Aquella noche yo estaba en mi cuarto cuando alguien vino a verme, la primera visita desde mi regreso a Erhenrang. Era un hombre menudo, lampiño, tímido y llevaba del cuello la cadena dorada de un profeta, un celibatario. —Soy amigo de alguien que le dio su amistad —me dijo, con la brusquedad de los tímidos —. He venido a pedirle a usted un favor, en beneficio de ese amigo.
—¿Habla usted de Faxe?
—No. De Estraven.
Mi expresión animosa debió de haber cambiado. Hubo una breve pausa, y luego el extraño dijo: —Estraven, el traidor, usted quizá lo recuerda.
La cólera había desplazado a la timidez, y el hombre iba a transformar el diálogo en un conflicto de shifgredor. Si yo deseaba entrar en el juego mi próxima movida tenía que ser algo así como: «No estoy seguro, cuénteme algo de él.» Pero esto no me interesaba, y ya estaba acostumbrado al temperamento volcánico de los karhíderos. Enfrenté la cólera del hombre, desaprobándola, y dije: —Por supuesto que lo recuerdo.
—Pero no con amistad. —Los ojos oscuros, oblicuos y ladinos me miraban directamente.
—Bueno, quizá con gratitud y decepción. ¿Lo envió él?
—No.
Esperé a que el hombre se explicara.
—Perdón —dijo —. Fue una presunción mía. Permítame aceptar las consecuencias de esa presunción.
Detuve al tieso hombrecito, que ya iba hacia la puerta. —Por favor, no sé quién es usted, o lo que usted quiere. No me he rehusado. Tampoco he aceptado. Ha de concederme usted el derecho a mostrarme prudente. Estraven fue desterrado por apoyar aquí mi misión…
—¿Se considera usted en deuda por ese motivo?
—Bueno, de algún modo. Sin embargo, mi misión está por encima de deudas y lealtades personales.
—Entonces —dijo el extraño en un tono de áspera seguridad —es una misión inmoral.
Callé. El hombre me recordaba ahora a los abogados del Ecumen, y yo no tenía respuesta.
—No lo creo así —dije al fin —; las debilidades han de cargarse al mensajero y no al mensaje. Pero dígame por favor qué desea de mí.
—Tengo un poco de dinero, rentas y deudas, que he podido salvar del naufragio económico de mi amigo. Enterado de que partía usted hacia Orgoreyn, pensé en pedirle que le llevara este dinero, si lo encuentra allá. Como usted sabe le estoy pidiendo que cometa una falta punible. Quizá además sea inútil. Es posible que esté en Mishori en una de esas condenadas granjas, o muerto. No encuentro modo de saberlo. No tengo amigos en Orgoreyn y aquí no hay nadie a quien me atreva a preguntárselo. Pensé en usted como alguien que está por encima de la política, libre de ir y venir. No se me ocurrió que usted tendría también, por supuesto, ideas políticas propias. Le pido disculpas por mi torpeza.
—Bueno, le llevaré el dinero. Pero, ¿a quién se lo devolveré si él está muerto o no es posible encontrarlo?
El hombre me miró. Torció la cara, y sofocó un sollozo. La mayoría de los karhíderos tienen el llanto fácil, pues no se avergüenzan de las lágrimas más que de la risa. —Gracias —dijo —. Mi nombre es Fored. Soy un recluso de la fortaleza de Orgni.
—¿Pertenece al clan de Estraven?
—No. Fored rem ir Osbod. Yo fui su kemmerante.
Estraven no había tenido compañero de kémmer en el tiempo que yo lo conocí, pero me era imposible sospechar de este hombre. Quizá estaba sirviendo involuntariamente a los propósitos de alguien, pero decía la verdad. Y acababa de darme una lección: que el shifgredor puede plantearse en un nivel ético, y que el jugador experto ganará así fácilmente. El hombre me había acorralado con sólo dos jugadas. Llevaba consigo el dinero y me lo dio, una suma considerable en notas mercantiles de crédito del reino de Karhide, nada que pudiera incriminarme, y nada por lo tanto que me impidiese gastármelas.
—Si lo encuentra usted… —El hombre se interrumpió.
