Un paliativo del invierno en Invierno es las muchas horas de luz. El planeta tenía unos pocos grados de inclinación respecto a la eclíptica; no suficientes para diferenciar claramente las estaciones en las latitudes más bajas. Las estaciones no son un efecto hemisférico en Invierno sino globaclass="underline" resultado de una órbita eliptoide. En los lentos extremos de la órbita, en las vecindades del afelio, hay suficiente pérdida de energía solar como para perturbar las ya inestables condiciones del tiempo, y transformar el grisáceo y húmedo verano en un blanco y violento invierno. Más seco que el resto del año, el invierno sería la estación más agradable, prescindiendo del frío. El sol, cuando llega a verse, brilla en lo alto del cielo; no hay allí esa sangría de luz que se pierde en la oscuridad, como en las tierras polares de la Tierra, donde el frío y la noche llegan juntos. Gueden tiene un invierno brillante; amargo, terrible, y brillante.
Tardamos tres días en cruzar el bosque de Tarrenbed. En el último día nos detuvimos temprano e instalamos la tienda. Estraven quería poner unas trampas y cazar pesdris. El pesdri es uno de los animales terrestres de mayor tamaño en Invierno; de las dimensiones de un zorro, ovíparo vegetariano con una espléndida piel blanca o gris. Estraven quería la carne, pues el pesdri es comestible. En esa época emigraba hacia el sur en grandes cantidades; son tan ligeros de miembros y solitarios que vimos sólo dos o tres mientras viajábamos, pero en la nieve de los claros del bosque había innumerables huellas, como de pequeños zapatos para la nieve, que apuntaban todas hacia el sur. Las trampas de Estraven se llenaron en una hora o dos. Estraven limpió y desmembró las seis bestias, colgó a helar un poco de carne, y puso una parte a hervir para la comida de la noche. Los guedenianos no son cazadores, pues hay poco allí que cazar: ningún herbívoro grande y por lo tanto ningún carnívoro grande, excepto en los mares. Los guedenianos pescan, y cultivan la tierra. Nunca había visto antes a un guedeniano con sangre en las manos.
Estraven miró las pieles blancas. —Una semana de trabajo para un cazador de pesdris —dijo, y me tendió una piel para que la tocara. El pelo era tan suave y espeso que era difícil saber cuándo la mano empezaba a sentirlo. Nuestros sacos de dormir, los abrigos y capuchas estaban todos forrados con esa misma piel, un aislador extraordinario y de hermoso aspecto.
—No parece que valga la pena —dije —para un caldo.
Estraven me echó una breve y oscura ojeada y dijo:
—Necesitamos proteínas. —Hizo a un lado las pieles que esa misma noche los russi, las feroces y pequeñas ratas serpientes, devorarían junto con las entrañas y los huesos, lamiendo la nieve ensangrentada.
Estraven tenía razón; generalmente tenía razón. Había de medio kilo a un kilo de carne comestible en un pesdri. Tomé mi parte del caldo esa noche, y podría haber comido la otra mitad sin darme cuenta. A la mañana siguiente, cuando emprendimos la marcha hacia las montañas, advertí que las fuerzas se me habían doblado.
