Obedecí, aunque no me gustó el tono. Cuando entré en la tienda, con las cosas para la noche, me senté para cocinar, pues era mi turno. Estraven me dijo en el mismo tono perentorio que me acostara y me quedase quieto.
—No tienes por qué darme órdenes —dije.
—Lo siento —dijo él, inflexible, vuelto de espaldas.
—No estoy enfermo, ya sabes.
—No, no sabía. Si tú no lo reconoces y lo dices, tengo que guiarme por tu aspecto. No te has recobrado aún, y el viaje ha sido duro. No conozco el limite de tus fuerzas.
—Te avisaré cuando lleguemos a ese límite.
La actitud paternal de Estraven me había irritado. Yo le llevaba una cabeza, y él tenía más grasa que músculos, en un cuerpo que de algún modo parecía más de mujer que de hombre; cuando arrastrábamos juntos el trineo yo tenía que acortar el paso y contener mis fuerzas para no derribarlo: un caballo en yunta con el mulo.
—¿Ya no estás enfermo entonces?
—No. Claro que estoy cansado. Lo mismo que tú.
—Sí, estoy cansado —dijo él —. Estaba ansioso por ti. El camino es largo.
Estraven no se había mostrado condescendiente. Había pensado que yo estaba enfermo, y los enfermos reciben órdenes. Era franco, y esperaba de mí una franqueza equivalente de la que yo quizá no era capaz. Estraven, al fin y al cabo, no conocía normas de masculinidad, de virilidad, que le afectaran un supuesto orgullo. Por otra parte, si era capaz de dejar de lado todas sus ideas de shifgredor, como yo sabia que había hecho conmigo, quizá yo pudiese olvidar asimismo los elementos más competitivos de un amor propio masculino, que Estraven seguramente no entendía, así como yo no entendía su shifgredor…
—¿Cuánto anduvimos hoy?
Estraven miró alrededor y sonrió apenas, amable.
—Diez kilómetros —dijo.
Al día siguiente recorrimos once kilómetros; al otro día diecinueve, y luego salimos de la lluvia, y de las nubes y de las regiones humanas. Era el noveno día de nuestro viaje. Estábamos ahora entre los mil quinientos y los dos mil metros de altura sobre el nivel del mar, en una meseta alta donde se veían señales de una actividad geológica y volcánica reciente; estábamos en las Tierras del Fuego de la cordillera de los Sembensyen. La meseta se estrechaba poco a poco hasta convertirse en un valle, y el valle en un paso entre paredes de piedra. A medida que nos acercábamos a la salida del paso, las nubes se hacían más tenues y escasas. Al fin un viento norte las dispersó del todo, desnudando los picos que asoman en lo alto del paso, a la derecha y la izquierda, de basalto y nieve, de colores y con parches brillantes y negros, a la luz de un sol repentino, bajo un cielo resplandeciente. Frente a nosotros, barridos y revelados por ráfagas del mismo viento, serpeaban unos valles de hielo y piedras, allá abajo, a centenares de metros. Del otro lado de estos valles se levantaba una gran muralla, una muralla de hielo, y alzando mucho los ojos hasta el borde superior de la muralla, podía verse allí el Hielo mismo, el glaciar Gobrin, enceguecedor, de un blanco que se perdía allá en el norte, un blanco que los ojos no podían medir.
Aquí y allá, de los valles colmados de piedras y de los acantilados y las pendientes y los bordes de la masa de hielo, asomaban unas moles oscuras; y en la meseta se alzaba una montaña, alta como los picos que bordeaban nuestro camino, y de este lado subía pesadamente un mechón de humo de un kilómetro de largo. Más allá había otros picos, cimas, conos de ceniza. El humo brotaba en jadeos de unas bocas ardientes que se abrían en el hielo.
Estraven estaba allí a mi lado, llevando aún los arneses y mirando aquella magnífica y silenciosa desolación: —Me alegra haber vivido para ver esto —dijo.
Yo me sentía como él. Es bueno que el viaje tenga un fin, pero al fin es el viaje lo que importa.