—¿Un mensaje?
—No. Pero si yo pudiese saber…
—Si lo encuentro trataré de enviarle a usted noticias.
—Gracias —dijo él, y me tendió las manos, un ademán amistoso que no es demasiado común en Karhide —. Le deseo éxito en su misión, señor Ai. El, Estraven, creía que usted venía aquí con buenos motivos. Sí, lo creía de veras.
No había nada en el mundo para este hombre fuera de Estraven. Era uno de esos que están condenados a amar una sola vez. Hablé de nuevo: —¿No quiere usted que le diga algo?
—Dígale que los niños están bien —me respondió; en seguida titubeó y dijo serenamente —: Nusud, no es nada —y se fue.
Dos días más tarde dejé Erhenrang a pie, esta vez por el camino del noroeste. Mi permiso para entrar a Orgoreyn había llegado mucho más pronto de lo que me habían anunciado los empleados y oficiales de la embajada orgota o de lo que ellos mismos habían esperado; cuando fui a retirar los papeles me trataron con una especie de respeto ponzoñoso, como si se sintieran resentidos de que la autoridad de alguien me hubiese librado de protocolos y regulaciones. En Karhide no hay nada que regule la salida del país, de modo que partí en seguida. Yo ya había aprendido a lo largo del verano qué país era Karhide para caminar a pie. Caminos y posadas están preparados para el tránsito de los caminantes tanto como para los vehículos motorizados, y donde no hay posadas uno puede confiar del todo en el código de la hospitalidad. Los ciudadanos de los codominios y los aldeanos, granjeros y señores de cualquier dominio darán al viajero alimento y comida por tres días, según el código, y por muchos más en la práctica; y lo mejor es que a uno lo reciben sin alboroto, sonriendo, como si hubieran estado esperándolo.
Anduve un tiempo por esas espléndidas tierras en declive entre Sess y el Ey, sin apresurarme, ganándome el sustento un par de mañanas en los campos de los grandes dominios, donde estaban recogiendo la cosecha, y utilizando todas las máquinas, herramientas y manos posibles antes que cambiara el tiempo. Fue dorada y serena, aquella semana de caminatas; y de noche, antes de acostarme, yo salía de la granja a oscuras o la sala—hogar iluminada donde estaba alojado, y daba un paseo por los rastrojos mirando las estrellas, que brillaban como lejanas ciudades en la ventosa sombra de otoño.
En verdad, me resistía a dejar estas tierras, que yo había encontrado tan amables con el extranjero, aunque tan indiferentes hacia el Enviado. Temía de veras tener que recomenzarlo todo, tratando de repetir mis noticias en un nuevo lenguaje ante nuevos oyentes, y quizá volviendo a fracasar. Fui en algún momento más hacia el norte que hacia el este, justificando mis zigzagueos por mi interés en ver la región del valle de Sinod, el centro de la rivalidad entre Karhide y Orgoreyn. Aunque el cielo seguía despejado, el frío aumentaba, y al fin me volví al oeste antes de llegar a Sassinod, recordando que había una cerca en aquella región de la frontera, y que allí no era quizá tan fácil salir de Karhide. Aquí la frontera era el Ey, un río estrecho pero torrentoso, alimentado por el agua de los glaciares, como todos aquellos ríos continentales. Retrocedí unos pocos kilómetros hacia el sur buscando un puente, y llegué a uno que unía dos pequeños caseríos. Passerer en el lado de Karhide y Siuvensin en Orgoreyn se miraban somnolientos por encima del ruidoso Ey.
El guardián de Karhide sólo me preguntó si yo tenía pensado volver esa noche, y me despidió con un descuidado ademán. En el lado orgota llamaron a un inspector que inspeccionó mi pasaporte, y mis papeles durante una hora, una hora karhidi. Conservó el pasaporte diciéndome que lo reclamara a la mañana siguiente, y me dio en cambio un permiso para comer y alojarme en la comensalía de tránsito de Siuvensin. Pasé otra hora en la oficina de la casa de tránsito, mientras el superintendente leía mis papeles y verificaba la autenticidad de mi permiso llamando por teléfono al inspector de la estación fronteriza, de donde yo venia.