—No sé. Llévelo afuera. Bajo techo, que no lo sepulte la nieve y reaparezca apestando en el deshielo de la primavera. Está nevando peditia. —Se refería a lo que llamaríamos nieve sove, de copos densos y acuosos; la mejor de las noticias para mi.
—Muy bien, muy bien —dije, y llevé mi carga afuera, del otro lado de la barraca, donde el guardián no podía verme. Cargué otra vez a Ai sobre los hombros, fui hacia el noroeste unos pocos centenares de metros, pasé encaramándome por encima de la cerca muerta, deslicé mi carga por debajo, levanté una vez más a Ai, y corrí todo lo que pude hacia el río. No estaba muy lejos de la cerca cuando chilló un silbato, y se encendieron unos reflectores. Nevaba con bastante fuerza como para que no pudieran verme desde unos pocos metros de distancia, pero no lo suficiente como para que mis huellas se borrasen en seguida. Sin embargo, cuando llegué al río todavía no estaban detrás de mí. Fui hacia el norte por unos claros entre los árboles, o por el agua cuando el bosque me cerraba el paso; el río, un pequeño y rápido afluente del Esagel, no se había helado todavía. Todo se veía más claro ahora a la luz del alba, y me apresuré. Encontrándome en la plenitud de la doza, el Enviado no me parecía una carga pesada, aunque entorpecía mis movimientos. Siguiendo el arroyo que se internaba en el bosque llegué al fin a la hondonada, y allí até al Enviado con unas correas al trineo distribuyendo mis ropas y aparatos alrededor y encima, hasta que quedó bien oculto, y luego eché una tela impermeable sobre todo; me cambié entonces de ropa, y comí un poco de mis provisiones, pues el hambre que uno siente en la doza prolongada ya estaba mordiéndome el estómago. Luego partí hacia el norte por el camino principal del bosque. No había pasado mucho tiempo cuando un par de esquiadores me dio alcance.
Yo estaba vestido y equipado ahora como cazador de trampas, y les dije que estaba tratando de alcanzar la patrulla de Mavriva, que había ido hacia el norte en los últimos días de grende. Conocían a Mavriva y aceptaron mi historia luego de echarle una ojeada a mi licencia de cazador. No esperaban encontrar a los fugitivos en camino hacia el norte, pues nada hay al norte de Pulefen sino el bosque y el Hielo, y quizá no tenían mucho interés en encontrarnos. ¿Por qué habían de tenerlo? Siguieron adelante y una hora después me encontré de nuevo con ellos, que volvían a la granja. Uno de ellos era el que me había acompañado en la guardia de la noche. Nunca me había visto la cara, aunque me había tenido delante la mitad de la noche.
Cuando estuve seguro de que se habían ido, dejé el camino principal y durante todo el día seguí un largo semicírculo de vuelta al bosque y las laderas al este de la granja, volviendo al fin desde el este, las tierras desérticas, a la hondonada oculta más arriba de Turuf, donde yo había escondido mi equipo. Era difícil ir en trineo por aquellos terrenos de muchas ondulaciones, y con aquel peso de más, pero la nieve era espesa y estaba afirmándose y yo estaba en doza. Tenía que mantenerme en ese estado pues una vez que la fuerza de la doza cae uno no sirve para nada. Nunca había estado en doza mucho mas de una hora, pero sabía que algunos de los ancianos pueden mantenerse así todo un día y una noche y todavía más, y mi necesidad presente se sumaba ahora a la capacidad desarrollada en mi entrenamiento. En doza uno no se preocupa mucho, y no encontraba ningún motivo de ansiedad excepto la condición del Enviado, que tenía que haber despertado hacía tiempo de aquella dosis de sónico. No se movía, y no había tiempo para atenderlo. ¿Era tan distinto a nosotros que un arma paralizante podía matarlo? Cuando la rueda gira a nuestro alcance, hay que cuidar las palabras; y yo había dicho que estaba muerto dos veces, y lo había cargado como se cargan los muertos. Se me ocurrió que quizá yo había transportado a un hombre muerto entre aquellas lomas, y que mi suerte se había agotado junto con la vida de este hombre. En ese momento me puse a maldecir y a sudar, y la fuerza de la doza pareció escapárseme como agua de una jarra rota. Pero seguí adelante, y la fuerza no me faltó del todo hasta que llegué al escondrijo en la ladera y levanté la tienda e hice lo que pude por Ai.
