Me volví al cuarto caldeado. Todas aquellas comodidades eran sofocantes y recargadas: la estufa, las sillas almohadilladas, la cama recargada de pieles, las alfombras, las cortinas, las coberturas, las fundas.
Me puse mi abrigo de invierno y salí a dar un paseo, de un humor desagradable, en un mundo desagradable.
Yo iba a almorzar ese día con los comensales Obsle y Yegey y otros a quienes había conocido la noche anterior, y para ser presentado a algunos que no conocía aún. El almuerzo se sirve casi siempre de un aparador y se come de pie, quizá para que la gente no tenga la impresión de haberse pasado todo el día sentado a la mesa. Para estas formales circunstancias, sin embargo, habían puesto fuentes en la mesa, y la provisión de comida era enorme: dieciocho o veinte platos fríos y calientes, sobre todo distintas preparaciones de huevos de sube y pan de manzana. A un costado de la mesa, antes que la conversación fuese considerada tabú, Obsle me señaló mientras se llenaba el plato con pasta de huevos fritos de sube. —El llamado Mersen es un espía de Erhenrang, y ese Gaum es un agente reconocido del Sarf. —Obsle habló en un tono casual, y se rió como si yo le hubiese replicado algo divertido, y se volvió hacia el escabeche de pez negro.
El Sarf no significaba nada para mí.
Mientras la gente iba sentándose, entró un joven, y le habló al anfitrión, Yegey, quien en seguida se volvió hacia nosotros. —Noticias de Karhide —dijo —. El hijo del rey Argaven nació esta mañana y murió antes de la primera hora.
Hubo una pausa, y un murmullo, y luego el hombre bien parecido a quien llamaban Gaum se rió y abrió el frasco de cerveza. —¡Que a todos los reyes de Karhide les sea dada una vida tan larga! —gritó. Algunos lo acompañaron en el brindis, pero no la mayoría. —Nombre de Meshe, reírse de la muerte de un niño —dijo un anciano gordo vestido de púrpura, sentado pesadamente junto a mí, con las polainas abullonadas como faldas en los muslos, la cara apesadumbrada de disgusto.
Se inició una discusión acerca de cuál de los hijos —kémmer de Argaven sería nombrado heredero —pues el rey ya tenía más de cuarenta, y parecía seguro que ya no habría otro hijo en la carne —, y cuánto tiempo viviría Tibe como regente. Algunos opinaban que la regencia terminaría en seguida, otros dudaban. —¿Qué piensa usted, señor Ai? —preguntó el hombre llamado Mersen, a quien Obsle había identificado como agente karhidi, y por lo tanto quizá hombre de Tibe —. Viene usted de Erhenrang, ¿qué dicen allí de esos rumores de que en realidad Argaven ha abdicado sin ningún anuncio, pasándole el trineo al primo?
—Bueno, he oído el rumor, sí.
—¿Cree usted que tiene algún fundamento?
—No tengo idea —dije, y en este punto el anfitrión intervino mencionando el tiempo, pues la gente había empezado a comer.
Luego que los criados hubieron retirado los platos y los montañosos restos de asado y encurtidos del aparador, nos sentamos todos alrededor de la mesa larga; se sirvieron copitas de licor aguardentoso —que llamaban agua de vida —, como ocurre a menudo entre los hombres, y me hicieron preguntas.