Aquel día subimos. Las benéficas nevadas y el kroxet —tiempo sin viento entre los cinco y los veinte grados centígrados bajo cero —que nos había acompañado en todo el cruce del Tarrenbed, fuera del alcance de cualquier perseguidor, se arruinaba ahora en lluvias y temperaturas sobre cero. Ahora empezaba yo a entender por qué los guedenianos se quejan cuando sube la temperatura en invierno, y se alegran cuando desciende. En la ciudad la lluvia es un inconveniente; para el viajero es una catástrofe. Llevamos el trineo subiendo por los flancos de los Sembensyen toda la mañana inmersos en un caldo frío de aguanieve. A la tarde, ya en las pendientes abruptas, la nieve había desaparecido casi del todo. Torrentes de lluvia, kilómetros de barro y arenisca. Levantamos los patines, pusimos las ruedas, y continuamos subiendo. Como vehículo rodado el trineo valía poco: se atrancaba y volcaba a cada rato. La oscuridad cayó antes que encontráramos un sitio protegido, una cueva o el pie de un acantilado, para levantar allí la tienda, de modo que a pesar de todos nuestros cuidados se nos mojaron las cosas. Estraven había dicho que una tienda como la nuestra nos albergaría con suficiente comodidad, cualesquiera que fuesen las condiciones del tiempo, siempre que mantuviéramos seco el interior. Si los sacos de dormir no están bien secos, el cuerpo pierde mucha temperatura durante la noche, y no se duerme bien; esto hay que evitarlo pues nuestras raciones son muy reducidas. No podemos contar con la luz del sol para secar las cosas, de modo que hemos de mantenerlas secas. Yo había prestado atención, y había sido tan escrupuloso como Estraven en tratar de impedir que la nieve y el agua entraran en la tienda, de modo que no hubiese allí otra humedad que la inevitable de la cocina, los pulmones y los poros. Pero esta noche todo estaba mojado aun antes de armar la tienda. Nos acurrucamos humeando junto a la estufa chabe, y al cabo de un rato teníamos un caldo de carne de pesdri para comer, caliente y espeso, suficiente para compensar todo lo demás. El medidor del trineo, ignorando la dura ascensión que nos había llevado el día entero, indicaba que no habíamos progresado más de quince kilómetros.
—Primer día que no cumplimos nuestro plan —dije. Estraven asintió, y quebró el hueso de una pata para sorber el tuétano. Se había sacado las ropas de abrigo, y estaba allí sentado en camisa y pantalones, descalzo, con el cuello desprendido. Yo tenía todavía mucho frío para quitarme el gabán y las botas. Estraven continuó quebrando huesos, fuerte, tranquilo; el agua le resbalaba del pelo fino y apretado como de las plumas de un pájaro; le goteaba en los hombros como cayendo de unos aleros, y él no lo notaba. No estaba desanimado. Era parte de esta vida.
La primera ración de carne me había provocado cólicos intestinales, y aquella noche me agravé. Pasé mucho tiempo despierto, tendido en aquella empapada oscuridad, escuchando el estruendo de la lluvia.
Al desayuno, Estraven dijo: —Pasaste mala noche.
—¿Cómo lo sabes? —Pues Estraven había dormido profundamente, sin moverse casi, aun cuando yo salía de la tienda.
Me echó otra vez aquella ojeada. —¿Qué pasa de malo?
—Diarrea.
Estraven se sobresaltó y dijo con énfasis: —Es la carne.
—Creo que si.
—Culpa mía. Yo hubiese…
—Está bien.
—¿Puedes viajar?
—Sí.
La lluvia caía y caía. Un viento marino del oeste mantenía la temperatura en cero, aun aquí a mil o mil quinientos metros de altura. Nunca vimos a más de quinientos metros a través de la niebla gris y la masa de lluvia. Nunca alcé la vista hacia lo que nos esperaba allá arriba en la pendiente; no había nada que ver sino la lluvia. Nos guiábamos por la brújula, conservando el rumbo norte en tanto lo permitieran las vertientes y despeñaderos de aquellas estribaciones.
El glaciar que cubría las laderas había estado moliéndolas durante cientos de miles de años, mientras avanzaba y retrocedía en el norte. Había dejado huellas a lo largo de las faldas de granito; huellas largas y rectas, como cortadas con escoplo. A veces podíamos llevar el trineo por esas cicatrices como por un camino.
Yo prefería tirar del trineo; podía apoyarme en los arneses, y el esfuerzo me sacaba el frío. Cuando nos detuvimos para el bocado del mediodía me sentí enfermo y no pude comer. Continuamos subiendo. La lluvia caía y caía. En mitad de la tarde Estraven detuvo el trineo bajo un promontorio de piedra negra. Alzó la tienda casi antes que yo me desprendiera de los arneses. Me ordenó que entrara y me acostara.
—Estoy muy bien —dije.
—No estás bien —dijo él. —Entra.