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6. Un camino a Orgoreyn

El cocinero, que llegaba siempre a la casa muy temprano, me despertó sacudiéndome y hablándome al oído:

—¡Despierte, despierte, Señor Estraven, traen un mensaje de la Casa del Rey! —Entendí al fin, y aturdido por el sueño y los reclamos del cocinero me levanté de prisa y fui a la puerta de mi cuarto, donde esperaba el mensajero, y así entré en mi destierro desnudo y estúpido como un recién nacido.

Leyendo el papel que me dio el mensajero me dije a mí mismo que yo había esperado esto, aunque no tan pronto. Pero cuando tuve que mirar cómo aquel hombre clavaba el condenado papel en la puerta de la casa, sentí como si estuviese clavándome los clavos en los ojos, y le di la espalda, y me quedé allí, turbado y abatido, destrozado por una pena que no había esperado.

Me sobrepuse al fin, y atendí a lo que era ahora más importante, y cuando los gongs dieron la hora novena ya había dejado el palacio. No había nada que me retuviese. Me llevé lo que pude. En cuanto a los bienes y el dinero ahorrado, no podía sacarlos sin poner en peligro a los hombres con quienes yo trataba, y cuanto más me ayudaran mis amigos más riesgos corrían. Le escribí a mi viejo kemmerante, Ashe, cómo podía obtener provecho de algunas cosas de valor que servirían para nuestros hijos, pero indicándole que no tratara de mandarme dinero, pues Tibe tendría vigiladas las fronteras. No pude firmar la carta. Llamar a alguien por teléfono sería mandarlo a la cárcel, y yo quería irme en seguida, antes que algún amigo inocente llegara a verme y perdiera su libertad y sus bienes como recompensa por este acto de amistad.

Crucé la ciudad hacia el oeste, y deteniéndome en una esquina pensé de pronto: ¿Por qué no ir hacia el este, del otro lado de las montañas y las llanuras, de vuelta a las tierras de Kerm, como un mendigo que viaja a pie, y llegar así a Estre donde nací, la casa de piedra en la boscosa ladera de una montaña? ¿Por qué no volver a mi hogar? Me detuve así tres o cuatro veces mirando por encima del hombro. Cada una de estas veces creí ver entre los indiferentes rostros de la calle a alguno que era quizá un espía, el hombre que vigilaba mi salida de Erhenrang; y cada una de estas veces pensé en la locura de volver a mi casa. Un suicidio. Yo había nacido para vivir en el destierro, parecía, y mi único modo de volver era un modo de morir. De modo que seguí hacia el Oeste, y ya no miré atrás.

Luego de los tres días de gracia que se me habían concedido, y si no había contratiempos, yo me encontraría en Kuseben a orillas del golfo, a ciento treinta kilómetros. A la mayoría de los exiliados se les envía una nota de advertencia, la noche anterior a la orden de destierro, y tienen así la posibilidad de embarcarse en una nave, Sess abajo, antes que los contramaestres puedan ser castigados por dar ayuda. Cortesías semejantes no eran propias de la vena de Tibe. Ningún navegante se atrevería a llevarme ahora; todos me conocían en el puerto, ya que yo mismo lo había construido para Argaven. No podía embarcarme, y la frontera terrestre de Erhenrang está a más de seiscientos kilómetros. No me quedaba otra cosa que cruzar Kuseben a pie.

El cocinero lo había previsto. Yo lo mandé fuera en seguida, pero antes de irse el hombre me había juntado toda la comida preparada que pudo encontrar para mi viaje de tres días. Esa bondad me conservó la vida, y también el ánimo, pues cada vez que en mi viaje comí de ese pan y de esa fruta pensé: «Hay un hombre que no me considera traidor, pues me ha dado esto.»

Es duro, descubrí, que lo llamen traidor a uno, y extraño también, pues cuesta poco dar a alguien ese nombre; un nombre que se pega, se ajusta, convence. Yo mismo estaba a medias convencido.

Llegué a Kuseben al anochecer del tercer día, inquieto y con los pies llagados, pues en esos últimos años en Erhenrang yo había cedido al lujo y a la buena mesa y ya no era un buen caminador; y allí, esperando por mí a las puertas del pueblo, estaba Ashe.

