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En Edven tuve suerte. Hablando con los hombres de la casa de tránsito me enteré del comercio de pieles río arriba, y cómo los hombres de las trampas iban río arriba y río abajo por trineo o barca de hielo cruzando el bosque de Tarrenbed casi hasta el Hielo.

De esa conversación sobre trampas nació mi plan de poner trampas. Hay pesdris de piel blanca en las tierras de Kerm como en el interior del país; les gustan los sitios donde se siente el aliento del glaciar. Yo los había cazado en mi juventud en los bosques de toras de Kerm, ¿por qué no cazarlos ahora en los bosques de toras de Pulefen?

En aquel noreste lejano de Orgoreyn, en las vastas tierras desérticas al este de los Sembensyen, los hombres son libres de ir y venir, pues no hay bastantes inspectores para acosar a toda la población. Algo de la vieja libertad sobrevive allí a la Nueva Epoca. Edven es un puerto gris construido sobre las rocas grises de la bahía de Esagel; un viento lluvioso sopla en las calles, y los habitantes son gente de mar, torva, y de pocas palabras. Tengo buenos recuerdos de Edven, donde mi suerte cambió.

Compré esquíes, calzado para la nieve, trampas y provisiones, y obtuve mi licencia, autorización e identificación de cazador en la oficina comercial, y fui a pie, Esagel arriba, junto con una partida de cazadores conducida por un viejo llamado Mavriva. El río no estaba aún helado, y en los caminos había vehículos de ruedas, pues había más lluvias que nieve en aquellas vertientes de la costa, aun en este último mes del año. La mayoría de los cazadores esperaban al pleno invierno, y en el mes de dern remontaban el Esagel en barca de hielo, pero Mavriva pretendía llegar bien al norte cuanto antes y atrapar al pesdri cuando comenzaba a emigrar a los bosques. Mavriva conocía aquellas tierras, los Sembensyen del Norte y las Tierras del Fuego tan bien como cualquiera, y en aquellos días en que remontamos el río aprendí de él muchas cosas que me fueron útiles más tarde.

En el pueblo que llaman Turuf me separé de la patrulla fingiendo una enfermedad. Ellos siguieron hacia el norte y yo fui solo hacia el noreste internándome en las altas laderas de los Sembensyen. Pasé algunos días explorando los alrededores y luego, ocultando casi todo lo que llevaba en un valle escondido a unos quince kilómetros de Turuf, volví al pueblo, llegando de nuevo desde el sur; esta vez entré en el pueblo y me alojé en la casa de tránsito, y como preparándome para una cacería con trampas compré esquíes, zapatos para la nieve y provisiones, un saco de dormir y ropa de invierno, todo otra vez; también una estufa chabe, una tienda de piel sintética, y un trineo ligero para cargarlo todo. Luego nada que hacer sino esperar a que la lluvia se transformara en nieve y el barro en hielo: no tardaría mucho, pues ya había pasado más de un mes en llegar de Mishnori a Turuf. En arhad dern el invierno había helado los campos, y la nieve que yo esperaba ya estaba cayendo.

Pasé las cercas electrizadas de la granja Pulefen en las primeras horas de la tarde, y todas las huellas que yo iba dejando eran cubiertas en seguida por la nieve. Dejé el trineo en la hondonada de un arroyo, en el interior del bosque, al este de la granja, y llevando sólo un saco atado a mis espaldas, regresé al camino con mis zapatos para la nieve, y lo seguí directamente, hasta la puerta principal de la granja. Allí exhibí los papeles que yo había vuelto a falsificar mientras esperaba en Turuf. Tenían un «sello azul» ahora, me identificaban como Dener Bend, convicto en libertad bajo palabra, y estaban acompañados por la orden de que me presentara antes de eps dern en la tercera granja voluntaria de la comensalía de Pulefen para un trabajo de dos años como guardia. Los ojos penetrantes de un inspector hubieran entrado en sospechas ante esta batería de papeles, pero aquí había pocos ojos penetrantes.

Nada más fácil que entrar en prisión. Yo esperaba poder salir.

