El trabajo era verdadero trabajo, y nunca nos sentíamos agotados. Si nos hubieran dado un poco más de comida y mejor ropa mucho de ese trabajo hubiese sido agradable, pero teníamos demasiado frío y hambre la mayor parte del tiempo. Los guardias pocas veces eran duros y nunca crueles; a mí me parecían estólidos, descuidados, pesados, y afeminados, no en el sentido de un exceso de delicadeza, sino justamente por lo opuesto: una carnosidad blanda y lerda, una bovinidad sin filo. Entre mis compañeros de prisión yo tenía también por vez primera en Invierno la impresión de ser de algún modo un hombre entre mujeres o entre eunucos. Los prisioneros tenían la misma flaccidez y bastedad. Era difícil diferenciarlos; el tono emocional de todos ellos parecía siempre bajo, la charla trivial. Creí al principio que este desánimo y abulia tenían como causa principal la falta de buena comida, calor y libertad; pero pronto descubrí que el efecto era más específico: resultado de las drogas proporcionadas a los prisioneros para mantenerlos fuera del kémmer.
Yo sabía que había drogas capaces de reducir o eliminar virtualmente la fase de potencia en el ciclo sexual guedeniano, y que eran utilizadas cuando la conveniencia, la medicina o la moral aconsejaban la abstinencia. Un kémmer, o varios, podía ser evitado así sin malos efectos. El uso voluntario de esas drogas era comúnmente aceptado. No se me había ocurrido que podía administrarse a la fuerza.
Había allí buenas razones. Un prisionero en kémmer sería un elemento subversivo en una cuadrilla de trabajo. Si se permitía la aparición del kémmer, la situación podía ser enojosa, especialmente si ningún otro prisionero entraba en kémmer al mismo tiempo, lo que parecía posible, ya que éramos sólo ciento cincuenta prisioneros. Pasar por el kémmer sin compañía es bastante duro para un guedeniano; mejor, entonces, ahorrarse el sufrimiento y el tiempo de trabajo perdido, y eliminar el kémmer.
Los prisioneros que llevaban allí varios años estaban psicológicamente, y creo que hasta cierto punto físicamente, adaptados a esta castración química. Parecían tan asexuados como bueyes. No tenían vergüenza ni deseo, y en este sentido eran como ángeles; pero no es propio de los humanos no tener vergüenza o deseo.
Siendo tan estrictamente definido y limitado por naturaleza, el instinto sexual de los guedenianos no está muy sujeto a imposiciones de la sociedad. Hay menos códigos, normas y represión del sexo que en cualquier sociedad bisexual. La abstinencia es del todo voluntaria; la indulgencia es del todo aceptable. El miedo y la frustración sexuales son muy raras. Este era el primer caso que yo veía de una situación social que contrariaba el impulso sexual. Pero como se trataba de una supresión, y no de una represión, no producía frustraciones, pero si algo que a la larga era quizá más ominoso: pasividad.
No hay comunidades de insectos en Invierno. Los guedenianos no comparten el planeta, como los terrestres, con esas sociedades más antiguas, esas ciudades innumerables de pequeños trabajadores asexuados que no responden a otro instinto que la obediencia al grupo, al todo. Si hubiese hormigas en Gueden, los guedenianos habrían tratado de imitarlas desde hace tiempo. El régimen de las granjas voluntarias es algo bastante reciente, limitado a un país del planeta, y literalmente desconocido en otras partes. Pero es un signo ominoso del camino que puede tomar un pueblo tan vulnerable al control del sexo.
En la granja Pulefen vivíamos, como dije, desnutridos, y nuestras ropas, en especial el calzado, era completamente inadecuado para aquel clima invernal. Los guardias, la mayor parte prisioneros en prueba, no estaban mucho mejor. El propósito del lugar y de este régimen no era destructivo sino primitivo, y creo que la vida allí podría ser soportable, sin las drogas y los exámenes.
Algunos prisioneros eran examinados en grupos de doce, y se contentaban con recitar una especie de confesión y catecismo; les daban luego la inyección antikémmer, y eran devueltos al trabajo. A los otros, los prisioneros políticos, se los drogaba e interrogaba cada cinco días.
No sé qué drogas empleaban. No conozco el propósito de los interrogatorios, ni tengo la menor idea de las preguntas que me hacían. Yo despertaba cada vez en el dormitorio, unas pocas horas más tarde, tendido en mi camastro, lo mismo que cinco o seis de los otros, algunos despertando junto conmigo, otros todavía dominados por la droga. Cuando al fin estábamos todos de pie, los guardias nos llevaban al trabajo; pero un día luego del tercero o cuarto de estos exámenes no me pude levantar. Me dejaron en el camastro, y al día siguiente pude incorporarme a mi cuadrilla, aunque me sentía vacilante. Luego del examen siguiente quedé inutilizado dos días. Era evidente que las hormonas antikémmer o las drogas de la verdad tenían un efecto tóxico en mi sistema nervioso no guedeniano, y que este efecto era acumulativo.
