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15. Hacia el Hielo

Desperté. Hasta ahora había sido extraño, inverosímil, despertar dentro de un oscuro cono de calor, y oír la voz de la razón que me decía esto es una tienda, y te encuentras vivo, y ya no estás en la granja de Pulefen. Hoy no hubo extrañeza, sino una agradecida sensación de paz. Desperté, me senté, bostecé, y traté de peinarme hacia atrás pasándome los dedos por el pelo. Miré a Estraven, durmiendo aún, tendido sobre el saco de dormir a medio metro de distancia. No llevaba puestos más que los pantalones; tenía calor. La cara oscura y secreta se mostraba a la luz, a mi mirada. Estraven dormido parecía un poco estúpido, como todos cuando duermen: una cara redonda, fuerte, descansada y remota; sobre el labio superior y las cejas espesas había unas gotas de transpiración. Recordé cómo había sudado durante todo el desfile de Erhenrang, envuelto en una panoplia de rango y luz de sol. Lo vi ahora indefenso, y casi desnudo a una luz fría, y por primera vez lo vi como era.

Despertó tarde, y tardó en levantarse. Al fin se incorporó tambaleándose y bostezando, se puso la camisa, sacó fuera la cabeza un momento para ver cómo era el día, y luego me preguntó si yo quería una taza de orsh. Cuando descubrió que yo había estado trabajando y había puesto a hervir una olla con orsh y el agua que él había dejado como hielo sobre la estufa en la noche anterior, aceptó una taza, me agradeció tiesamente, y se sentó a beber.

—¿A dónde iremos ahora, Estraven?

—Depende de a dónde quiera ir, señor Ai, y cómo.

—¿En qué dirección se sale más rápido de Orgoreyn?

—Hacia el oeste. La costa. Unos cincuenta kilómetros.

—¿Y luego?

—Los puertos estarán helándose o ya helados, aquí. De cualquier modo no habrá viajes largos en invierno. Habrá que esperar escondidos en alguna parte hasta la próxima primavera, cuando los principales mercaderes salen hacia Sid y Perunter. No habrá barcos para Karhide, si continúa el embargo de comercio. Podríamos embarcar en una nave de carga. Lamentablemente, no tengo dinero.

—¿Y la alternativa?

—Karhide. El norte.

—¿A qué distancia? ¿Mil quinientos kilómetros?

—Sí, por carretera, pero esto no es para nosotros. No pasaríamos la primera inspección. Nuestro único camino es hacia el norte entre las montañas, luego el este cruzando el Gobrin, y el sur hasta la frontera de la bahía de Guden.

—¿Cruzando el Gobrin? ¿La capa de hielo?

Estraven asintió.

—No es posible en invierno, ¿o sí?

—Creo que sí, con suerte, como en todos los viajes de invierno. En cierto sentido es mejor cruzar un glaciar en invierno. El buen tiempo, usted sabe, tiende a estacionarse sobre los glaciares, donde el hielo refleja la luz del sol; las tormentas son desplazadas a la periferia. De ahí las leyendas del sitio en el corazón de la tormenta. Tendríamos eso a nuestro favor. Poco más.

—Entonces piensa usted seriamente…

—Hubiera sido un disparate sacarlo a usted de Pulefen si no pensara así.

Estraven parecía todavía tieso, malhumorado, hosco. La conversación de la noche anterior nos había perturbado a ambos.

—Y he de entender que cruzar el hielo es menos arriesgado según usted que esperar a embarcarse en primavera…

Estraven asintió: —Soledad —explicó, lacónico.

Lo pensé un rato. —Espero que haya tenido en cuenta mis incapacidades. Mi resistencia al frío es escasa, no puede compararse con la suya. No soy experto en esquí. No estoy en buena forma, aunque haya mejorado mucho en los últimos días.

Estraven volvió a asentir con un movimiento de cabeza. —Creo que podríamos hacerlo —dijo con esa simplicidad que yo había interpretado siempre como ironía.

—Muy bien.

Estraven me echó una mirada, y apuró la taza de té. Té es un nombre posible: extraído por fermentación del cereal llamado perm, previamente tostado, el orsh es una bebida agridulce, de color castaño, rica en vitaminas A y C, azúcar, y un estimulante agradable semejante a la lobelina. Cuando no hay cerveza en Invierno no hay orsh; si no hay cerveza ni orsh tampoco hay hombres.

