Estraven llegó deslizándose por la loma crepuscular —era un magnífico esquiador —y se detuvo junto a mí, sucio, cansado y cargado. Traía a la espalda un saco grande y abultado de paquetes: Papá Noel que baja por las chimeneas de la vieja Tierra. Los paquetes contenían germen de kadik, pan de manzana seco, té, y tabletas de esa azúcar roja, dura, de sabor terrestre que los guedenianos obtienen por refinación de un tubérculo.
—¿Cómo lo consiguió?
—Lo robé —dijo el que fuera primer ministro de Karhide, adelantando las manos hacia la estufa, que estaba todavía en máximo; Estraven, aun él, parecía helado. —En Turuf. Asunto breve. —Nunca supe más. Estraven no estaba orgulloso de su hazaña y no la creía divertida. El robo es un crimen grave en Invierno; en verdad sólo los suicidas son más despreciados allí que los ladrones.
—Primero comeremos esto —dijo Estraven mientras yo fundía un poco de nieve sobre la estufa. —Lo más pesado. —La mayor parte de la comida que Estraven había juntado antes era raciones de «hiperalimentos», unos cubos de alimentos energéticos, comprimidos, deshidratados, fortalecidos, que los orgotas llaman guichi michi, y así lo llamábamos nosotros aunque, por supuesto, hablábamos en karhidi. Teníamos bastante de este alimento, como para que nos durara sesenta días con la ración común mínima: medio kilo por día y por persona. Luego de lavarse y comer, Estraven estuvo sentado largo rato junto a la estufa pensando en lo que teníamos y en cómo y cuándo utilizarlo. No había allí pesas ni balanzas y lo medimos todo comparándolo con una caja de medio kilo de guichi michi. Estraven conocía bien, como muchos guedenianos, el valor nutritivo y calórico de los distintos alimentos, y las necesidades de su propio organismo en diferentes circunstancias y cómo evaluar las mías de un modo bastante aproximado. Conocimientos de este tipo son de mucho valor para la supervivencia, en Invierno.
Cuando consiguió al fin planear la distribución de las raciones, Estraven se metió en el saco de dormir. Durante la noche oí que hablaba en sueños; números, pesos, días, distancias…
Teníamos que recorrer unos mil quinientos kilómetros. Los primeros cien viajaríamos hacia el norte o el noreste, cruzando el bosque y las estribaciones norteñas de la cordillera de los Sembensyen hasta el gran glaciar, la capa de hielo que cubre el Gran Continente de doble lóbulo hasta el paralelo 45, y en algunos sitios casi hasta el 35. Una de estas prolongaciones hacia el sur es la región de las Tierras de Fuego, los últimos picos de los Sembensyen, y esa región era nuestra primera meta. Allí entre las montañas, razonaba Estraven, encontraríamos el modo de entrar en la capa de hielo. Ya fuese descendiendo por la ladera de una montaña o trepando por la pendiente de un glaciar. Luego viajaríamos por el mismo Hielo, hacia el este, unos mil kilómetros. Donde el borde del glaciar se vuelve otra vez hacia el norte, cerca de la bahía de Guden, cortaríamos camino hacia el sudeste durante unos ochenta a ciento veinte kilómetros atravesando los pantanos de Shenshey, donde la capa de nieve tendría en ese entonces de tres a seis metros de altura, hasta la frontera de Karhide.
Esta ruta nos mantenía desde el principio al fin en tierras deshabitadas o inhabitables. No tropezaríamos con ningún inspector. Esto era de veras importante. Yo no tenía papeles, y Estraven dijo que en los suyos ya no cabían más falsificaciones. De cualquier modo, aunque yo podía pasar por guedeniano cuando nadie esperaba otra cosa, ningún disfraz podía ocultarme a un ojo inquisitivo. En este aspecto, pues, el camino que proponía Estraven parecía el más práctico.
En otros aspectos era una idea de locos.
Me guardé mi opinión, pues yo había hablado en serio cuando dije que prefería morir en la huida, si se trataba de elegir. Estraven, sin embargo, buscaba aún una alternativa. Al día siguiente, mientras equipábamos y cargábamos el trineo con mucho cuidado, Estraven dijo: —Si llamara usted hoy a la nave de las estrellas, ¿cuándo vendría?
