Выбрать главу

Alguien llegó viniendo de la noche, un hombre solo. Se detuvo en el umbral y se quedó quieto, mirando al hombre que yacía en una mancha de sangre, sobre el hogar. Luego entró de prisa, y preparó una cama de pieles que sacó de un viejo armario, y encendió un fuego, y limpió las heridas de Derem y se las vendó. Cuando vio que el joven lo miraba dijo: —Soy Derem de Stok.

—Yo soy Derem de Estre.

Hubo un silencio entre los dos. Luego el joven sonrió y dijo:

—¿Me vendaste las heridas para matarme, Stokven?

—No —dijo el más viejo.

Estraven preguntó: —¿Cómo ha sido que tú, Señor de Stok, estés aquí solo en tierras disputadas?

—Vengo aquí a menudo —replicó Stokven.

Quiso saber si el otro tenía fiebre y le tomó el pulso y la mano, y durante un instante apoyó la palma en la palma de Estraven; y las manos se correspondían dedo a dedo, como las dos manos de un hombre.

—Somos enemigos mortales —dijo Stokven.

Estraven respondió: —Somos enemigos mortales. Sin embargo nunca te había visto.

Stokven volvió la cara. —Te vi una vez, hace mucho tiempo —dijo —. Desearía que hubiese paz entre nuestras casas.

Estraven dijo: —Haré voto de paz contigo.

De modo que hicieron esos votos, y luego no hablaron más, y el hombre herido durmió. A la mañana Stokven había desaparecido, pero un grupo de aldeanos de Ebos llegó a la cabaña y llevó a Estraven de vuelta a Estre. Allí nadie se atrevió a seguir oponiéndose a la voluntad del viejo Señor, cuya rectitud había quedado sellada con la sangre de tres hombres en el lago de hielo, y cuando Sorve murió Derem pasó a ser Señor de Estre. Antes de un año había dado fin al viejo conflicto, cediendo la mitad de las tierras en disputas al dominio de Stok. Por esto, y por la muerte de sus hermanos de hogar, se lo llamó Estraven el traidor. Sin embargo, el nombre de Derem es todavía común entre los niños del dominio.

10. Conversaciones en Mishnori

A la mañana siguiente, mientras yo despachaba un desayuno tardío, que me sirvieron en mi cuarto de la mansión de Shusgis, el teléfono de la casa emitió un balido cortés. Cuando atendí el aparato, una voz me dijo en karhidi: —Aquí Derem Har. ¿Puedo subir a verlo?

—Sí, por favor.

Me alegró enfrentarme con Estraven, y terminar de una vez. Era evidente que entre Estraven y yo no podía haber una relación tolerable. Aunque la desgracia y el exilio de este hombre pudieran atribuírseme, nominalmente al menos, yo no sentía sobre mí ni responsabilidad ni culpa. Estraven nunca me había explicado de veras ni sus actos ni sus motivos, y yo no podía confiar en él. Deseé que no se hubiese mezclado con estos orgotas, que de algún modo me habían adoptado. La presencia de Estraven era a la vez una molestia y una complicación.

Estraven fue introducido en el cuarto por uno de los muchos empleados de la casa. Hice que se sentara en una de las sillas almohadilladas y le ofrecí la cerveza del desayuno. Rehusó. No parecía incómodo —había dejado toda timidez muy atrás, si alguna vez la había tenido —, pero de alguna manera se contenía: parecía estar esperando algo, distante.

—La primera verdadera nevada dijo, y viendo que yo me volvía hacia la ventana de pesadas cortinas —: ¿Todavía no miró afuera?

Así lo hice, y vi densos torbellinos de nieve en un viento que soplaba calle abajo, sobre los techos blanqueados; unos pocos centímetros que habían caído durante la noche. Era odarhad gor, el día decimoséptimo del primer mes de otoño. —Es temprano —dije, perdido unos instantes en el encantamiento de la nieve.

—Anuncian un invierno duro este año.

