Una vez dije:
—Conozco una historia de gente que vive en otro mundo.
—¿Qué clase de mundo?
—Parecido a este, en casi todo. Pero no da vueltas alrededor del sol, sino alrededor de la estrella que aquí llaman Selemy. Es una estrella amarilla, como el sol, y en ese mundo, bajo ese sol, vive otra gente.
—De eso se habla en las enseñanzas sanovi, de otros mundos. Había un viejo sacerdote sanovi que estaba loco y venía a mi hogar cuando yo era pequeño, y nos hablaba de eso a los niños, dónde van los mentirosos cuando mueren, y también los suicidas, y los ladrones. ¿Ahí es donde iremos, eh, usted y yo, a uno de esos sitios?
—No, el mundo de que hablo no es de los espíritus. Es un mundo real. La gente que vive allí es real, gente viva, como aquí. Pero aprendieron a volar hace mucho tiempo.
Asra sonrió mostrando los dientes.
—No agitando los brazos, no. Volaban en máquinas parecidas a coches. —Pero era difícil explicar esto en orgota, que no tiene palabras que signifiquen literalmente «volar», y la más aproximada es la que podría traducirse por «deslizarse». —Bueno, aprendieron a fabricar máquinas que iban por el aire así como un trineo va por la nieve. Y al cabo de un tiempo aprendieron a fabricar máquinas que iban más lejos y más rápido, hasta que fueron cómo la piedra que arroja la honda, y pasaron sobre la tierra y las nubes y más allá del aire hasta otro mundo que giraba alrededor de otro sol. Y cuando llegaron a ese otro mundo, qué encontraron allí sino hombres que…
—¿Se deslizaban en el aire?
—Quizá si, quizá no. Cuando llegaron a mi mundo ya sabíamos cómo viajar por el aire. Pero nos enseñaron cómo ir de mundo en mundo, y todavía no teníamos máquinas para eso.
Asra no entendía bien la intromisión del narrador en la narración. Me sentía afiebrado, molesto por las llagas que me habían aparecido en el pecho y los brazos a causa de las drogas, y no sabía cómo podría entretejer el relato.
—Adelante —dijo Asra, tratando de descubrir algún sentido —. ¿Qué hacían además de ir por el aire?
—Oh, casi lo mismo que la gente de aquí. Pero están todos en kémmer todo el tiempo.
Asra rió entre dientes. No había por supuesto posibilidad de ocultamientos en esta vida, y mi sobrenombre entre los guardias y prisioneros era «el perverso Pero cuando no hay deseo ni vergüenza», nadie, por más anómalo que sea, es señalado con el dedo; y creo que Asra no relacionó esta idea conmigo mismo y mis peculiaridades. La vio meramente como la variante de un viejo tema, de modo que rió un poco y dijo: —¿En kémmer todo el tiempo, eh? ¿Entonces un lugar de recompensa? ¿O un lugar de castigo?
—No sé, Asra. ¿Qué es este mundo?
—Ni una cosa ni otra, criatura. Esto es solo el mundo; es como es. Naces aquí y… las cosas son como son…
—No nací aquí. Vine aquí. Elegí venir.
El silencio y la sombra pesaban a nuestro alrededor. Lejos, en el silencio de los campos, del otro lado de la barraca, había un minúsculo filo de sonido, un serrucho de mano: nada más.
—Ah bien…, ah bien —murmuró Asra, y suspiró, y se frotó las piernas, gimiendo, y sin darse cuenta de que gemía —. Ninguno elige —dijo.
Una noche o dos después, entró en coma, y murió. Yo no me había enterado de por qué había ido a parar a la granja voluntaria; un crimen, una falta o alguna irregularidad en los papeles de identificación. Sólo sabia que estaba allí en Pulefen desde hacia menos de un año.
El día que siguió a la muerte de Asra me llamaron para mi examen; esta vez tuvieron que llevarme de vuelta en brazos; y no recuerdo lo que pasó luego.