Habíamos sido kemmerantes siete años, y habíamos tenido dos hijos. Nacidos de la carne de Ashe se llamaban como él, Fored rem ir Osbod, y habían sido criados en aquel clan—hogar. Tres años antes Ashe había visitado la fortaleza de Orgni y llevaba ahora la cadena dorada; celibatario de los profetas. No nos habíamos visto en esos tres años, y sin embargo mirándolo a la luz del crepúsculo bajo el arco de piedra sentí aquel viejo hábito de nuestro amor, como si se hubiese roto un día antes, y vi en Ashe aquella fidelidad que lo había impulsado a compartir mi ruina. Y comprendiendo que ese lazo ya inútil me apretaba de nuevo, sentí furia; pues el amor de Ashe me había obligado siempre a actuar contra mis sentimientos.

No me detuve. Si yo tenía que ser cruel no había necesidad de ocultarlo, y de fingir amabilidad.

—Derem —me llamó Ashe, siguiéndome. Apresuré el paso descendiendo por las empinadas calles de Kuseben, hacia los muelles.

Un viento sur soplaba desde el mar, moviendo los follajes negros de los jardines, y en aquel templado y tormentoso crepúsculo de verano huí de Ashe como de un asesino. Ashe me alcanzó pronto, pues las llagas de los pies me impedían caminar de prisa, y me habló:

—Derem, iré contigo. —No respondí.

—Diez años atrás en este mes de tuva hicimos votos…

—Y hace tres años rompiste esos votos, abandonándome, y elegiste mal.

—Nunca rompí los votos que hicimos, Derem.

—Es cierto. No había nada que romper. Fue un voto falso, un voto segundo. Lo sabes, ya lo sabías entonces. El único verdadero voto de fidelidad nunca fue dicho, no podía ser dicho, y el hombre a quien hice ese voto está muerto hace tiempo, y la promesa ya no vale. No me debes nada, ni yo a ti. Déjame ir.

Mientras yo hablaba mi cólera y mi amargura se iban volviendo de Ashe hacia mi y mi propia vida, que quedaba atrás como una promesa rota. Pero Ashe no lo sabía, y me miró con lágrimas en los ojos. —¿Me permites, Derem? No te debo nada, pero te quiero bien —dijo tendiéndome un pequeño paquete.

—No, no me falta dinero, Ashe. Déjame ir. Tengo que ir solo.

Seguí mi camino, y Ashe no me siguió, pero sí la sombra de mi hermano. Yo había hecho mal, pues no tenía que haberlo nombrado; yo había hecho mal casi todas las cosas.

La fortuna no me esperaba en el puerto. No había allí ningún barco de Orgoreyn que pudiese sacarme de Karhide antes de medianoche. Quedaban pocos hombres en los muelles, y estos pocos ya regresaban de prisa a sus casas; el único con quien pude hablar, un pescador que arreglaba el motor de una barca, alzó los ojos echándome una mirada, y me volvió la espalda en silencio. Tuve miedo entonces. El hombre me conocía, y esto significaba que estaba avisado. Tibe trataba de acorralarme y mantenerme en Karhide hasta que se me acabara el tiempo. Yo había sentido hasta ahora dolor y furia, pero no miedo. No se me había ocurrido que la orden de destierro no fuese sino una mera excusa para mi ejecución. Una vez que sonara la sexta hora yo era pieza libre para los hombres de Tibe, y nadie podría acusarlos de asesinato, ya que serían entonces bravos ejecutores de la justicia.

Me senté en un saco de arena, envuelto en las sombras y resplandores ventosos del puerto. El mar golpeaba y lamía los pilares, y unos botes de pesca tironeaban de las amarras, y allá en el otro muelle ardía una lámpara. Miré un rato la luz y más allá la oscuridad sobre el mar. Algunos despiertan ante el peligro, no yo. Mi don es la previsión. Amenazado de cerca me vuelvo estúpido, y allí estaba ahora, sentado en un saco de arena pensando si un hombre podría ir a nado hasta Orgoreyn. No había hielo en el golfo de Charisune desde hacia un mes o dos, y se podía sobrevivir un rato dentro del agua. La distancia a la costa orgota era de casi doscientos kilómetros. Yo no sabía nadar. Cuando dejé de mirar el mar y volví los ojos a las calles de Kuseben, me encontré buscando a Ashe, con la esperanza de que me hubiera seguido. Habiendo alcanzado este punto, la vergüenza me sacó del estupor y pude pensar otra vez.