de Shord que obligó a los profetas de la fortaleza de Asen a responder a la pregunta: Que significado tiene la vida? Bueno, eso ocurrió hace un par de miles de años. Los profetas estuvieron en la oscuridad seis días y seis noches. Al cabo de ese tiempo todos los celibatarios eran catatónicos, los zanis estaban muertos, el perverso golpeó al Señor de Shod con una piedra hasta matarlo, y el tejedor… Era un hombre llamado Meshe.

—¿El fundador del culto yomesh?

—Si. dijo Goss, y se rió como si la historia fuese de veras divertida, pero no pude saber si el chiste era a costa de los yomeshtas o de mí.

Yo había decidido hacer una pregunta de si o no, que por lo menos demostraría de un modo evidente la extensión y tipo de oscuridad o ambigüedad de la respuesta. Faxe me confirmó lo que decía Goss, que la pregunta podía concernir a un tema que los profetas ignoraran del todo. Podía preguntarles si la cosecha de hierba sería buena en el hemisferio norte de S, y ellos me responderían, aunque no hubiesen tenido hasta entonces ningún conocimiento de la existencia de un planeta llamado S. Esto parecía situar al asunto en el plano de la adivinación por probabilidades, como el tallo de milenrama o el tiro de las monedas. No, dijo Faxe, de ningún modo. La ley de probabilidades no operaba aquí. Todo el proceso era en realidad el reverso de una coincidencia.

—Entonces leen las mentes.

—No —dijo Faxe con una sonrisa severa y cándida.

—Quizá lo hacen, sin saberlo.

—¿De que serviría? Si el consultante conociera la respuesta, no vendría aquí a preguntar y a pagarnos.

Elegí una pregunta de la que ciertamente yo ignoraba la respuesta. Sólo el tiempo podía probar la verdad o la falsedad de la profecía, a menos que (como yo esperaba) fuese una de esas admirables profecías profesionales que siempre tienen aplicación, cualquiera sea el resultado. No era una pregunta trivial. Yo había abandonado la idea de preguntar cuando dejaría de llover o alguna insignificancia de este tipo, pues sabía ahora que la tarea de los nueve profetas de Oderhord era trabajosa y arriesgada. El costo era alto para el consultante —dos de mis rubíes fueron a los cofres de la fortaleza —, pero mas altos para quienes respondían. Y a medida que yo iba conociendo a Faxe, se me hacía más difícil creer que fuese un mistificador profesional, y me parecía todavía más difícil creer que fuese un hombre honesto, que se engañaba a sí mismo. La inteligencia de Faxe era dura, clara y pulida como mis rubíes. No me atreví a tenderle una trampa. Le pregunté lo que más deseaba saber.

En onnederhead, el décimooctavo día del mes, los nueve profetas se reunieron en el edificio mayor, comúnmente cerrado con llave: una sala alta, de piso de piedra, y fría, iluminada apenas por un par de estrechas aberturas en los muros y un fuego que ardía en la profunda chimenea de un extremo. Los nueve se sentaron en círculo sobre la piedra desnuda, todos ellos encapuchados, envueltos en túnicas: unas siluetas duras e inmóviles, como un círculo de dólmenes en el débil resplandor del fuego próximo. Goss, y un par de otros jóvenes reclusos, y un médico del dominio más cercano miraron en silencio desde asientos instalados junto a la chimenea, mientras yo cruzaba la sala y entraba en el círculo. Todo era muy informal, y muy tenso. Uno de los encapuchados alzó los ojos cuando estuve entre ellos y vi un rostro extraño, tosco, pesado, y unos ojos insolentes que me miraban.