14. La huida
Cuando Obsle y Yegey dejaron los dos la ciudad, y el portero de Siose me cerró el paso, supe que era hora de que me volviese a mis enemigos, pues ya nada bueno podía esperar de mis amigos. Fui a ver al comisionado Shusgis y lo extorsioné. No teniendo bastante dinero como para comprarlo, recurrí a mi reputación. Entre los pérfidos el nombre de traidor tiene su valor propio. Le dije que estaba en Orgoreyn como agente de las facciones nobles de Karhide, y que planeábamos el asesinato de Tibe, y que él había sido designado como mi contacto Sarf; si se rehusaba a darme la información que yo necesitaba les diría a mis amigos de Erhenrang que él era un agente doble, al servicio de la facción de Comercio Libre, y esto, claro está, volvería a Mishnori y al Sarf. El condenado tonto me creyó. Me dijo casi en seguida lo que yo quería saber, y hasta me pidió mi aprobación.
Mis amigos Obsle, Yegey y los otros no eran aún para mi una amenaza inmediata. Habían comprado seguridad sacrificando al Enviado, y confiaban en que yo no me crearía dificultades ni se las crearía a ellos. Hasta que vi a Shusgis nadie en el Sarf sino Gaum me había prestado alguna atención, pero ahora los tendría a todos pisándome los talones. Tengo que llevar a término mis asuntos y perderme de vista.
No teniendo modo de enviar un mensaje directo a Karhide, ya que una carta podía ser leída, y el teléfono y la radio estaban vigilados, fui por vez primera a la Embajada Real. Sardon rem ir Chenevich, a quien yo había conocido bien en la corte, tenía un cargo en la embajada. Estuvo en seguida de acuerdo en enviarle un mensaje a Argaven informándole qué le había ocurrido al Enviado y dónde estaba prisionero. Yo podía confiar en que Chenevich, una persona inteligente y honesta, evitaría que el mensaje fuese interceptado, pero de lo que Argaven haría luego yo no tenía ninguna idea. Yo quería que Argaven tuviese esa información en caso de que la nave de Ai descendiera de pronto saliendo de las nubes, pues en ese entonces esperaba aún que Ai hubiese tenido tiempo de enviar una señal a la nave, antes que el Sarf lo arrestara.
Yo estaba ahora en peligro, y si me habían visto entrar en la embajada en peligro inmediato. Fui directamente de allí al puerto de caravanas del barrio y en las últimas horas de esa mañana, odstred susmi, dejé Mishnori como había entrado, como peón de carga de un camión. Llevaba conmigo todos los viejos permisos, algo alterados de acuerdo con el nuevo empleo. La falsificación de papeles es asunto de riesgo en Orgoreyn, donde los piden e inspeccionan cincuenta y dos veces por día, pero no es raro a pesar de los riesgos, y mis viejos compañeros de la isla del Pez me habían enseñado los ardides adecuados. Llevar un nombre falso me irrita de verás, pero ninguna otra cosa podría salvarme, o llevarme al otro extremo de Orgoreyn, la costa del mar Occidental.
Mis pensamientos estaban puestos en el Oeste cuando la caravana cruzó traqueteando el puente Kunderer y dejó atrás Mishnori. El otoño volvía ahora la cara hacia el invierno, y yo tenía que llegar a destino antes que los caminos se cerraran al transito rápido, y que mi presencia allí fuese del todo inútil. Había visto una Granja Voluntaria en Komsvashom, y había hablado con ex prisioneros de granjas. Lo que había visto y oído pesaba ahora sobre mí. El Enviado, tan vulnerable al frío que llevaba aun un abrigo cuando la temperatura subía a cero grado, no sobrevivirla a un invierno en Pulefen. De modo que la necesidad exigía rapidez, pero la caravana me llevaba a paso lento, zigzagueando entre las ciudades al norte y al sur del camino, cargando y descargando; me llevó medio mes llegar a Edven, en la desembocadura del río Esagel.