De Las palabras de Tuhulme el Gran Sacerdote: un libro del canon yomesh, compuesto en Orgoreyn del Norte alrededor de 900 años atrás.
Meshe es el centro del tiempo. El momento en que lo vio todo claramente llegó a él cuando había vivido treinta años en la tierra, y luego de ese momento vivió otros treinta años en la tierra, de modo que la visión ocurrió en el centro de su vida. Y todas las edades anteriores a la visión fueron tantas como serán después de la visión que ocurrió en el centro del tiempo. Y en el centro no hay tiempo pasado ni tiempo por venir. El centro está en todo tiempo pasado y en todo tiempo por venir. No ha sido ni está por venir. Es todo.
Nada queda oculto.
El hombre pobre de Sheney se llegó a Meshe lamentando que no tenía comida para los hijos en la carne, ni semilla para sembrar, pues las lluvias habían arruinado la semilla en la tierra, y toda la gente del hogar moría de hambre. Dijo Meshe: —Cava en los campos de piedra de Tuerresh, y encontrarás allí un tesoro de plata y piedras preciosas, pues veo un rey enterrado allí, diez mil años atrás, cuando un rey vecino lo instó a una contienda.
El hombre pobre de Sheney cavó en los campos de Tuerresh y en el sitio señalado por Meshe desenterró un tesoro de joyas antiguas, y al verlo dio gritos de alegría. Pero Meshe que estaba a su lado lloró mirando las joyas, y dijo: —Veo un hombre que mata a un hermano de hogar por una de estas piedras talladas.
Esto ocurrirá dentro de diez mil años, y los huesos del asesino yacerán en esta tumba donde está el tesoro. Oh hombre de Sheney, conozco también el sitio de tu tumba, y veo cómo yaces en esa tumba.
La vida del hombre está en el centro del tiempo, pues todo es visto por los ojos de Meshe, y reside en el ojo. Somos las pupilas del ojo. Nuestros actos son su visión, nuestro ser es su conocimiento.
Había un árbol de hemmen en el corazón de la floresta Ornen, de ciento cincuenta kilómetros de largo y ciento cincuenta kilómetros de ancho, que era viejo y corpulento, de un centenar de ramas, y en cada rama mil vástagos, y en cada vástago cien hojas. El ser enramado del árbol se dijo a si mismo: —Todas mis hojas son visibles, menos una, que está oculta a la sombra de las otras hojas. Esta hoja la guardo en secreto. ¿Quién la verá a la sombra de mis hojas? ¿Y quién contará el número de mis hojas?
Meshe pasó un día por la floresta de Ornen, y de ese árbol arrancó esa hoja.
En las tormentas del otoño no cae ninguna gota de lluvia que haya caído antes, y la lluvia ha caído, y cae, y caerá a través de todos los otoños de los años. Meshe ve todas las gotas, donde cayeron, y caen, y caerán.
En el ojo de Meshe están todas las estrellas, y la oscuridad entre las estrellas, y todas resplandecen.
Respondiendo a la pregunta del Señor de Shord, en el momento de la visión, Meshe vio todo el cielo como si fuese un único sol. Sobre la tierra y bajo la tierra toda la esfera del cielo resplandecía como la superficie del sol, y no había oscuridad. Pues Meshe vio no lo que era, ni lo que será, sino lo que es. Las estrellas que escapan y se llevan la luz están todas presentes en el ojo de Nieshe, y toda la luz brilla en ese presente.
Sólo en el ojo mortal hay oscuridad, el ojo que cree ver, y no ve. En la visión de Meshe no hay oscuridad.
Así quienes invocan la oscuridad son insensatos que Meshe escupe fuera de su boca, pues dan nombre a lo que no es llamándolo origen y término.
No hay origen ni término, pues todas las cosas están en el centro del tiempo. Así como una gota de lluvia que cae en la noche puede reflejar todas las estrellas, así también todas las estrellas reflejan la gota de lluvia. No hay oscuridad ni muerte, pues todas las cosas son, a luz del momento, y el fin y el comienzo son uno.
Un centro, una visión, una ley, una luz. ¡Mira ahora en el Ojo de Meshe!
