Me trasladé a Mishnori como tripulante de barcas de tierra en una caravana que llevaba pescado fresco de Sbelt. Un viaje rápido y oloroso, que terminaba en los extensos mercados de Mishnori Sur, donde pronto encontré ocupación en las casas del hielo. Siempre hay trabajo en el verano en esos sitios, donde se cargan y empacan y almacenan y embarcan materiales perecederos. Yo trabajaba sobre todo en pescado, y vivía en una isla cerca de los mercados junto con mis compañeros de la casa del hielo. La isla del Pescado, la llamaban; hedía a nosotros. Pero el trabajo me gustaba pues me permitía pasar la mayor parte del día en el depósito refrigerado. Mishnori es un baño de vapor en verano. Las puertas de las montañas están cerradas: los ríos hierven, los hombres transpiran. En el mes de ockre hay diez días y diez noches en que la temperatura no baja nunca de quince grados, y un día el calor subió a treinta grados. Luego de pasarme el día en mi fresco refugio que olía a pescado, yo salía a ese horno de fundición, y caminaba tres kilómetros hasta los muelles de Kunderer, donde hay árboles, y puede verse el río caudaloso, aunque no bajar a las orillas. Allí me paseaba hasta tarde y al fin regresaba a la isla del Pescado a través de la noche cerrada y calurosa. En aquellos barrios de Mishnori la gente rompía los faroles de la calle, para poder actuar en la oscuridad. Pero los coches de los inspectores estaban siempre vigilando e iluminando esas calles oscuras, quitándoles a los pobres la única intimidad que les quedaba, la noche.
La nueva ley de registros de extranjeros, promulgada en el mes de kus como una movida táctica, en esa pugna secreta de Orgoreyn y Karhide, invalidó mi registro, y me dejó sin empleo; me pasé medio mes esperando en las antesalas de infinitos inspectores. Mis compañeros de trabajo me prestaban dinero y robaban pescado para mi cena, y así llegué a registrarme de nuevo antes de morirme de hambre; aunque yo ya había aprendido la lección.
Me gustaban esos hombres duros y leales, pero vivían en una trampa que no tenía salida, y a mi me esperaba un trabajo entre gente que me gustaba menos. Hice los llamados que venía postergando desde tres meses atrás.
Al día siguiente yo lavaba mi camisa en el patio de la isla del Pescado junto con otros hombres, todos desnudos o semidesnudos, cuando a través de los vapores y hedores de la grasa y el pescado y el golpeteo del agua oí que alguien me llamaba por mi nombre de tierras: y allí estaba el comensal Yegey en el lavadero, con el mismo aspecto con que se me había aparecido en la recepción del embajador del Archipiélago en la sala de ceremonias del palacio de Erhenrang, siete meses antes.
—Salga de ahí, Estraven —me dijo en la voz alta, grave, nasal de la gente rica de Mishnori. —Oh, deje esa camisa.
—No tengo otra.
—Sáquela de esa sopa entonces y venga. Está caluroso aquí.
Los otros hombres lo miraron con una curiosidad sombría, reconociéndolo como hombre rico, aunque no sabían que era un comensal. No me gustó verlo allí; hubiese podido enviar a alguien. Muy pocos orgotas tienen algún sentido de la decencia, y yo quería sacarlo de allí cuanto antes. No me sentía cómodo en la camisa mojada, de modo que le dije a un muchacho desocupado que iba y venia por el patio que me la guardara hasta que yo volviese. Pagué mis deudas y la renta, y con los papeles en el bolsillo del hieb, y sin camisa, dejé la isla de los Mercados, y fui con Yegey de vuelta entre las casas de los poderosos.
Así fui registrado en los archivos de Orgoreyn, secretario de Yegey, aunque no como dígito sino como dependiente. Los nombres comunes no les bastan, han de señalar alguna clasificación, e indicar el tipo antes que se vea la cosa. Pero esta vez la clasificación resultó adecuada. Yo era dependiente, y pronto me encontré maldiciendo el propósito que me había traído aquí a comer el pan de otro hombre. Pues durante todo un mes no me dieron señal de que yo me hubiese acercado algo más a la meta que cuando estaba en la isla del Pescado.