El jefe de guardias me llamó la atención por haber llegado un día más tarde de lo que especificaban mis órdenes, y me enviaron a las barracas. La cena había terminado, y por fortuna era demasiado tarde para que me dieran un par de botas y un uniforme, confiscándome mi buena ropa. No me dieron un arma, pero encontré una a mano mientras me escurría en la cocina pidiéndole al cocinero que me sirviera algo de comer. El cocinero guardaba el arma colgada de un clavo detrás de los hornos. La robé. No tenía dispositivos letales; quizá ocurría lo mismo con todas las armas que tenían allí los guardias. No mataban a gente en las granjas; esos crímenes los dejaban en manos de la desesperación y el invierno.

Había allí unos treinta o cuarenta guardias, y ciento cincuenta o sesenta prisioneros, ninguno de ellos despierto del todo, la mayoría durmiendo profundamente aunque apenas pasábamos de la cuarta hora. Conseguí que un joven guardia me acompañara y me mostrara los prisioneros dormidos. Los vi a la luz enceguecedora de la barraca donde dormían, y abandoné toda esperanza de poder actuar esa primera noche, antes de despertar sospechas. Los prisioneros estaban todos metidos en sus sacos de dormir, como niños en la matriz, invisibles, indistinguibles. Todos menos uno, allí, demasiado largo para ocultarse, un rostro oscuro como una calavera, los ojos cerrados y hundidos, una mata de pelo largo y fibroso.

La fortuna que se me había dado vuelta en Erven ahora daba vuelta al mundo entero al alcance de mi mano. Nunca tuve sino un don, saber cuando la gran rueda responderá a un roce de la mano, saberlo y actuar. Yo había dado este don por perdido, el año anterior en Erhenrang; había creído que no lo recuperaría nunca. Me sentí contento de veras teniendo de nuevo esa certeza, sabiendo que podía encaminar mi fortuna y las posibilidades del mundo como un trineo de rastra corta que desciende la empinada, peligrosa ahora.

Como yo seguía yendo de un lado a otro y mirando alrededor, en mi papel de individuo curioso y de pocas luces, me incluyeron en la última ronda nocturna; a medianoche todos dormían menos yo y el otro guardián nocturno. Yo seguí hurgoneando aquí y allá, paseándome a veces de arriba abajo entre las camas. Decidí mis planes y empecé a prepararme la voluntad y el cuerpo para entrar en doza, pues mis propias fuerzas nunca me bastarían sin ayuda de esa fuerza que viene de la oscuridad. Un rato antes del alba entré de nuevo en el dormitorio y con el arma del cocinero le di a Genly Ai un buen golpe en la cabeza. Luego lo levanté, con saco de dormir y todo, y lo cargué a hombros hasta el cuarto de guardia. —¿Qué haces? —dijo el otro guardia, adormilado —. ¡Déjalo!

—Está muerto.

—¿Otro muerto? Por las entrañas de Meshe, y el invierno apenas ha empezado. —Inclinó la cabeza para mirar la cara del Enviado, que colgaba a mis espaldas. —Ah, el perverso. Por el Ojo que no creía todo lo que dicen de los karhíderos hasta que le eché una mirada, qué monstruo desagradable. Se pasó la semana acostado, gimiendo y suspirando, pero no creía que se moriría así de pronto. Bueno, déjalo afuera y que se quede allí hasta que amanezca. No te estés ahí como si cargaras un saco de turdas.

Me detuve en la oficina de inspección, mientras iba corredor abajo, y siendo yo el hombre a cargo de la guardia nadie me impidió entrar y mirar hasta que encontré el panel que contenía las alarmas y las llaves. Ninguna tenía nombre, pero los guardias habían garrapateado unas letras al lado de los interruptores para ayudar a la memoria cuando había prisa; imaginando que C.C. significaba «cercas», cerré el interruptor que cortaba la corriente de las defensas exteriores de la granja, y luego seguí mi camino arrastrando ahora a Ai por los hombros. Llegué así al guardia que estaba de centinela junto a la puerta. Hice como que trabajaba para alzar ese peso muerto, pues la fuerza doza estaba actuando ya y no quería mostrar con qué facilidad podía mover o cargar a un hombre más pesado que yo. Dije: —Un prisionero muerto. Me indicaron que lo sacara del dormitorio. ¿Dónde lo pongo?