Yo iba en una caravana de camiones, muy parecidos a aquel que me había llevado de Kargav a Rer; pero en la caja, no en la cabina. Había otras veinte o treinta personas conmigo; era difícil decir cuántas, pues no había ventanas y la luz entraba sólo por una ranura de la puerta trasera, protegida con cuatro capas de alambre tejido. Parecía evidente, cuando recuperé la conciencia, que estábamos viajando desde hacia tiempo, pues el sitio que ocupaba cada uno estaba ya bastante definido, y el olor de los excrementos, vómitos y sudores había alcanzado un nivel estable. Nadie conocía a nadie. Nadie sabia a dónde íbamos. Se hablaba poco. Era ya la segunda vez en que me encerraban en la oscuridad con gente de Orgoreyn desesperanzada y sumisa. Entendía ahora la señal que se me había presentado en aquella primera noche. Había ignorado el sótano oscuro y había ido a buscar la sustancia de Orgoreyn en la superficie, a la luz del día. No era raro que nada me hubiese parecido real.
Me pareció de algún modo que el vehículo iba hacia el este, y así seguí pensándolo aun cuando fue claro que íbamos hacia el oeste, adentrándonos más y más en Orgoreyn.
Nuestros subsentidos magnéticos y de orientación no funcionan bien en otros planetas; cuando el intelecto no puede o no quiere compensar las discrepancias, el resultado es una profunda confusión, la impresión de que no hay, literalmente, puntos de referencia.
Uno de mis compañeros de encierro murió aquella noche. Le habían golpeado o pateado el vientre y murió de hemorragia. Nadie trató de hacer algo, no había nada que hacer. Unas horas antes nos habían traído una jarra plástica de agua, pero no quedaba una gota. El hombre yacía a un lado, a mi derecha, y le puse la cabeza en mis rodillas para que reposara mejor, y allí murió. Estábamos todos desnudos, y las piernas, muslos y manos me quedaron cubiertas de sangre; una vestidura seca, de color castaño, que no calentaba.
La noche se enfrió más, y tuvimos que juntarnos en busca de un poco de calor. El cadáver, que no tenía nada que dar, fue expulsado del grupo, excluido. Nos apretamos unos contra otros sacudiéndonos y balanceándonos todos juntos el resto de la noche. La oscuridad era total dentro de la caja de acero. Estábamos en algún camino secundario y no se oía a ningún otro vehículo; aun acercando la cara a la malla de alambre no podía verse otra cosa que oscuridad y los borrosos reflejos de la nieve caída.
Nieve caída, nieve recién caída, nieve de hace tiempo, nieve que precede a la lluvia, nieve escarchada… El orgota y el karhidi tienen una palabra para cada una de estas nieves. En karhidi (que conozco mejor que el orgota) he contado por lo menos sesenta y dos palabras para las distintas clases, estados, edades y cualidades de la nieve, es decir la nieve caída. Hay otra serie de palabras para las variedades de la nieve que cae; otras para el hielo, y unas veinte más que indican la temperatura, la fuerza del viento, y la clase de precipitación de ese momento, todo junto. Aquella noche me senté y traté de hacer listas de esas palabras en mi cabeza. Cada vez que recordaba una nueva, repetía la lista insertando la palabra en orden alfabético.
Poco después del alba el camión se detuvo. La gente gritó por la ranura que había un muerto en la caja, vengan y sáquenlo. Uno tras otro gritamos y aullamos. Golpeamos los costados y la puerta, haciendo un ruido de todos los demonios en aquella caja de acero, tanto que era inaguantable para nosotros mismos. No vino nadie. El camión no se movió durante varias horas. Al fin se oyó afuera un sonido de voces; el camión se sacudió, resbalando en la carretera helada, y se puso otra vez en marcha. Podía verse por la ranura que era una mañana soleada, y que cruzábamos unas lomas con árboles.
El camión continuó así durante otros tres o cuatro días y noches desde mi despertar. No se detuvo en ningún puesto de inspección, y se me ocurrió que nunca cruzábamos ningún poblado. El viaje del vehículo era errático, furtivo. Había paradas para cambiar de conductor y recargar baterías; había otras paradas más largas, no sabíamos por qué causa. En dos de esos días no nos movimos desde el mediodía hasta la noche, como si nos hubiesen abandonado; luego nos pusimos otra vez en marcha junto con las sombras. Promediando el día se abría la puerta trampa y nos pasaban una jarra de agua.