Abrí del todo las cortinas, y la luz yerma e inmutable desde afuera cayó sobre el rostro oscuro de Estraven. Parecía más viejo. Había conocido tiempos duros desde que yo lo había visto por última vez en la Esquina Roja del palacio de Erhenrang junto a su propio fuego.

—Tengo aquí lo que me pidieron que le traiga —le dije, y le di el dinero envuelto en una hoja de papel metálico, que yo había puesto en una mesa luego de la llamada. Estraven lo tomó y me agradeció gravemente. Yo no me había sentado. Al cabo de un momento, todavía con el paquete en la mano, Estraven se incorporó.

Tuve entonces algún remordimiento, pero no le presté atención. Yo quería quitarle todo deseo de acercarse a mi. Que esto humillara a Estraven era infortunado.

Estraven me miró de frente. Era más bajo que yo, por supuesto, corto de piernas y macizo, y ni siquiera alcanzaba la estatura de muchas mujeres de mi raza. Sin embargo, no parecía, mientras me observaba, que alzara los ojos. No lo miré a la cara. Examiné la radio que estaba sobre la mesa mostrando un abstraído interés.

—No se puede creer en todo lo que dice aquí la radio —comentó Estraven con tono agradable —. Me parece sin embargo que aquí en Mishnori necesitará usted información, y consejo.

—Hay mucha gente aquí, parece, dispuesta a dar información y consejo.

—Y hay cierta seguridad en el número, ¿no es cierto? Diez merecen más confianza que uno. Perdóneme, no debiera hablar en karhidi, me he olvidado. —Continuó en orgota: —Los exiliados no han de hablar en la lengua nativa; sale más amarga de la boca. Y este lenguaje es más adecuado para un traidor, pienso; le asoma a uno entre los dientes como jarabe azucarado. Señor Ai, tengo derecho a darle las gracias. Hizo usted algo por mí y mi viejo amigo y kemmerante, Ashe Fored, y en su nombre y en el mío reclamo ese derecho. Mis gracias se las daré como un consejo. —Hizo una pausa, no repliqué. Nunca lo había oído hablar con esta especie de dura y elaborada cortesía y no entendía nada. Estraven continuó: —Usted es, en Mishnori, lo que no era en Erhenrang. Allí decían que usted era; aquí dicen que no es. Quieren utilizarlo como instrumento de una facción. Le aconsejo que esté atento, si permite usted que lo manejen. Le aconsejo que descubra cuál es la facción enemiga, y quiénes son, y no permitir nunca que lo manejen, pues no lo manejarían bien.

Calló. Yo iba a pedirle que fuera más preciso, pero Estraven se despidió: —Adiós, señor Ai —dio media vuelta, y se fue. Me quedé allí de pie, aturdido. El hombre era como una descarga eléctrica, inasible, y no podía saberse que lo había golpeado a uno.

Estraven me había estropeado, ciertamente, el pacifico contentamiento con que yo había desayunado. Fui a la estrecha ventana y miré afuera. Había menos nieve ahora. Era hermosa, flotando en racimos blancos como una precipitación de flores de cerezo en las huertas de mi casa, cuando un viento de primavera sopla en las verdes laderas de Borland, donde yo nací, en la Tierra, la templada Tierra, donde en la primavera florecen los árboles. Casi en seguida me sentí deprimido y nostálgico. Dos años había pasado yo en este condenado planeta, y ya había empezado el tercer invierno, antes que terminara el otoño; meses y meses de frío implacable, cellisca, hielo, viento, lluvia, nieve, frío, frío adentro, frío afuera, frío hasta los huesos y la médula de los huesos. Y todo ese tiempo a solas conmigo mismo, extraño y aislado, sin nadie en quien yo pudiera confiar. Pobre Genly, ¿lloraremos? Vi que Estraven salía de la casa a la calle, a mis pies, una figura baja a la vaga luz blanco grisácea de la nieve. Miró alrededor ajustándose el cinturón suelto de la túnica. No llevaba abrigo. Echó a andar calle abajo caminando con una gracia definida y suelta, una prontitud que lo hizo parecer de pronto la única cosa viva en todo Mishnori.