En el lluvioso anochecer del último día de verano, Yegey me llamó a su estudio, donde lo encontré hablando con el comensal del distrito de Sekeve, Obsle, a quien yo había conocido en Erhenrang como jefe de la comisión de comercio naval. Bajo de estatura, inclinado de hombros, con ojitos triangulares en una cara de veras chata, hacía una rara pareja con Yegey, todo delicadeza y huesos. La vieja regañona y el joven petimetre, parecían, pero eran algo más que eso. Eran dos de los Treinta—y—tres que gobernaban Orgoreyn, y, de nuevo, eran algo más que eso.
Una vez cambiadas las primeras cortesías, y luego de beber un trago de agua de vida de Sidish, Obsle suspiró y me dijo: —Cuénteme ahora por qué hizo usted lo que hizo en Sassinod, Estraven, pues si hubo alguna vez un hombre incapaz de equivocarse en la oportunidad de un acto o la consideración de un shifgredor yo pensaba que ese hombre era usted.
—El miedo se sobrepuso en mí a la precaución, comensal.
—¿Miedo de qué demonios? ¿De qué tenía usted miedo, Estraven?
—De lo que está ocurriendo ahora. La continuación de esa lucha de prestigio en torno al valle de Sinod; la humillación de Karhide, la cólera que nace de la humillación; la utilización de esa cólera por parte del gobierno karhidi.
—¿Utilización? ¿Con qué propósito?
Obsle no era hombre de buenas maneras; Yegey, delicado y quisquilloso, nos interrumpió: —Comensal, el Señor Estraven es mi huésped y no es necesario que soporte interrogatorios…
—El Señor Estraven responderá a preguntas cuándo y cómo le parezca adecuado, como ha hecho hasta ahora —dijo Obsle sonriendo con una mueca, una aguja oculta en un montón de grasa —. Sabe muy bien que está aquí entre amigos.
—Tomo mis amigos donde los encuentro, comensal, pero desde hace un buen tiempo no me preocupa conservarlos.
—Ya entiendo. Podemos empujar un trineo juntos sin ser kemmerantes, como decimos en Eskeve, ¿eh?. Qué demonios, sé por qué lo exiliaron a usted, mi querido: por poner a Karhide por encima del rey.
—Mejor por poner al rey por encima de su primo, quizá.
—O por poner a Karhide por encima de Orgoreyn —dijo Yegey —. ¿Me equivoco, Señor Estraven?
—No, comensal.
—¿Quiere decir —preguntó Obsle —, que Tibe desea que Karhide tenga un gobierno como el nuestro, eficiente?
—Sí, creo que Tibe, empleando la disputa del valle de Sinod como un aguijón, y afilándolo cada vez que sea necesario, puede traer a Karhide el cambio más grande del último milenio. Tiene un modelo de trabajo, el Sarf. Y sabe cómo manejar los miedos de Argaven. Es más fácil que tratar de despertar el coraje de Argaven, como hice yo. Si Tibe triunfa, descubrirán, caballeros, que tienen un enemigo digno de ustedes.
Obsle asintió con un movimiento de cabeza. —Renuncio al shifgredor —dijo Yegey —. ¿Qué trata de decir, Estraven?
—Esto: ¿cabrán en el Gran Continente dos Orgoreyns?
—Ay, ay, ay, el mismo pensamiento —dijo Obsle —, la misma idea: me la puso usted en la cabeza hace mucho tiempo, Estraven, y nunca pude quitármela. Nuestra sombra se alarga demasiado. Pronto cubrirá también a Karhide. Una contienda entre dos clanes, si; un saqueo entre dos ciudades, sí; una disputa fronteriza y unos pocos asesinatos y graneros incendiados, sí; ¿pero una contienda entre dos naciones? ¿Un saqueo en que intervienen cincuenta millones de almas? Oh, por la dulce leche de Meshe; es una imagen que me ha quemado como un fuego, algunas noches, y he tenido que levantarme, empapado en sudor… No estamos seguros, no estamos seguros. Tú lo sabes, Yegey, tú lo has dicho a tu modo, muchas veces.
—He votado hasta trece veces contra el mantenimiento de esa disputa del valle de Sinod. ¿De qué ha servido? El partido de las dominaciones dispone de veinte votos incondicionales, y cualquier movida de Tibe fortalecerá el poder que el Sarf tiene sobre esos veinte. Tibe levanta una cerca a lo largo del valle, pone guardias en esa cerca armados de fusiles de saqueo… ¡Fusiles de saqueo! Uno pensaría que los guardan en los museos de historia. Proporciona un blanco a la facción de las dominaciones, cada vez que ellos lo necesitan.