—Sí. Y otras, no sé qué eran, drogas de la verdad o algo parecido. Me hacían daño, y seguían dándomelas. ¿Qué estaban tratando de descubrir, qué podía decirles?
—No era el interrogatorio lo que les interesaba, sino domesticarlo a usted.
—¿Domesticarme?
—Haciéndolo a usted sumiso por adición forzada a uno de los derivados de orgrevi. La práctica no es desconocida en Karhide. O quizá estaban experimentando con usted y los otros. Me habían dicho que en las granjas prueban drogas y técnicas para cambiar la mente. Lo dudé cuando me lo dijeron; no ahora.
—¿No tienen estas drogas en Karhide?
—¿En Karhide? —dije —. No.
Ai se frotó la frente, incómodo. —En Mishnori dirán que no hay sitios así en Orgoreyn, supongo.
—Al contrario. Se enorgullecen de tenerlos, y le muestran a usted cintas y fotografías de las granjas voluntarias, donde se rehabilita a los extraviados y se da refugio a restos de grupos tribales. Hasta lo pasearían a usted por la granja voluntaria del primer distrito, en las afueras de Mishnori, una excelente exhibición. Si cree que tenemos granjas en Karhide, señor Ai, usted nos sobreestima; no somos gente sofisticada.
Ai se quedó mirando largo rato la incandescente estufa chabe, que yo había encendido hasta que emitió un calor sofocante. Luego Ai se volvió hacia mí.
—Me lo contó usted esta mañana, lo sé, pero yo no tenía la cabeza muy clara entonces. ¿Dónde estamos, y cómo llegamos aquí?
Se lo dije otra vez.
—¿Y usted… salió así, caminando, conmigo?
—Señor Ai, cualquiera de ustedes los prisioneros, todos juntos, podían haber salido caminando de ese lugar, cualquier noche. Si no hubiesen estado hambrientos, agotados, desmoralizados y drogados; si tuviesen ropas de invierno, y a dónde ir… Y esta es la clave. ¿A dónde irían? ¿A una ciudad? No es posible sin papeles. ¿Al desierto? No es posible sin techo. Supongo que en verano traen más guardias a Pulefen. En invierno, el invierno mismo guarda la granja.
Ai apenas me oía.
—Usted no puede llevarme a cuestas treinta metros, Estraven. Menos todavía correr conmigo a hombros, a campo traviesa en la oscuridad…
—Yo estaba en doza.
Ai titubeó. —¿Inducida voluntariamente?
—Sí.
—¿Es usted… handdarata?
—Crecí en la doctrina handdara y viví dos años como recluso en la fortaleza Roderer. En las tierras de Kerm la mayoría de las gentes de los hogares del Interior son handdaratas.
—Creía que luego del período doza el consumo extremo de energía necesitaba de una especie de colapso…
—Sí, dangen se llama, el sueño oscuro. Dura mucho más que el período doza, y una vez que uno entra en la etapa de recuperación es muy peligroso resistirse. Dormí dos noches seguidas, y todavía estoy en dangen; no podría subir a esa loma. Y el hambre interviene también; me he comido las raciones de casi una semana.
—Muy bien —dijo Ai con una prisa malhumorada —. Entiendo, le creo a usted, qué otra cosa podría hacer. Aquí estoy, ahí está usted… Pero no entiendo para qué lo hizo.
Sentí que perdía la cabeza, tuve que mirar un rato el cuchillo de hielo que estaba junto a mi mano, sin volver los ojos a Ai y sin responder hasta que pude dominarme. Por fortuna, no había en mí mucho calor o animación, y me dije a mi mismo que Ai era un hombre ignorante, un extranjero, mal acostumbrado y asustado. Llegué de ese modo a un cierto nivel de justicia y dije al fin: —Siento que es en parte mi culpa que haya ido usted a parar a Orgoreyn, y a la granja Pulefen. Trato de corregir esa falta.
—Usted no tiene nada que ver con mi venida a Orgoreyn.
