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—Señor Shusgis —dije emocionado —. Me siento perfectamente en casa.

No estuvo satisfecho hasta conseguir otra piel de pesdri para la cama, y más leños para la chimenea.

—Sé cómo es —dijo —. Cuando yo esperaba un niño nunca alcanzaba a calentarme del todo: tenía los pies siempre fríos, me pasé el invierno sentado junto al fuego. Hace mucho, por supuesto, pero lo recuerdo bien. —Los guedenianos son casi siempre padres jóvenes; la mayoría, luego de los veinticuatro años, usa anticonceptivos, y deja de ser fértil, en la fase femenina, alrededor de los cuarenta. Shusgis había entrado en la cincuentena, de ahí su «hace mucho, por supuesto», y parecía difícil imaginarlo como joven madre. Era un político jovial, astuto y duro cuyos actos de bondad servían a lo que más le interesaba: él mismo.

El tipo de Shusgis es panhumano. Lo he encontrado en la Tierra, y en Hain, y en Ollul. Espero encontrarlo también en el infierno.

—Está usted bien informado de mis gustos y mi aspecto, señor Shusgis. Me envanece usted. No pensé que mi reputación me hubiese precedido.

—No —dijo Shusgis entendiéndome perfectamente —; hasta hace poco lo tuvieron a usted escondido bajo la nieve, allí en Erhenrang, ¿eh? Pero lo dejaron ir, lo dejaron ir. Y entonces entendimos, aquí, que usted no era otro de esos karhíderos lunáticos, sino la cosa real.

—No creo seguirlo del todo.

—Bien, Argaven y los suyos le tenían miedo, señor Ai. Le tenían miedo a usted y les alegraba verle a usted la espalda. Miedo de que si no lo trataban a usted adecuadamente, o lo hacían callar, podría haber un contragolpe. ¡Saqueadores del espacio exterior! Así que no se atrevieron a tocarlo. Y trataron de que no se lo oyera a usted. Porque le tienen miedo, a usted y a lo que puede traerle a Gueden.

El hombre exageraba. Yo no había dejado de aparecer en las noticias de Karhide, por lo menos mientras Estraven estaba en el poder. Pero yo ya había tenido antes la impresión de que por algún motivo no se había hablado mucho de mí en Orgoreyn, y Shusgis confirmaba esas sospechas.

—¿Entonces no teme usted lo que traigo a Gueden?

—¡No, no nosotros, señor!

—Yo sí, a veces.

Shusgis decidió que la mejor respuesta era una carcajada jovial. No juzgo mis palabras. No soy un vendedor. No estoy vendiendo progreso a los aborígenes. Hemos de encontrarnos como iguales, con una comprensión y un candor compartidos, antes que mi misión pueda siquiera empezar.

—Señor Ai, hay mucha gente que desea conocerlo, y algunos de ellos son los que usted deseaba ver aquí, la gente que produce resultados. Solicité el honor de recibirlo porque mi casa es amplia y porque me conocen bien como una especie de personaje neutral, no un dominador ni un mercader público y sólo un simple comisionado que hace su trabajo y no dejará de decirle lo que usted quiera saber a propósito de los dueños de casa. —Rió. —Pero esto significa que tendrá que acompañarnos a comer muy a menudo, si no le importa.

—Estoy a su disposición, señor Shusgis.

—Entonces esta noche habrá una pequeña cena con Vanake Siose.

—Comensal por Kuvera, distrito tercero, ¿no es así?

—Por supuesto yo había husmeado un poco antes de venir a Orgoreyn. Shusgis hizo una alharaca a propósito de mi condescendencia, que me había permitido aprender algo sobre el país.

Las maneras eran aquí bastante distintas de las de Karhide; allí, el alboroto de Shusgis hubiese degradado su propio shifgredor, o hubiese insultado el mío. No estaba seguro, pero la alternativa habría sido casi ineludible.