Recuerdo que planeé cómo le hablaría al médico en el próximo examen. Empezaría por prometerle que respondería francamente a todas las preguntas, sin necesidad de drogas, y luego le diría: —Señor, ¿no ve usted qué inútil es conocer la respuesta a una pregunta inadecuada? —Luego el inspector se transformaba en Faxe, con la cadena de oro de los profetas colgándole del cuello, y yo tenía largas conversaciones con Faxe, muy agradables, mientras vigilaba la caída de las gotas de ácido de un alambique a una vasija de madera pulverizada. Por supuesto, cuando entré en el cuartito donde nos examinaban, el ayudante del inspector me había bajado el cuello de la camisa y me había dado una inyección antes que yo tuviera tiempo de decir una palabra, y todo lo que recuerdo de esa sesión, aunque quizá ocurrió en otra anterior, es al Inspector, un joven orgota de uñas sucias y aspecto fatigado que decía en un tono monótono: —Tiene que responder a mis preguntas en orgota; no me hable en otro lenguaje. Hable en orgota.
En la granja no había enfermería. El principio era allí trabajar o morir, aunque en la práctica se permitían ciertas lenidades, intervalos entre el trabajo y la muerte, proporcionadas por los guardias. Como dije ya, no eran crueles, aunque tampoco bondadosos. Eran descuidados, y no se preocupaban mucho, mientras pudieran mantenerse apartados de los problemas. Cuando fue evidente que yo y otro de los hombres no podíamos tenernos en pie, luego de uno de esos exámenes, dejaron que nos quedáramos en el dormitorio, metidos en los sacos de dormir, como si no nos hubiesen visto. Yo me sentía muy enfermo; el otro, un hombre de mediana edad, padecía de alguna perturbación o enfermedad en un riñón, y estaba muriéndose. La agonía no era rápida y le permitían pasarse un tiempo en el camastro dedicado a esa tarea.
Lo recuerdo más claramente que a nadie de la granja Pulefen. Era físicamente un guedeniano típico del Gran Continente, macizo, corto de piernas y brazos, con una sólida capa de grasa subcutánea que daba, aun en la enfermedad, cierta redondez al cuerpo. Tenía manos y pies menudos, caderas bastante anchas, y amplio tórax; los pechos estaban apenas más desarrollados que en un hombre de mi raza. La piel era de un color castaño rojizo oscuro, el pelo negro, feo y lanoso; la cara ancha, de facciones fuertes y pequeñas, y de pómulos prominentes: un tipo no muy distinto de los aislados grupos terrestres que viven en las zonas muy altas o en las áreas polares. Se llamaba Asra; había sido carpintero.
Hablamos.
Asra, me parece, no se resistía a morir, pero le tenía miedo a la muerte, y buscaba distracción.
Poco teníamos en común excepto la cercanía de la muerte, y no queríamos hablar de la muerte, de modo que muy a menudo no nos entendíamos. Esto no le importaba a Asra. Yo, más joven e incrédulo, hubiese querido alguna comprensión, entendimiento, explicación. No había explicación. Hablamos.
A la noche en la barraca—dormitorio había luz, gente y ruido. Durante el día apagaban las luces y la barraca quedaba a oscuras, vacía, tranquila. Estábamos acostados cerca en los camastros y hablábamos en voz baja. Asra prefería contarme largas y sinuosas historias acerca de su juventud en una granja comensal del valle de Kunderer, aquella vasta y espléndida llanura que yo había cruzado viniendo de la frontera a Mishnori. El dialecto del hombre era muy acentuado, y hablaba de gentes, lugares, costumbres, herramientas, con palabras que yo no conocía, de modo que muy a menudo no me llegaban más que ráfagas de estas reminiscencias. Cuando se sentía mejor, casi siempre alrededor del mediodía, le pedía que me contara un mito o una leyenda. La mayoría de los guedenianos guardan buen acopio de estas historias. La literatura es allí, aunque también existe en forma escrita, una viva tradición oral, y en este sentido todos son letrados. Asra conocía los cuentos populares orgotas, las anécdotas de Meshe, el relato de Parsid, partes de las mayores epopeyas y la saga novelada de los Mercaderes del Mar. Esto, y los fragmentos de leyendas locales que recordaba de la infancia, me lo contaba Asra en un farfullado y susurrado dialecto, y cuando se sentía cansado me pedía a mí una historia. —¿Qué cuentan en Karhide? —me decía frotándose las piernas, que lo atormentaban con dolores y punzadas, y volviendo a mí la cara de leve, tímida y paciente sonrisa.