Abrí una caja de cubos de hiperalimentos, de los que devoré la mayoría, y le di unos cuantos como caldo, pues parecía estar muriéndose de hambre. Ai tenía úlceras en los brazos y el pecho, agravadas por el sucio saco de dormir en que estaba. Cuando le limpié las llagas y lo pasé al caliente saco de pieles, tan bien oculto como era posible en aquel desierto invernal encontré que ya no tenía nada más qué hacer. La noche había caído y la oscuridad mayor, el precio por el emplazamiento voluntario de la fuerza plena del cuerpo, estaba envolviéndome duramente; me encomendé, y encomendé a Ai a esa oscuridad.
Dormimos. Nevó sin duda toda la noche y el día y la noche de mi sueño dangen. Ninguna cellisca: la primera verdadera nevada del invierno. Cuando al fin desperté, e hice un esfuerzo para levantarme y mirar afuera, la tienda estaba hundida a medias en la nieve. La luz del sol y unas sombras azules se extendían vívidas sobre el blanco. Lejos y arriba en el este una nube gris apagaba el brillo del cielo: el humo de Udenushreke, la más cercana de las montañas del bosque. Alrededor del minúsculo pico de la tienda se extendía la nieve; terraplenes, lomas, laderas, todas blancas, sin huellas.
Estando todavía en el período de recuperación me sentía muy débil y somnoliento, pero siempre que podía levantarme le daba caldo a Ai, un poco cada vez; y al anochecer de aquel día me pareció que recuperaba de veras el conocimiento, aunque no la inteligencia. Ai, sentado en el saco de pieles, lloraba como aterrorizado. Cuando me arrodillé junto a él, luchó tratando de apartarme, y siendo este esfuerzo excesivo para él, se desmayó. Aquella noche habló mucho, en una lengua que yo no conocía. Era raro, en aquella oscura quietud de los bosques, oírle murmurar palabras de un lenguaje que había aprendido en otro planeta. El día siguiente fue difícil, pues cada vez que quería cuidarlo Ai me tomaba, pienso, por uno de los guardias de la granja, y tenía terror de que yo le diese alguna droga. Farfullaba entonces en una mescolanza orgota y karhidi, suplicándome que «no» y resistiéndose con la fuerza del pánico. Esto ocurrió una y otra vez, y como yo estaba todavía en dangen, y débil de miembros y voluntad, me pareció que no podría cuidarlo. Se me ocurrió que no sólo lo habían drogado, sino que además le habían cambiado la mente, volviéndolo imbécil o loco. Entonces deseé que Ai hubiese muerto en el trineo en el bosque de toras, o que yo no hubiese tenido suerte, y me hubieran arrestado cuando salía de Mishnori, enviándome a alguna granja a trabajar en mi propia condenación.
Desperté y Ai estaba observándome.
—¿Estraven? —dijo en un débil murmullo de asombro. Sentí que me volvía el ánimo. Pude tranquilizarlo y atenderlo; y aquella noche los dos dormimos bien.
Al día siguiente Ai había mejorado mucho, y se sentó para comer. Las llagas se le estaban curando. Le pregunté qué eran.
—No sé. Creo que las causaron las drogas. Me daban continuamente inyecciones…
—¿Para impedir el kémmer? —Yo lo sabia por hombres que habían estado en una granja, y que habían escapado o fueron puestos en libertad.