—En cualquier momento en un plazo que se iniciaría dentro de ocho días, y se extendería hasta mediados de mes, según el punto de la órbita solar en que esté ahora, en relación con Gueden. Quizá se encuentra del otro lado del sol.
—¿No antes?
—No antes. El dispositivo nafal no tiene aplicación dentro de un sistema solar. La nave sólo puede acercarse aquí impulsada por cohetes, lo que significa ocho días de viaje. ¿Por qué?
Estraven tironeó de la cuerda y la anudó antes de contestar: —Pensaba en la conveniencia de pedir ayuda al mundo de usted, ya que el mío no parece bien dispuesto. Hay un transmisor de radio en Turuf.
—¿Poderoso?
—No mucho. El transmisor grande más poderoso estaría en Kuhumey, a unos cuatrocientos kilómetros al sur de aquí.
—¿Kuhumey es una ciudad importante, no?
—Un cuarto de millón de almas.
—Tendríamos que encontrar el modo de usar el transmisor; luego ocultarnos ocho días con el Sarf alertado… No es muy prometedor.
Estraven asintió.
Arrastré el último saco de germen de kadik fuera de la tienda, lo metí en el sitio libre que quedaba en el trineo, y dije: —Si yo hubiese llamado a la nave aquella noche en Mishnori… la noche en que usted me habló, la noche que me arrestaron… Pero mi ansible lo tenía Obsle; todavía lo tiene, supongo.
¿Podría utilizarlo?
—No, ni siquiera por casualidad, metiendo aquí y allá los dedos. Los indicadores de coordenadas son extremadamente complejos. Ah, si yo lo hubiese utilizado entonces…
—Si yo hubiese sabido que la partida había terminado, ese día —dijo él, y sonrió. No era aficionado a remordimientos.
—Usted lo sabía, pienso. Pero yo no lo creí.
Cuando cargamos el trineo, Estraven insistió en que pasásemos el día ociosos, acumulando energía, y se quedó acostado en la tienda, escribiendo en una libreta de notas, en una rápida y menuda cursiva vertical, la escritura de Karhide, lo que se reproduce como capítulo anterior. No había podido escribir nada en su diario en el último mes, y se sentía fastidiado; era muy metódico en lo que concernía a este asunto. Llevar un diario era para él, pienso, tanto una obligación de familia como un modo de sentirse unido a ellos, el hogar de Estre. Me enteré de esto más tarde; en ese momento no sabía qué estaba escribiendo, y me pasé las horas sentado, encerando esquíes, o sin hacer nada. Silbé una melodía bailable y me detuve en la mitad. Teníamos una sola tienda, y si íbamos a compartirla sin volvernos locos, sería necesaria una cierta dosis de buenas maneras, de restricciones voluntarias. Estraven había alzado los ojos cuando empecé a silbar, pero no se mostró irritado. Me miró con un aire que podría llamarse soñador y dijo:
—Ojalá yo hubiese sabido de esa nave el año pasado… ¿Por qué lo mandaron solo a este mundo?
—El primer Enviado a un mundo siempre llega solo. Un extraño es una curiosidad; dos una invasión.
—La vida del primer Enviado no tiene mucho valor.
—No; los ecúmenos dan verdadero valor a todas las vidas. Mejor que sólo una vida esté en peligro, y no dos, o veinte. Son además costosos, y llevan tiempo, ya sabe usted, esos saltos de mundo a mundo. Además yo mismo pedí que me mandaran.
—En peligro, honor —dijo Estraven citando evidentemente un proverbio, pues continuó en un tono apacible: —Tendremos mucho honor cuando lleguemos a Karhide…
Cuando Estraven hablaba así yo me sorprendía creyendo que de veras llegaríamos a Karhide, cruzando mil doscientos kilómetros de montañas, hondonadas, desfiladeros, volcanes, glaciares, capas de hielo, pantanos helados o bahías heladas, todo desolado, inhóspito, muerto, en medio de las tormentas de pleno invierno en plena Edad Glacial.