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No podría definir adecuadamente la palabra orgota que he traducido aquí como «comensal», «comensalía». La raíz es un vocablo que significa «comer juntos». En su uso incluye todas las instituciones nacionales gubernamentales de Orgoreyn, desde el Estado como totalidad en sus treinta y tres subestados o distritos, hasta los subestados, las ciudades, las granjas comensales, las minas, las factorías, etcétera. Como adjetivo se aplica a todo lo que he citado, en la forma «los comensales» se refiere casi siempre a las treinta y tres cabezas de distrito, que forman el cuerpo de gobierno, ejecutivo y legislativo, o la Gran Comensalía de Orgoreyn, pero también se refiere a los ciudadanos, el pueblo. En esta curiosa falta de distinción entre las aplicaciones generales y específicas de la palabra, tanto para el todo como para la parte, el estado como el individuo, en esta imprecisión ha de encontrarse el significado más exacto.

Mis papeles y mi presencia fueron aprobados al fin, y hacia la hora cuarta tuve mi primera comida luego del desayuno temprano: una cena, potaje de kardik y rodajas frías de pan de manzana. A pesar de tantas guarniciones militares, Siuvensin era un sitio pequeño y atrasado, hundido profundamente en una modorra campesina. La casa comensal de tránsito era más reducida que su nombre. El comedor tenía una mesa y cinco sillas, y no había chimenea; la comida la traían de la tienda de calor del pueblo. El otro cuarto era el dormitorio: seis camas, mucho polvo, y un poco de moho. Yo era el único ocupante. Como me pareció que todos los de Siuvensin se habían ido a la cama directamente después de cenar, hice lo mismo. Me dormí en ese completo silencio del campo en que le silban a uno los oídos. Dormí una hora y me desperté en medio de una pesadilla de explosiones, invasiones, asesinatos y conflagraciones.

Fue una pesadilla particularmente horrible, de esas en las que uno corre en la oscuridad por una calle desconocida, colmada de gente que no tiene cara, mientras, detrás, los edificios se levantan en llamas, y los niños chillan.

Me desperté en un campo abierto, de pie sobre unos rastrojos secos, junto a una cerca negra. La opaca y rojiza media luna y algunas estrellas brillaban arriba entre las nubes. El viento era cortante y frío. Cerca de mi la mole de un establo o un granero asomaba en la oscuridad, y vi allá a lo lejos torbellinos de chispas que subían en el viento.

Yo estaba con las piernas y los pies desnudos, en camisa, sin pantalones, túnica o chaqueta; pero conservaba aún mi mochila. Llevaba allí no sólo unas ropas sueltas sino también mis rubíes, dinero, documentos, papeles, y el ansible; y siempre que viajo duermo con la mochila como almohada. Era evidente que yo no la soltaba ni siquiera durante las peores pesadillas. Saqué un par de zapatos y unos pantalones y mi túnica de piel y me vestí allí en el silencio del campo oscuro y frío, mientras Siuvensin humeaba detrás, a un kilómetro. Al fin eché a andar en busca de un camino, y pronto lo encontré, y había allí otra gente. Eran también refugiados, como yo, aunque ellos sabían a dónde iban. Los seguí, pues yo no tenía otro destino que el de alejarme de Siuvensin, que (según me dijeron mientras caminábamos) había sido saqueada por las gentes de Passerer, la aldea del otro lado del puente.

Habían atacado, e incendiado, retirándose en seguida. No había habido lucha. De pronto unas luces atravesaron la oscuridad, hacia nosotros, y escurriéndonos a un costado del camino vimos una caravana, veinte camiones, que venía a toda velocidad desde el oeste hacia Siuvensin y pasó a nuestro lado con un relampagueo de luces y un siseo de ruedas repetidos veinte veces; luego silencio y otra vez oscuridad.