13. En la granja
Alarmado por la súbita reaparición de Estraven, el conocimiento que tenía de mis asuntos, y el apremio de sus advertencias, llamé a un taxi y fui directamente a la isla de Obsle, a quien quería preguntarle cómo era que Estraven sabia tanto y cómo había surgido de pronto de la nada incitándome a hacer precisamente lo contrario de lo que Obsle me había aconsejado el día anterior. El comensal no estaba en la casa, y el portero no pudo darme ninguna indicación sobre el paradero presente o futuro de Obsle. Fui a casa de Yegey y no tuve mejor suerte. Caía una nevada densa, la mayor del otoño hasta entonces, y el conductor se negó a llevarme más allá de la casa de Shusgis, pues no tenía agarraderas para la nieve en los neumáticos. Esa noche no pude comunicarme con Obsle, Yegey o Slose por teléfono.
A la hora de la cena Shusgis explicó: estaba celebrándose un festival yomesh, la Solemnidad de los Santos y Fieles del Trono, y se esperaba que los altos oficiales de la comensalía visitaran los templos.
Me explicó asimismo la conducta de Estraven con mucho ingenio, como la de un hombre poderoso y caído ahora, que se aferra a cualquier posibilidad de influir en personas y acontecimientos, cada vez de un modo menos racional, más desesperado, a medida que el tiempo pasa y descubre que está hundiéndose en un anonimato inútil. Estuve de acuerdo en que esto podría explicar la ansiedad y el estado casi frenético de Estraven. La ansiedad sin embargo se me había contagiado. Me sentí de algún modo intranquilo durante casi toda la larga y pesada comida. Shusgis hablaba y hablaba, conmigo y a los secretarios, ayudantes y sicofantes que se sentaban a su mesa todas las noches; yo nunca lo había visto tan animado, tan incesantemente jovial. Cuando la cena terminó era demasiado tarde para salir de nuevo, y de cualquier modo la Solemnidad mantendría ocupados a todos los comensales, dijo Shusgis, hasta medianoche. Decidí saltear la cena, y me fui a la cama temprano. En algún momento entre medianoche y el alba unos extraños me despertaron diciéndome que estaba detenido, y una guardia armada me llevó a la prisión de Kundershaden.
Kundershaden es viejo, uno de los pocos muy viejos edificios que quedan en Mishnori. Yo ya lo había visto antes, caminando por la ciudad: un sitio de mal aspecto, con muchas torres, sucio y largo, que se distinguía en seguida entre los volúmenes pálidos de los edificios de la comensalía. Es lo que el nombre y el aspecto dicen. Es una cárcel. No es una máscara de otra cosa, una mera fachada, un seudónimo. Es real, la cosa real, la cosa detrás de la palabra.
Los guardias, unos hombres robustos y sólidos, me llevaron a los empujones por muchos pasillos y al fin me dejaron en un cuartito, muy sucio y muy iluminado. Pocos minutos después llegó otro grupo de guardias como escoltas de un hombre de cara delgada y aire de autoridad. Despachó a todos menos dos, y le pregunté si se me permitía mandar un mensaje al comensal Obsle.
—El comensal está enterado del arresto de usted.
—¿Está enterado? —repetí como un estúpido.
—Por supuesto, mis Superiores actúan por orden de los Treinta—y—tres. Bien, tendremos que interrogarlo.
Los dos guardias me sujetaron los brazos. Me resistí, gritándoles: —¡Estoy dispuesto a contestar todas las preguntas, no es necesario que me amenacen! —El hombre de cara delgada no me prestó atención, y llamó a otro guardia. Entre los tres me sujetaron con correas a una mesa columpio, me desnudaron, y me inyectaron, supongo, alguna droga de la verdad.
No sé cuánto duró el interrogatorio ni sobre qué me preguntaron. Parece que me drogaban de distintos modos casi sin interrupción, y no recuerdo nada. Cuando recobré el sentido no tenía idea del tiempo que había pasado en Kundershaden: cuatro o cinco días, considerando mi estado físico, pero no podía asegurarlo. Durante un tiempo no supe en qué día del mes estábamos ni en qué mes, y en verdad tardé bastante en ir comprendiendo dónde me encontraba ahora.