Contando el cadáver éramos veintiséis personas, dos trece. Los guedenianos cuentan a menudo en series de trece, veintiséis, cincuenta y dos, sin duda a causa del ciclo lunar de veintiséis días, la duración del mes y el plazo de recurrencia del ciclo sexual. El cadáver fue empujado contra las puertas traseras de acero, donde se mantenía frío. El resto nos pasábamos las horas sentados y encogidos, cada uno en su lugar, su territorio, su dominio, hasta la noche; cuando el frío empezaba a aumentar nos íbamos acercando unos a otros, poco a poco, hasta que al fin nos confundíamos en una entidad que ocupaba un espacio templado en el medio, frío en la periferia.
Había bondad allí. Yo y algunos otros, un viejo y alguien que tosía mucho, fuimos reconocidos como menos resistentes al frío, y todas las noches nos encontrábamos en el centro del grupo, la entidad de veinticinco, donde había más calor. No luchábamos por ocupar este puesto; estábamos ahí simplemente, todas las noches. Es algo terrible, esta bondad que los seres humanos nunca pierden. Terrible, porque cuando nos encontrábamos desnudos en la oscuridad y helados, no teníamos otra cosa. Nosotros que somos tan capaces, tan fuertes, terminamos en eso. No nos queda otra cosa.
A pesar de la promiscuidad y las noches en que nos apretábamos para dormir, nadie trataba de acercarse a los otros. Algunos estaban como adormilados por las drogas, otros eran quizá criaturas enfermas desde un punto de vista mental o social, todos habían sido perseguidos y aterrorizados. Sin embargo, parecía extraño que entre veinticinco personas ninguna le hablara alguna vez a todas las otras, ni siquiera para maldecirlas. Había bondad allí, y resistencia, pero en silencio, siempre en silencio. Apretados y juntos en la amarga sombra de nuestra compartida mortalidad, nos entrechocábamos continuamente, nos sacudíamos juntos, caíamos unos sobre otros, mezclábamos nuestros alientos, juntábamos el calor de nuestros cuerpos como preparando un fuego, pero seguíamos siendo extraños. Nunca supe el nombre de ninguna de aquellas gentes.
Un día, el tercer día me parece, cuando el camión llevaba horas detenido, y yo me preguntaba si no nos habían abandonado a nuestra suerte en algún sitio desierto, uno de los hombres del camión empezó a hablarme, y me contó una larga historia acerca de un molino en el sur de Orgoreyn donde él había trabajado y cómo había tenido problemas con un supervisor. Me habló y habló con una vocecita inexpresiva y tomándome la mano como si quisiera estar seguro de que yo lo escuchaba. El sol se ponía, y cuando tomamos una curva del camino un rayo de luz entró por la ranura de la puerta; de pronto fue posible ver hasta la otra pared de la caja. Vi una muchacha, una muchacha fatigada, estúpida, bonita, sucia, que me miraba a la cara mientras hablaba sonriendo tímidamente, buscando sosiego.
El joven orgota estaba en kémmer, y se me había acercado. La única vez en que uno de ellos me pedía algo, pero yo no podía complacerlo. Me levanté y me acerqué a la ventana—ranura para tomar aire y echar una mirada afuera, y no volví a mi sitio por un largo rato.
Aquella noche el camión entró en unos campos ondulados, subiendo un tiempo, bajando, subiendo de nuevo; cada vez que nos deteníamos un silencio helado e ininterrumpido parecía extenderse más allá del acero de la caja: el silencio de los vastos páramos, de las tierras altas. El orgota en kémmer seguía a mi lado, tratando todavía de tocarme. Yo volví a pasar mucho tiempo con la cara apretada contra el alambre tejido, respirando un aire que me entraba en la garganta y los pulmones como una navaja, apoyando en la puerta de metal unas manos temblorosas. Me di cuenta al fin de que se me estaban helando. Mi aliento había hecho un puentecito de hielo entre mis labios y el alambre, y tuve que quebrar este puente con los dedos antes que yo pudiera darme vuelta. Cuando me unía a los otros empecé a temblar de frío, con unas sacudidas que yo no conocía, como espasmos convulsivos de fiebre. El camión se puso otra vez en marcha. El ruido y el movimiento daban la ilusión de calor, quebrando aquel silencio glacial, pero hacía todavía demasiado frío para dormir aquella noche. Se me ocurrió que quizá estuviésemos entonces en tierras muy altas, pero no podía asegurarlo, ya que en esas circunstancias la respiración, el pulso, el nivel de energía no eran indicadores fieles.