—Será duro —dijo Estraven, dejando la taza. —Muy difícil. Necesitamos más suerte.

—Prefiero morir en el Hielo que en ese pozo negro de donde usted me ha sacado.

Estraven cortó un pan de manzana seco, me ofreció una rodaja, y se quedó meditabundo, masticando. —Necesitaremos más comida —dijo.

—¿Qué pasa si llegamos a Karhide? Qué le pasa a usted, quiero decir. Todavía es un proscrito.

Estraven volvió a mí los oscuros ojos de nutria.

—Si, supongo que me convendría quedarme de este lado.

—Y cuando descubran que ha ayudado a escapar a un prisionero…

—No es necesario que lo descubran. —Estraven sonrió, sombrío, y dijo: —Primero tenemos que cruzar el Hielo.

Estallé. —Escuche, Estraven, discúlpeme por lo que dije anoche…

—Nusud. —Estraven se incorporó, masticando todavía, se puso la túnica, el abrigo y las botas, y se deslizó como una nutria fuera de la puerta —válvula, que se cerraba automáticamente. Cuando ya estaba fuera, asomó la cabeza y dijo: —Quizá vuelva tarde, o a la mañana. ¿Podrá arreglárselas aquí?

—Si.

—Muy bien. —Estraven desapareció Nunca conocí a nadie que reaccionara de un modo tan completo y rápido ante un cambio de situación. Yo estaba recobrándome, y dispuesto a partir; él había salido del dangen. En el momento en que esto fue ya claro, Estraven partió. Nunca parecía precipitado ni con prisa, pero estaba siempre listo. Este era sin duda el secreto de la extraordinaria carrera política que él mismo había arruinado en mi beneficio; explicaba también por qué creía en mí y le importaba tanto mi misión. Cuando llegué, él ya estaba preparado. Nadie más lo estaba en todo Invierno. No obstante, Estraven se consideraba a si mismo un hombre lento, pobre en recursos de emergencia.

Una vez me dijo que siendo de pensamientos tan lentos tenía que guiarse a menudo por una especie de intuición acerca de cómo venia la «suerte», y que esta intuición pocas veces le fallaba. Los profetas de las fortalezas no son en Invierno los únicos capaces de ver el futuro. Esa gente ha domesticado y entrenado el presentimiento, pero no le ha dado mayor exactitud. En este sentido los yomeshtas tienen algo que decir: el don no es quizá estricta o simplemente un don de profecía, sino quizá la capacidad de ver (aun en un relámpago) todo a la vez: de ver la totalidad.

Mantuve la pequeña estufa en el punto máximo mientras Estraven estaba fuera, y así conseguí calentarme de veras por primera vez… ¿en cuánto tiempo? Pensé que estaríamos ahora en dern, el primer mes de invierno y del nuevo año, pero había perdido la cuenta en Pulefen.

La estufa era uno de esos excelentes y económicos aparatos perfeccionados por los guedenianos en milenios de lucha contra el frío. Sólo utilizando una pila de fusión se hubiese podido obtener algo mejor. Las baterías biónicas alcanzan para catorce meses de uso continuo; el poder calorífero es notable, y el aparato sirve a la vez como estufa, cocina y luz, todo en uno, y no pesa más de dos kilos. Nunca hubiésemos viajado ochenta kilómetros sin esa estufa. Tenía que haberle costado bastante dinero a Estraven, ese dinero que yo le había pasado con altanería en Mishnori. La tienda, de material plástico, resistente a las inclemencias del tiempo, y diseñada para evitar en parte la condensación interior de agua, que es el defecto principal de las tiendas en tiempo frío; los sacos de dormir de piel de pesdri; las ropas, esquíes, trineos, provisiones, todo era excelente, liviano, durable, caro. Si Estraven había ido a buscar más alimentos, ¿qué otras cosas traería?

Estraven no volvió hasta el anochecer del día siguiente. Yo había salido varias veces con los zapatos para la nieve, probando fuerzas y practicando en las faldas del valle nevado que ocultaba la tienda. Manejaba bien los esquíes pero no los zapatos para la nieve. No me atrevía a subir a las lomas, por miedo a extraviarme. Era una región salvaje, cruzada de arroyos y hondonadas, que se alzaba, empinada, abrupta, hacia las montañas nubosas del este. Tuve tiempo de preguntarme qué sería de mi en esta desolación si Estraven no volvía.