Desde el examen a que me habían sometido los médicos y los hombres de ciencia de Erhenrang yo no me había enfrentado con ningún grupo de gente que me pidiera explicaciones. Pocos karhíderos, comprendiendo los pescadores y granjeros con quienes yo había pasado mis primeros meses, habían tratado de satisfacer su curiosidad —que a veces era notable —mediante preguntas. Eran gente intrincada, introvertida, indirecta; no eran aficionados a preguntas y respuestas. Pensé en la fortaleza de Oderhord y en lo que Faxe el tejedor me había dicho de las respuestas. Aun los expertos habían limitado el interrogatorio a temas estrictamente fisiológicos, tales como las funciones glandulares y circulatorias en las que yo difería de la media normal de Gueden. Nunca habían llegado a preguntarme, por ejemplo, cómo la ininterrumpida sexualidad de mi raza influía en las instituciones sociales; cómo manejábamos ese «kémmer permanente». Escuchaban mis explicaciones; los psicólogos, por ejemplo, escucharon cuando yo les hablé del lenguaje de la mente, pero ninguno de ellos se había tomado el trabajo de hacerme preguntas generales en número suficiente para tener una imagen adecuada de la sociedad ecuménica, o la de Terra; excepto, quizá, Estraven.
Estas gentes, en cambio, no se sentían tan atadas a consideraciones de prestigio y de orgullo, y hacer preguntas no era nunca ofensivo, ni para el que interrogaba ni para el interrogado. No obstante, pronto advertí que algunos me tendían trampas, para probar que yo era un fraude. Esto me confundió, un minuto. Por supuesto, yo me había enfrentado con incrédulos en Karhide, pero nunca con un deseo de incredulidad. Tibe había mostrado una actitud deliberada de «sigamos con el engaño» el día del desfile en Erhenrang, pero como yo sabía ahora, esto había sido parte de la campaña de descrédito contra Estraven, y yo sospechaba que Tibe en realidad me creía. Había visto mi nave, al fin y al cabo, el pequeño aparato de descenso que me había traído a la superficie del planeta; había tenido libre acceso, como cualquier otro, a los informes técnicos sobre la nave y el ansible. Ninguno de estos orgotas había visto la nave. Yo hubiese podido mostrarles el ansible, aunque no era una pieza muy convincente como Artefacto de Otros Mundos; tan difícil de entender que tanto podía ocultar un engaño, o algo real. La antigua ley del embargo cultural se alzaba aún contra la exportación de aparatos que pudieran ser analizados o imitados por civilizaciones como las de Gueden, de modo que yo no había traído nada excepto la nave y el ansible, mi caja de ilustraciones, la indiscutible peculiaridad de mi cuerpo, y la hipotética singularidad de mi mente. Las fotografías pasaron de mano en mano alrededor de la mesa, y fueron examinadas con esa expresión evasiva con que la gente mira las fotografías de la familia de otro. El interrogatorio continuó. ¿Qué eran los ecúmenos, preguntó Obsle, un mundo, una liga de mundos, un sitio, un gobierno?
—Bueno, todo eso y nada. Ecumen es nuestro mundo terrestre; en la lengua común se los llama la Casa; en karhidi sería el hogar. En orgota no estoy seguro, todavía no conozco bien la lengua. No la comensalía, pienso, aunque entre el gobierno comensal y los ecúmenos hay claras semejanzas. Pero el Ecumen no es un mero gobierno. Es un intento de recuperación de lo místico y lo político, y como tal, por supuesto, tiene mucho de fracaso, aunque este fracaso ha ayudado más a la humanidad que los éxitos de los predecesores. Como sociedad es dueña, al menos en potencia, de una cultura. Es también una forma de educación, y en este sentido podría llamársele también una especie de escuela, muy amplia por cierto. Las razones que aconsejan la cooperación y comunicación entre los mundos son como los fundamentos del Ecumen, y por lo tanto, en otro aspecto, puede considerársele una liga o unión de mundos, con cierto grado de organización centralizada convencional. Es este aspecto, la liga, lo que yo represento. El funcionamiento del Ecumen como entidad política se funda en la coordinación, no en un sistema de normas. No impone leyes; las decisiones se alcanzan en la mesa del consejo y con el apoyo de todos, no mediante sumisión o exigencia. Como entidad económica es inmensamente activa, cuidando de la comunicación entre los mundos, manteniendo el equilibrio comercial entre los Ochenta Mundos. Ochenta y cuatro, para ser precisos, si Gueden entra en el Ecumen…