Me arrodillé junto a Faxe. Me miró con aquellos ojos claros. Durante un momento lo vi como antes en la oscuridad: una mujer armada de luz y ardiendo en un fuego, gritando: —Sí…
La voz serena de Faxe interrumpió la visión:
—¿Tienes tu respuesta, consultante?
—Tengo mi respuesta, tejedor.
En verdad yo tenía mi respuesta. Antes de cinco años Gueden sería un miembro del Ecumen, sí. Ningún enigma, ningún ocultamiento. Aun entonces tuve conciencia de la índole de esa respuesta, no tanto una profecía como una observación. Yo mismo no pude escapar a esa certidumbre: la respuesta era cierta. Tenia esa claridad imperativa del presentimiento.
Tenemos naves nafal y transmisión instantánea y comunicación de las mentes, pero aún no aprendimos a domesticar los presentimientos; para eso hemos de ir a Gueden.
—Yo fui el filamento —me dijo Faxe un día o dos después —. La energía crece y crece en nosotros, renovándose siempre, acrecentando su propio impulso cada vez, hasta que irrumpe al fin, y la luz está en mi, alrededor, soy la luz… El viejo de la fortaleza de Arbin me dijo una vez que si lo pusiéramos en un vacío en el momento de la respuesta, el tejedor ardería durante años. Esto es lo que dicen de Meshe los yomeshtas; que Meshe vio claramente el pasado y el futuro, no un instante, sino toda la vida luego de la pregunta de Shord. Parece difícil de creer. Dudo que haya un hombre capaz de soportarlo. Pero no es nada…
Nusud, la ubicua y ambigua negativa de los handdaratas.
Paseábamos juntos y Faxe me miraba. La cara del tejedor, una de las más hermosas que yo haya visto nunca, parecía delicada y dura, como piedra cincelada.
—En la oscuridad —dijo —hubo diez, no nueve. Había un extraño.
—Si, un extraño. No pude protegerme. Es usted sensible, un poderoso telépata natural. Por eso es también, supongo, el tejedor, quien mantiene las tensiones y reacciones en una estructura que se alimenta continuamente a si misma hasta que al fin la estructura se quiebra, y usted va en busca de la respuesta.
Faxe me escuchaba con un grave interés.
—Es raro ver desde afuera los misterios de mi disciplina, a través de los ojos de usted. Yo sólo puedo verlos desde adentro, como discípulo.
—Si me permite, si usted así lo desea, Faxe, me agradaría hablarle en el lenguaje de la mente. —Yo estaba seguro ahora de que Faxe era un comunicante natural; su consentimiento, y luego algo de práctica, ayudaría a bajar un poco aquella barrera inconsciente.
—¿Y después oiría yo lo que piensan otros?
—No, no. No más que ahora, como empático. El lenguaje de la mente es comunicación, enviada y recibida de modo voluntario.
—¿Entonces por qué no hablar en voz alta?
—Bueno, es posible mentir, hablando.
—¿No en el otro lenguaje?
—No deliberadamente.
Faxe reflexionó un rato.
—Una disciplina que debiera interesar a reyes, políticos, hombres de negocios.
—Los hombres de negocios lucharon desde un principio contra ese lenguaje, cuando se descubrió que era una técnica accesible. La prohibieron durante años.
Faxe sonrió.
—¿Y los reyes?
—No tenemos más reyes.
—Si, ya veo… Bueno, gracias, Genry. Pero mi tarea es desaprender, no aprender, y no quisiera aprender un arte que cambiará el mundo.
—Las profecías de usted cambiarán el mundo, y antes de cinco años.
—Y yo cambiaré junto con el mundo, Genry. Pero no deseo cambiarlo.
Llovía, la primera llovizna larga del verano guedeniano. Caminamos por la ladera bajo los hémmenes, más arriba de la fortaleza, donde no había senderos. La luz caía en grises entre las ramas oscuras, de las agujas escarlatas goteaba un agua clara. El aire era helado, pero apacible, colmado del sonido de la lluvia.
