Me pareció cómico, y lo mismo opinaron los hombres de los clanes de Gorinherin, aunque por otras razones. Pensaban que el rey era demasiado viejo para llevar la carga de un embarazo, y se reían a carcajadas y decían obscenidades. Los viejos bromearon sobre el asunto durante días. Se reían del rey, aunque por otra parte no les interesaba mucho. «Los dominios son Karhide», había dicho Estraven; estas palabras y como muchas de las dichas por Estraven, me venían una y otra vez a la cabeza cuando yo aprendía algo más. Este simulacro de nación, unificada durante siglos, era un hervidero de ciudades descoordinadas, pueblos, aldeas, seudounidades económicas feudo—tribales, un revoltijo de individualidades vigorosas, competentes, pendencieras, sobre las que se posaba la mano insegura y leve de la autoridad. Nada, pensé, uniría nunca a Karhide como nación. La difusión masiva de aparatos de comunicación rápida, cuya consecuencia casi inevitable sería el nacionalismo, no había cambiado nada. Los ecúmenos no pueden hablarles a estos pueblos como si fuesen una unidad social, una entidad movilizable; tendrían que apelar a la humanidad de las gentes de Karhide, ese fuerte sentido que ya tenían, aunque no desarrollado, de la unidad humana. Me entusiasmé de veras pensándolo. Yo me equivocaba, por supuesto; sin embargo, había aprendido algo de los guedenianos que me sería útil más tarde.
Si yo no quería pasar todo el año en Karhide tenía que volver a la Cascada del Oeste antes que cerraran los pasos de Kargav. Aun aquí en la costa, ya habían caído dos nevadas ligeras en el último mes de verano. No de buena gana partí otra vez hacia el oeste, y llegué a Erhenrang a comienzos de gor, el primer mes de otoño. Argaven estaba ahora recluido en el palacio de verano de Varrever, y había nombrado a Pemmer Harge rem ir Tibe como regente por el periodo que durara el confinamiento. Tibe ya estaba aprovechando al máximo esos meses de poder. Antes que pasaran dos horas desde mi llegada a la ciudad, descubrí que mi análisis de Karhide tenía una falla —ya era anacrónico —y al mismo tiempo empecé a sentirme incómodo, quizá inseguro, en Erhenrang.
Argaven no estaba en sus cabales; la siniestra incoherencia de este hombre oscurecía la atmósfera de la capital. Argaven se alimentaba de miedo. Todo lo que se había hecho de bueno en el reino era obra de los ministros y el kiorremi. Aunque Argaven no hacía mucho daño. La lucha que libraba contra sus propias pesadillas no había afectado al reino. El primo de Argaven, en cambio, Tibe, era otra clase de pez, pues su locura tenía lógica. Tibe sabía cuándo era el momento de actuar, y cómo actuar. El problema era que no sabía cuándo había que detenerse.
Tibe hablaba mucho por radio. Estraven, mientras estuvo en el poder, nunca había recurrido a estos medios, y era algo que no estaba en las costumbres de los karhíderos; el gobierno no era casi nunca entre ellos una representación pública, sino una actividad enmascarada. Sin embargo, Tibe peroraba. Oyéndolo por radio vi otra vez aquella sonrisa de largos dientes, y el rostro oculto detrás de una red de finas arrugas. Los discursos de Tibe eran largos y ruidosos: alabanzas de Karhide, críticas a Orgoreyn, condenaciones de los «grupos desleales», discusiones sobre la «integridad de las fronteras del reino», conferencias sobre historia y moral y economía, todo en un tono emotivo, afectado y retumbante que subía al agudo junto con las vituperaciones o adulaciones. Hablaba mucho del orgullo natal y del amor a la patria, pero poco del shifgredor, el orgullo personal o el prestigio. ¿Habría perdido Karhide tanto prestigio en el valle de Sinod que no se podía tocar el caso? No, pues Tibe hablaba a menudo del valle. Decidí que evitaba deliberadamente toda referencia al shifgredor porque deseaba despertar emociones más elementales y difíciles de dominar. Toda la estructura del shifgredor no era para los fines de Tibe sino un refinamiento y una sublimación de estas emociones. Tibe deseaba que sus oyentes se asustaran y enojaran. Los temas de las charlas no eran en realidad el orgullo y el amor; estas palabras reaparecían una y otra vez, pero tal como las empleaba Tibe significaban complacencia y odio. Hablaba mucho también de la verdad, que estaba allí, decía, «bajo el barniz de la civilización».
