Sin embargo los guedenianos no son neutros. Son potenciales, o integrales. No habiendo en mi idioma el equivalente del «pronombre humano» karhidi, y que se refiere en todos los casos a las personas en sómer, diré «él» por las razones que nos llevan a emplear el pronombre masculino refiriéndonos a un dios trascendente: es menos definido, menos específico que el neutro o el femenino. Pero esta recurrencia del pronombre masculino en mis pensamientos me hace olvidar continuamente que el karhíder con quien estoy no es un hombre, sino un hombre—mujer.
El primer móvil, si se envía uno, ha de recordar esta advertencia; si no está muy seguro de sí mismo o es un anciano se sentirá humillado a menudo. Un hombre desea que se tenga en cuenta su virilidad, una mujer desea que se aprecie su femineidad, por más indirectos y sutiles que sean este tener en cuenta y estas apreciaciones. En Invierno no existen. Uno es respetado y juzgado sólo como ser humano. La experiencia es asombrosa.
De vuelta a mi teoría. Buscando cuáles pudieran ser los propósitos de un experimento semejante, si ha sido un experimento, y tratando quizá de no acusar a nuestros antecesores hainis del pecado de barbarismo, tratar vidas como cosas, he de aventurar aquí algunas hipótesis.
El ciclo sómer—kémmer nos parece degradante, una vuelta del ciclo estro de los mamíferos inferiores, una sumisión de los seres humanos al imperativo mecánico del celo. Es posible que los experimentadores trataran de averiguar si los seres humanos despojados de una potencialidad sexual continua siguen siendo inteligentes y capaces de crear cultura.
Por otra parte, la limitación del impulso sexual, en un plazo de tiempo discontinuo, y la «homogeneidad» del estado andrógino, han de prevenir, de modo notable, tanto la explotación como la frustración de ese mismo impulso. Tiene que haber frustración sexual (aunque la sociedad trata de impedirlo, pues mientras las dimensiones de la unidad social permitan que por lo menos dos personas estén en kémmer al mismo tiempo la satisfacción sexual está bastante asegurada); pero por lo menos no puede acumularse; termina junto con el kémmer. Sí, y de este modo se evitan pérdidas de tiempo y mucha insensatez, pero, ¿qué queda en sómer? ¿Qué se sublima entonces? ¿A dónde puede llegar una sociedad de eunucos? Aunque por supuesto, no son eunucos, y sería mejor llamarlos en sómer—prepúberes: no castrados, latentes.
Otra hipótesis sobre el objeto del posible experimento: la eliminación de la guerra. ¿Creían los antiguos hainis que la capacidad sexual continua y la opresión social organizada, atributos que no se encuentran en otros mamíferos que el hombre, son causa y efecto? O, como opina Tumass Song Angot, ¿consideraban quizá que la guerra es una actividad de desplazamiento puramente masculina, una vasta violación, y decidieron así eliminar la masculinidad que viola y la femineidad que es violada? Dios lo sabe. El hecho es que los guedenianos, aunque extremadamente competitivos (como lo prueban los elaborados medios sociales que invitan a luchas de prestigio, etc.) no parecen ser muy agresivos; por lo menos y hasta ahora, no han tenido nunca algo que pudiera llamarse una guerra. Se matan a veces, y rápidamente, de a uno o de a dos; rara vez de a diez o veinte; nunca de a cien o mil. ¿Por qué?
Quizá esto no tenga ninguna relación con esa psicología andrógina. No son tantos, al fin y al cabo, y no olvidemos el clima. El clima de Invierno es tan desapacible, tan cerca del límite de lo tolerable aun para ellos que se han adaptado de tantos modos al frío, que quizá el espíritu de lucha se agota en la lucha contra el frío. Los pueblos marginales, los pueblos que pasan sin dejar muchas huellas, no son casi nunca guerreros. Y en última instancia, quizá el factor dominante de la vida guedeniana no sea el sexo o cualquier otra actividad humana, sino el ambiente, ese mundo helado. Aquí el hombre ha tropezado con un enemigo más cruel que él mismo.