—Señor Ai, usted y yo hemos visto las mismas cosas con ojos diferentes: creí por error que pensábamos lo mismo. Permítame que vuelva a la primavera última. Fue entonces cuando le hablé por primera vez al rey Argaven sobre la conveniencia de esperar, de no tomar decisiones acerca de usted o su misión. Faltaba alrededor de medio mes para la ceremonia de la clave del arco. La audiencia ya había sido planeada, y parecía lo mejor llevarla a término, aunque sin esperar ningún resultado. Pensé que usted había entendido, y me equivoqué. Di muchas cosas por sentadas; no quise ofenderlo, prevenirlo; creí que había visto usted el peligro: el poder que Pemmer Harge rem ir Tibe tenía de pronto sobre el kiorremi. Si Tibe hubiese tenido alguna buena razón para temerlo a usted, lo habría acusado de servir a una facción, y Argaven, que es muy sensible a las insinuaciones del miedo, lo habría hecho matar de buen grado. Yo lo prefería a usted abajo, sano y salvo, mientras Tibe estaba arriba y era poderoso. Tal como ocurrieron las cosas, yo fui a parar abajo, junto con usted. Mi caída ya estaba decidida, aunque yo ignoraba que ocurriría aquella misma noche en que hablamos juntos; pero nadie es primer ministro de Argaven mucho tiempo. Luego de recibir la orden de exilio ya no podía comunicarme con usted sin contaminarle mi desgracia, acrecentando la posibilidad de peligro. Vine aquí a Orgoreyn. Traté de sugerirle a usted que viniese también a Orgoreyn. Les aconsejé a los hombres de quienes menos desconfiaba entre los Treinta—y—tres comensales que autorizaran la entrada de usted; no la hubiera conseguido sin este apoyo. Vieron en usted, y yo los animé a que así lo vieran, una vía hacia el poder, un modo de escapar a la creciente rivalidad con Karhide y de restaurar el libre comercio, una posibilidad quizá de librarse del Sarf. Pero en vez de proclamarlo a usted como el Enviado, lo escondieron, y así perdieron la oportunidad, y lo vendieron a usted al Sarf para salvar el pellejo. Confié demasiado en ellos, y esa es mi culpa.
—¿Pero para qué tanta intriga, tanta ocultación y manejos, para qué, Estraven? ¿Qué pretendía usted?
—Lo mismo que usted, señor Ai. La alianza de mi mundo y el suyo. ¿Qué le parece?
Nos quedamos mirándonos por encima de la estufa ardiente como un par de muñecos de madera.
—¿Quiere decir que aunque fuese Orgoreyn quien hiciese la alianza…?
—Aun Orgoreyn. Karhide se hubiese unido pronto. ¿Cree usted que yo podría tener en cuenta mi shifgredor cuando hay tanto en juego para todos nosotros, todos mis hermanos? ¿Qué importa qué país despierte primero, mientras despertemos?
—¡No sé cómo puedo creerle a usted! —estalló Ai. La debilidad física daba a la indignación de Ai un aire de protesta quejosa —. Si todo esto es cierto, tenía que habérmelo dicho antes, en primavera, ahorrándonos a los dos el viaje a Pulefen. Los esfuerzos de usted…
—Sí, fracasaron. Y le trajeron a usted dolor, y vergüenza y peligro. Lo sé. Pero si hubiese tratado de enfrentar a Tibe, usted no estaría aquí ahora, sino en una tumba de Erhenrang. Y hay hoy unas pocas gentes en Karhide, y unas pocas en Orgoreyn, que creen en la historia de usted, porque me han escuchado. Quizá todavía le sirvan a usted. Mi mayor error, sí, es no haberle hablado claramente. No tengo la costumbre. No tengo costumbre de dar, o aceptar, ya sea consejos o reproches.
—No quiero ser injusto, Estraven…
—Pero lo es. Curioso. Soy el único hombre de todo Gueden que ha confiado del todo en usted, y soy el único hombre en Gueden en quien usted no ha querido confiar.
Ai se llevó las manos a la cabeza. Al fin dijo: —Lo lamento, Estraven. —Era a la vez una disculpa y un reconocimiento.
—El hecho es —dije —que usted no puede o no quiere creer que yo creo en usted. —Me incorporé pues se me habían entumecido las piernas y descubrí que yo temblaba de enojo y cansancio. —Enséñeme ese lenguaje de la mente —dije, tratando de hablar tranquilo y sin rencor, —ese lenguaje que no miente. Enséñemelo, y pregúnteme entonces por qué hice lo que hice.
—Me complacería de veras, Estraven.