Pronto llegamos a una comuna campesina donde nos detuvieron y nos interrogaron. Traté de incorporarme al grupo que había venido siguiendo, pero no tuve suerte. Tampoco ellos, cuando no llevaban consigo papeles de identidad. Yo como extranjero sin pasaporte, y junto con estos últimos, fui separado de la manada, y me llevaron a dormir a un depósito de granos, un vasto semisótano de piedra, con una puerta sobre nosotros que se cerraba desde afuera, y ninguna ventana. De vez en cuando abrían la puerta y un policía campesino armado con el «fusil» sónico guedeniano echaba dentro un nuevo refugiado. Cerrada la puerta, la oscuridad era impenetrable, tanto que los ojos, engañados, creían ver chispas de luz y puntos ardientes que iban y venían por la sombra, en torbellinos. El aire era frío, y olía a polvo y grano. Nadie llevaba una linterna; todos los que estaban allí habían sido sacados a la fuerza de la cama, lo mismo que yo, y dos de ellos estaban literalmente desnudos, y los otros les habían dado mantas para el camino. No tenían nada. Les habría convenido tener papeles por lo menos. Era preferible estar desnudo a no tener papeles, en Orgoreyn.

Estábamos sentados aquí y allá en aquella sombra hueca, inmensa y polvorienta; a veces dos conversaban un rato en voz baja. No había ningún signo de camaradería, el reconocimiento de que todos éramos prisioneros. No había quejas.

Oí un susurro a mi izquierda: —Ocurrió en la calle, frente a mi casa. Lo habían degollado.

—Son esas armas que tiran piezas de metal. Armas de saqueo. Tiena dijo que no eran de Passerer sino del dominio de Ovord, y que habían llegado en camiones.

—Pero no hay ninguna disputa entre Ovord y Siuvensin.

No entendían, no se quejaban, luego de haber sido echados de sus casas por las armas y el fuego. Unos compatriotas los habían encerrado en ese sótano, y sin embargo no protestaban. No trataban de explicarse lo que había pasado. Los murmullos en la oscuridad, escasos y casi inaudibles, en la sinuosa lengua orgota da lengua karhidi parecía en comparación un ruido de piedras en una lata) cesaron poco a poco. La gente dormía, un niño alborotó un rato, lejos, en la oscuridad, respondiendo con un llanto al eco de su propio llanto.

La puerta se abrió de pronto chillando y era pleno día; la luz del sol cayó como un cuchillo en los ojos, brillante y terrible. Me incorporé tambaleándome detrás de los otros y empecé a seguirlos mecánicamente cuando oí que decían mi nombre. No lo había reconocido; ese orgota ante todo pronunciaba la L Luego de abrirse la puerta, alguien había estado llamándome a intervalos.

—Por aquí, por favor, señor Ai —dijo una persona vestida de rojo, y que parecía tener prisa, y yo dejé de ser un refugiado. Me separaron de aquellas criaturas anónimas con quienes yo había huido por un camino oscuro y cuya falta de identidad había compartido en un sitio oscuro, toda la noche. Me dieron un nombre, fui conocido y reconocido. Me sentí de veras aliviado. Seguí de buen ánimo a mi guía.

En la oficina del centro comensal local todo estaba alborotado y revuelto, pero tuvieron tiempo de ocuparse de mí y me pidieron disculpas por las incomodidades de la noche anterior. —¡Si al menos no se le hubiese ocurrido entrar por la comensalidad de Siuvensin! —se lamentó un inspector gordo —. ¡Si hubiese tomado usted los caminos de costumbre! —No sabían quién era yo o por qué estaba allí, y esta obvia ignorancia no cambiaba nada. Genly Ai, el Enviado, tenía que ser tratado como persona distinguida. Lo fue. A media tarde yo ya estaba camino de Mishnori en un coche que el centro comensal de Homsvashom del Este había puesto a mi disposición. Yo tenía ahora un nuevo pasaporte, y un bono gratuito para todas las casas de tránsito del camino, y una invitación telegrafiada para visitar en Mishnori la residencia del primer comisionado comensal del distrito de Vías de Entrada y Puertos, el señor Ud Shusgis.