Soy una mujer del pacifico Chiffevar, y de ningún modo una experta en los atractivos de la violencia o la naturaleza de la guerra. Algún otro tendrá que investigar aquí más a fondo. Sin embargo, no sé en ver dad cómo alguien podría dar valor a la victoria o a la gloria luego de pasar un invierno en Invierno, y de haberle visto la cara al Hielo.
8. Otro camino a Orgoreyn
Pasé el verano más como investigador que como móvil, yendo por las tierras de Karhide de pueblo en pueblo, de dominio en dominio, mirando y escuchando, cosas que un móvil no puede hacer al principio, cuando todavía es una monstruosidad y una maravilla, y ha de estar siempre en el escenario, preparado para actuar. Cuando llegaba a esos hogares y aldeas rurales yo acostumbraba decir quién era; la mayoría algo había oído en la radio y alguna idea tenía de mi. Eran gente curiosa, unos más, otros menos. Pocos se asustaban, o mostraban alguna repulsión xenófoba. El enemigo en Karhide no es un extraño, un invasor. El extraño que llega anónimamente es un huésped. El enemigo es el prójimo.
Durante el mes de kus viví en la costa occidental en un clan—hogar llamado Gorinherin, una ciudadela granja construida sobre una loma, por encima de las nieblas eternas del océano Hodomin.
Viven allí unas quinientas personas. Cuatro mil años atrás yo hubiese encontrado a los antepasados de estas gentes viviendo en el mismo sitio, en el mismo tipo de casa. A lo largo de esos cuatro milenios había aparecido el motor eléctrico; y la máquina de tejer, los vehículos de motor, la maquinaria agrícola pasaron a ser de uso común; la Edad de la Máquina continuó desarrollándose, gradualmente, sin revolución industrial, sin revolución alguna. Invierno había llegado así en treinta siglos a lo que Terra había hecho en treinta décadas. Aunque Invierno no había pagado el precio que había pagado Terra.
Invierno es un mundo inamistoso. Las cosas mal hechas tienen un castigo rápido, seguro: muerte de frío o muerte de hambre. No hay alternativa, no hay postergación. Un hombre puede confiar en su propia suerte, pero no una sociedad, y los cambios culturales, como las mutaciones espontáneas, favorecen a veces las intervenciones del azar. De modo que los guedenianos marcharon muy despacio. Observando un momento cualquiera de la historia de Invierno un testigo no demasiado apresurado hubiese podido decir que la expansión y el progreso tecnológicos habían cesado del todo. Sin embargo, no es así. Compárese el torrente con el glaciar. Los dos llegan a donde tienen que ir.
Hablé mucho con la gente vieja de Gorinherin, y también con los niños. Era mi primera posibilidad de ver de cerca a niños guedenianos, pues en Erhenrang están todos en las escuelas y hogares privados y públicos. De un cuarto a un tercio de la población está dedicada casi exclusivamente a la crianza y educación de los niños. Aquí el clan entero cuidaba de la progenie; nadie y todos eran responsables. Los niños corrían por esas playas y montes nublados. Cuando conseguí al fin hablar una vez con ellos, descubrí que eran tímidos, orgullosos, e inmensamente confiados.
Los instintos paternos son tan variados en Gueden como en cualquier otra parte. No es posible generalizar. Nunca vi a un karhíder que golpeara a un niño. Vi una vez a uno que le hablaba a un niño muy airadamente. La ternura que muestran con los niños me sorprendió como algo profundo, efectivo, y casi libre de toda posesividad, y quizá sólo por esto —la falta de posesividad —distinto de lo que llamaríamos «instinto materno». Pienso que no vale la pena tratar de distinguir aquí entre el instinto materno y el paterno; el paterno, el deseo de cuidar, de proteger, no es una característica de índole sexual.
En los primeros días de hakanna, encontrándome en Gorinherin, oímos en el boletín de Palacio, entre susurros de estática, la noticia de que el rey Argaven estaba esperando un heredero. No otro hijo del kémmer, de los que ya tenía siete, sino un heredero en la carne, un hijo del rey. El rey estaba embarazado.