—Faxe, explíqueme. Ustedes los handdaratas tienen un don que hombres de todos los mundos han deseado alguna vez. Usted lo tiene. Puede predecir el futuro. Y sin embargo vive como el resto de nosotros. Parece que no es nada…
—¿Por qué tendría que ser algo, Genry?
—Bueno, por ejemplo, la rivalidad entre Karhide y Orgoreyn, esa disputa a propósito del valle de Sinod. Karhide ha perdido prestigio en las últimas semanas, parece. ¿Por qué entonces no consulta el rey Argaven a los profetas, preguntándoles qué curso tomar, o a quién elegir como primer ministro entre los miembros del kiorremi, o algo semejante?
—No es fácil preguntar.
—No veo por qué. Bastaría con preguntar, ¿quien me serviría mejor como primer ministro? Sólo eso.
—Si, pero el rey no sabe qué significa me serviría mejor. Podría querer decir que el hombre elegido entregara el valle de Orgoreyn, o se exiliará, o asesinará al rey. Podría querer decir muchas cosas que el rey no esperaría ni aceptaría nunca.
—La pregunta tendría que ser muy precisa.
—Si, pero serían necesarias muchas preguntas, y también el rey ha de pagar su precio.
—¿Un precio alto?
—Muy alto —dijo Faxe, tranquilo —. El consultante paga lo que puede, como usted sabe. Los reyes han venido a veces a oír a los profetas, pero no a menudo.
—¿Qué pasa si uno de los profetas es un hombre poderoso?
—Los reclusos de la fortaleza no tienen rango ni posición. Es posible que me manden al kiorremi en Erhenrang; bueno, si voy, me llevo conmigo mi posición y mi sombra, pero no mis dones de profecía. Si mientras sirvo en el kiorremi se me presenta una pregunta tendré que ir a la fortaleza de Orgni, pagar el precio, y así tendré una respuesta. Pero los handdaratas no queremos respuestas. Es difícil evitarlas, pero lo intentamos.
—Faxe, creo que no entiendo.
—Bueno, venimos aquí a la fortaleza a aprender, y sobre todo a no preguntar.
—Pero las respuestas vienen de ustedes.
—¿No entiende aún, Genry, por qué perfeccionamos y practicamos la profecía?
—No.
—Para mostrar que no sirve de nada tener una respuesta cuando la pregunta está equivocada.
Reflexioné un rato, mientras caminábamos juntos bajo la lluvia y las ramas oscuras del bosque de Oderhord. La cara encapuchada de Faxe parecía fatigada, y tranquila. La extraña luz se había apagado, y sin embargo yo sentía aún un cierto temor respetuoso. Faxe me miraba con ojos claros, cándidos, amables, y me miraba desde una tradición de trece mil años de edad: un modo de pensar y un modo de vivir tan antiguo, tan firme, integro y coherente que daba a un ser humano la capacidad de olvidarse de sí mismo, el poder y la integridad de un animal salvaje, una criatura que mira a los ojos de un eterno presente.
—Lo desconocido —dijo la tranquila voz de Faxe en el bosque —, lo imprevisto, lo indemostrable… el fundamento de la vida. La ignorancia es el campo del pensamiento. Lo indemostrable es el campo de la acción. Si se demostrara que no hay Dios no habría religiones. Ni handdara, ni yomesh, ni dioses tutelares, nada. Pero si se demostrara que hay Dios tampoco habría religiones… Dígame, Genry, ¿qué se sabe? ¿Qué hay de cierto en este mundo, predecible, inevitable, lo único cierto que se sabe del futuro de usted, y del mío?
—Que moriremos.
—Si. Sólo una pregunta tiene respuesta, Genry, y ya conocemos la respuesta… La vida es posible sólo a causa de esa permanente e intolerable incertidumbre: no conocer lo qué vendrá.