Es una metáfora especiosa, ubicua, durable, esta del barniz o la pintura, o la película, o lo que sea, que oculta la realidad más noble de abajo. La imagen oculta a la vez una serie de falacias; una de las más peligrosas es la idea de que la civilización, siendo artificial, se opone a la naturaleza, la vida primitiva… Por supuesto, no hay tal barniz sino un proceso de crecimiento, y la vida primitiva y la civilización son distintos grados de lo mismo. Si la civilización tiene un opuesto, este es la guerra. La guerra y la civilización no son coincidentes. Se tiene tina o la otra, no las dos. Escuchando esos fieros y alienados discursos creí descubrir los propósitos de Tibe: obtener mediante la persuasión y el miedo que la gente de Karhide cambiara los términos de una elección que ya estaba decidida antes que empezara la historia del país: la elección entre estos opuestos.
El tiempo estaba maduro. Es cierto que el desarrollo material y tecnológico había sido allí muy lento, y que los guedenianos no eran entusiastas del «progreso» por sí mismo. Habían logrado al fin, en los últimos cinco o diez o quince siglos, adelantarse un poco a la naturaleza. Ya no estaban del todo a merced de aquel clima implacable; una mala cosecha no mataba ya de hambre a toda una provincia, ni ningún duro invierno aislaba todas las ciudades. Apoyándose en esta estabilidad material Orgoreyn había levantado poco a poco un estado centralizado, unificado, y cada día más eficiente. Ahora Karhide tenía que tomar aliento y hacer lo mismo; y el modo de hacerlo no era acicatearle el orgullo, o desarrollando el comercio, o mejorando los caminos, las granjas, los colegios, y cosas así; todo esto era civilización, barniz, y Tibe lo rechazaba con desprecio. Lo que él pretendía era algo más seguro: el camino cierto, rápido y duradero para transformar un pueblo en una nación: la guerra. Las ideas que tenía a propósito de la guerra no eran quizá muy claras, pero sí sólidas. No hay otra manera rápida de movilizar a la gente, excepto una nueva religión. No había ninguna nueva religión a mano, y Tibe recurría a la guerra.
Le envié al regente una nota en la que le hablaba de mi pregunta a los profetas de Oderhord, y de la respuesta que me habían dado. Tibe no me contestó. Fui entonces a la embajada de Orgoreyn y pedí permiso para entrar en Orgoreyn.
En las oficinas de los Estables del Ecumen en Hain no vi nunca en verdad tantos funcionarios como en aquella embajada de un pequeño país en otro pequeño país, y todos ellos estaban armados con cientos de metros de cintas y registros sonoros. Eran lentos, prolijos, ninguno mostraba la arrogancia y los repentinos cambios de humor que caracterizan la burocracia de Karhide. Esperé, mientras ellos llenaban formularios.
La espera se hizo al fin bastante molesta. Los guardias de palacio y los policías de la ciudad parecían multiplicarse día a día en las calles de Erhenrang; iban todos armados, y era posible advertir la aparición de algo semejante a un uniforme. Había en la ciudad un aire de decaimiento, aunque los negocios marchaban bien, la prosperidad era general, y el tiempo bueno. Nadie quería tener muchas relaciones conmigo. Mi «ama de llaves» ya no mostraba mi cuarto a los curiosos y más bien se quejaba de las molestias que le traían las «gentes del Palacio», y me trataba menos como un honorable espectáculo que como un sospechoso político. Tibe hizo un discurso a propósito de un saqueo en el valle de Sinod: unos «valientes granjeros karhideros, verdaderos patriotas» habían atravesado la frontera sur de Sassinod, habían atacado una aldea orgota, incendiándola y luego de matar a siete aldeanos habían arrastrado los cadáveres arrojándolos al río Ey. «Una tumba semejante», dijo el regente «espera a todos los enemigos de la nación.» Escuché esta transmisión en el comedor de mi isla. Algunas gentes escuchaban poniendo mala cara, otros parecían desinteresados, y otros satisfechos, pero en todas estas expresiones, descubrí, había un elemento común, un pequeño tic o espasmo facial que antes no se veía a menudo: una mueca de ansiedad.