Necesitaba ropas adecuadas para una cena, habiendo perdido mi buen traje de Erhenrang en el asalto a Siuvensin, de modo que esa tarde tomé un taxi al centro de la ciudad y me compré un atuendo orgota. Abrigo y camisa eran parecidos a los de Karhide, pero en vez de pantalones ajustados para el verano llevaban el año entero unas polainas altas hasta los muslos, abultadas e incómodas; los colores eran azules y rojos chillones, y la tela y el corte y confección un poco burdos. Un trabajo producido en serie. Estas ropas me ayudaron a descubrir lo que faltaba en esta maciza e imponente ciudad: elegancia. La elegancia es un precio bajo si hay que pagarlo en favor de la ilustración, y yo estaba dispuesto a pagarlo. Regresé a la casa de Shusgis y me pasé un buen rato en el baño de ducha caliente, que brotaba a la vez de todos lados como una niebla de agujas. Recordé las frías bañeras de latón de Karhide del Este en las que yo había dado diente con diente en el verano último, y la palangana de bordes escarchados de mi habitación en Erhenrang. ¿Era eso elegancia? Que viva la comodidad. Me puse los llamativos atavíos rojos, y fui con Shusgis a la cena en un coche privado con chofer. Hay más sirvientes, más servicios en Orgoreyn que en Karhide. Esto se explica porque todos los orgotas son empleados del Estado; el Estado tiene la obligación de proporcionar empleo a todos los ciudadanos y así lo hace. Esta, al menos, es la explicación aceptada, aunque como la mayoría de las explicaciones económicas parece, a veces, a cierta luz, que omitiera el punto principal.

En la sala blanca de recepción del comensal Slose, alta, ardientemente iluminada, había veinte o treinta invitados, tres de ellos comensales y todos notables de una u otra especie; algo más que un grupo de orgotas empujados por la curiosidad de ver al «extraño». Yo no era aquí una rareza, como lo había sido todo un año en Karhide, ni un monstruo, ni un misterio. Yo era ahora, parecía, una llave.

¿Qué puerta podía abrirles? Algunos de ellos tenían una cierta idea, esos políticos y oficiales que me daban la bienvenida tan efusivamente, pero no yo.

No lo descubriría durante la cena. En todo Invierno, aun en las tierras heladas y bárbaras de Perunter, se piensa que hablar de negocios en las comidas es de una vulgaridad execrable. Sirvieron en seguida la sopa, y posponiendo mis preguntas presté atención a la famosa sopa de pescado y a los otros huéspedes. Slose era un hombre frágil, aniñado, de ojos muy claros y brillantes, y una voz apagada e intensa: parecía un idealista, un alma dedicada. Me gustó de algún modo, pero me pregunté a qué estaría dedicado en verdad. A mi izquierda se sentaba otro comensal, un hombre carigordo llamado Obsle. Era tosco, cordial, e inquisitivo. Al tercer sorbo de sopa ya estaba preguntándome qué demonios era eso de que yo había nacido en otro mundo; cómo era allí, más caluroso que en Gueden, todos decían, caluroso hasta qué punto.

—Bueno, en la Tierra, en esta misma latitud nunca nieva.

—Nunca nieva. ¿Nunca nieva? —Obsle rió de veras como ríe un niño ante una buena mentira, animando a próximos combates.

—Lo más parecido en la Tierra a las zonas habitables de ustedes son las regiones subárticas. Estamos más distanciados que ustedes de la última edad glacial, pero no completamente fuera. En lo fundamental Terra y Gueden son mundos muy parecidos; como todos los mundos habitables. El hombre se desarrolló sólo en un estrecho espectro de ambientes. Gueden es uno de los extremos…

—¿Entonces hay mundos más calurosos que el nuestro?

—La mayoría. Algunos son calientes; Gde, por ejemplo. Es principalmente un desierto de arena y piedra. Era un mundo templado al principio, y una civilización exploradora arruinó el equilibrio natural hace cincuenta o sesenta mil años, quemando bosques como leña, por así decir. Todavía hay gente allí, pero se parece, si he entendido el texto, a la idea yomesh del sitio destinado a los ladrones después de la muerte.

Esto arrancó una mueca de aprobación a Obsle, una sonrisa que me hizo revisar de pronto mi estimación de este hombre.

—Algunos subcultistas opinan que esas circunstancias de más allá de la vida son reales, y están físicamente situadas en otros mundos, otros planetas del universo. ¿Se ha encontrado usted alguna vez con una idea semejante, señor Ai?