No había llovido aquí en estas laderas que miraban al norte. Los campos nevados se iniciaban en los pasos y continuaban en los valles de piedra. Guardamos las ruedas, descubrimos los patines, nos calzamos los esquíes, y partimos: abajo, al norte, internándonos en aquella silenciosa vastedad de hielo y fuego donde se leía en enormes letras blancas y negras, Muerte, Muerte, escritas todo a lo largo de un continente. El trineo se deslizaba como una pluma, y nos reíamos, felices.
16. Entre el Drumner y el Dremegole
Odirni Dern. Ai pregunta desde el saco de dormir:
—¿Qué escribes, Har?
—Una relación de hechos.
Ai ríe un poco. —Yo debiera llevar un diario para los archivos ecuménicos, pero soy incapaz de perseverar sin un escritor de voz.
Expliqué que mis notas estaban destinadas al pueblo de Estre, que las incorporaría cuando llegara el momento a los archivos del dominio; esto volvió mis pensamientos a mi hijo y a mi hogar; traté de apartar esos pensamientos, y dije: —Tu progenitor, quiero decir tus padres, ¿viven todavía?
—No —dijo. —Murieron hace setenta años.
Me quedé perplejo. Ai no tenía treinta años. —¿Esos años que cuentas son distintos de los nuestros?
—No. Oh, sí. Son los saltos en el tiempo. Veinte años de la Tierra a Hain Davenant, de allí cincuenta a Ellul, de Ellul a aquí diecisiete. Dejé la tierra hace sólo siete años, pero nací allí hace ciento veinte años.
En otros días, en Erhenrang, Ai me había explicado cómo el tiempo se acorta dentro de las naves que van de mundo en mundo casi tan rápido como la luz de las estrellas, pero yo nunca consideré este hecho en relación con los años de una vida humana, o las vidas que uno deja atrás en su propio mundo. Mientras uno vive unas pocas horas a bordo de una de esas naves inimaginables que viajan entre los planetas, todos los que han quedado atrás, en casa, envejecen y mueren, y los hijos de esta gente envejecen también… Dije al fin: —Y pensé que yo era un exiliado.
—Tú en mi beneficio, yo en el tuyo —dijo Ai, y rió de nuevo, un sonido bastante animoso en aquel pesado silencio. Dejamos el paso hace tres días y el trabajo ha sido duro y de escasa utilidad; pero Ai ya no se desanima ni confía demasiado, y es más paciente conmigo. Quizá el trabajo, el sudor, lo libró de las drogas. Quizá hemos aprendido a tirar juntos del trineo.
Empleamos el día de hoy en bajar de la saliente basáltica por la que trepamos ayer. Desde el valle parecía un buen camino para llegar al hielo, pero a medida que ascendíamos fuimos encontrando detritos y paredes de roca, y cada vez más empinados, hasta que ni aun sin el trineo hubiese sido posible subir. Esta noche estamos de vuelta al pie de la montaña, en el valle de piedras. Nada crece aquí. Rocas, pedruscos, cantos rodados, arcilla, barro. Un brazo del glaciar se ha retirado de esta pendiente hace cincuenta o cien años, dejando al aire los huesos pelados del planeta; ninguna carne de humus, de hierba. Aquí y allá unas fumarolas vierten una pesada niebla amarilla, baja, que se arrastra por el suelo. El aire huele a azufre, la temperatura es de diez grados bajo cero; un aire quieto; cielo nublado. Espero que no nieve mucho antes que crucemos este sombrío territorio entre nosotros y el brazo de glaciar que asoma a unos pocos kilómetros al este de la cordillera. Parece ser un ancho río de hielo que desciende de la meseta, entre dos montañas, dos volcanes coronados de vapor y humo. Si podemos abordarlo desde las laderas del volcán más próximo, seria quizá un buen camino ascendente hasta la meseta de hielo. Al este un glaciar más pequeño desciende a un lago helado, pero describiendo una curva y aun desde aquí es posible ver las profundas hendeduras; intransitable para nosotros, equipados como lo estamos ahora. Acordamos intentar la vía del glaciar entre los volcanes, aunque marchando hacia el oeste perderemos por lo menos dos días, uno en ir hacia el Oeste y otro en volver hacia el este.
Opposde dern. Nieva neserem. No hay posibilidad de viajar. Dormimos todo el día. Hemos tirado del trineo durante casi medio mes; despertamos descansados.