Ai está de parte del riesgo.
Hay algo frágil en Ai. Es una criatura desprotegida, expuesta, vulnerable, aun en el órgano sexual que tiene que llevar siempre fuera de si mismo; pero es fuerte, increíblemente fuerte. No estoy seguro de que pueda tirar del trineo más tiempo que yo, pero lo hace con más fuerza y más rápido que yo; el doble de mi fuerza. Es capaz de levantar el trineo por atrás o adelante para remontar un obstáculo; yo no podría sostener un peso semejante sino en doza. Como complemento de esta fragilidad y esta fuerza, Ai cae fácilmente en la desesperación y acepta en seguida cualquier desafío: un animoso e impaciente coraje. Esta tarea lenta, difícil, arrastrada, en que estamos metidos, le ha consumido el cuerpo y la voluntad, de modo que si fuese un miembro de mi raza yo diría que es un cobarde. Sin embargo, no hay nada de cobardía en Ai; es de una valentía diligente que nunca vi. Está ya dispuesto, decidido, a jugarse la vida en la prueba cruel y rápida del precipicio.
«Fuego y miedo; buenos sirvientes, malos señores.» Ai ha conseguido que el miedo lo sirva. Yo permito que el miedo me guíe, muchas veces. Ai une el coraje a la razón. ¿Por qué molestarse en buscar el curso seguro en un viaje semejante? Hay cursos insensatos, que no tomaré, pero no hay ninguno seguro.
Stred danern. Poca suerte. No encontramos modo de subir con el trineo, aunque lo intentamos todo el día.
Nieve sove en ráfagas, mezclada con ceniza espesa. La oscuridad duró el día entero, pues el viento que estuvo virando hacia el este nos echó otra vez encima el palio de humo del Drumner. Aquí arriba el hielo se sacude menos, pero hubo un verdadero temblor mientras tratábamos de trepar a una saliente; soltó al trineo de sus amarras y yo fui arrastrado dos metros, golpeándome, pero Ai logró retener el trineo con mano firme, evitando que cayéramos hasta el pie del acantilado, quizá más de doce metros. Si en uno de estos accidentes yo o él nos rompíamos una pierna o un hombro, sería el fin para los dos, y este es precisamente el riesgo, bastante horrible, si se lo mira de cerca. El valle más bajo del glaciar detrás de nosotros parece blanqueado por el humo: la lava toca allí el hielo. No podemos retroceder, es evidente. Mañana intentaremos el ascenso más al oeste.
Berni danern. Poca suerte. Hemos de ir más al oeste. La oscuridad de un crepúsculo tardío, todo el día. Tenemos los pulmones irritados no por el frío (la temperatura no baja de los veinte grados bajo cero, ni siquiera de noche, con el viento del Oeste) sino por las cenizas y humos de la erupción. Al concluir este segundo día de esfuerzos inútiles, subiendo a gatas y serpeando sobre bloques sueltos y acantilados de hielo hasta tropezar con una pared o una saliente, probando más lejos y fracasando otra vez, Ai estaba agotado y furioso. Parecía que iba a llorar en cualquier momento, pero no lo hizo. Opina, creo, que el llanto es algo malo o vergonzoso. Aun cuando estaba muy enfermo y débil, los primeros días de nuestra huida, me ocultaba la cara cuando lloraba. Razones personales, raciales, sociales, sexuales, ¿cómo saber por qué Ai no tiene que llorar? Sin embargo su nombre mismo es un grito de dolor. Por eso lo busqué por vez primera en Erhenrang, hace mucho tiempo, parece ahora. Oyendo hablar de un «extraño» pregunté cómo se llamaba, y oí como respuesta el grito de dolor de una garganta humana en la noche. Ahora Ai duerme. Le tiemblan y se le sacuden los brazos: fatiga muscular. El ruido de alrededor, hielo y piedra, ceniza y nieve, fuego y sombra, tiembla y se sacude y murmura. Acabo de mirar afuera y vi el resplandor del volcán como una fluorescencia de color rojo apagado, en el vientre de unas vastas nubes que se ciernen sobre la oscuridad.
Orni danern. Mala suerte. El día vigésimo segundo del viaje, y desde el décimo día no hemos progresado hacia el este; en verdad hemos perdido treinta o cuarenta kilómetros yendo hacia el oeste. Desde el día decimoctavo no hemos ganado terreno, y hubiese sido lo mismo que nos quedáramos sentados. Si al fin llegamos al Hielo, ¿tendremos bastante comida para el cruce? Es difícil pasar por alto este pensamiento. La niebla y la lóbrega erupción nos impiden ver lejos, y nos es difícil escoger bien el camino. Ai quiere intentar todo ascenso, por más abrupto que sea, que muestre alguna clase de salientes. Mis precauciones lo impacientan. Tenemos que vigilar nuestros malos humores. Yo estaré en kémmer mañana o pasado y las tensiones aumentarán. Mientras nos golpeamos la cabeza contra acantilados de hielo en un crepúsculo ceniciento y frío. Si yo redactara un nuevo canon yomesh enviaría aquí a los ladrones después de la muerte. Ladrones que roban sacos de comida de noche en Turuf. Ladrones que le roban a uno el nombre y el corazón y lo mandan afuera a la vergüenza y el exilio. La cabeza me pesa. Tengo que revisar todo esto más tarde. Ahora estoy demasiado cansado.
Harhahad danern. En el Gobrin. El día vigésimo tercero. Estamos en el Hielo Gobrin. Acabábamos de iniciar la marcha esta mañana cuando vimos, sólo a unos pocos cientos de metros del campamento de la noche pasada, un sendero que subía hacia el Hielo, una carretera de amplia curva y superficie de ceniza que subía de los pedregales y abismos del glaciar entre acantilados de hielo. Caminamos por esta vía como si paseásemos por la avenida Sess. Estamos sobre el Hielo. Nos encaminamos de nuevo hacia el este, al hogar. Estoy contagiado por el verdadero placer que muestra Ai luego de nuestra hazaña. Considerado sobriamente, estamos aquí arriba tan mal como antes. Las hendeduras —algunas suficientemente anchas como para devorar aldeas enteras —corren hacia el interior del continente, el norte, hasta perderse de vista. La mayoría se cruza en nuestro camino; de modo que también nosotros tenemos que ir hacia el norte, no al este. La superficie es irregular. Llevamos el trineo entre enormes bloques de hielo, escombros empujados hacia arriba por la tensión de la capa misma, inmensa y flexible, contra y entre las montañosas Tierras del Fuego. Los bordes rotos por la presión son de formas raras: torres caídas, gigantes desmembrados, catapultas. Un kilómetro y medio de espesor aquí al principio, y luego el Hielo sube y aumenta, tratando de pasar por encima de las montañas, ahogando en silencio las bocas de fuego. Algunos kilómetros al norte un pico asoma en el hielo, el afilado y gracioso cono estéril de un volcán joven, miles de años más joven que la capa de hielo que gruñe y empuja, destrozada en grietas, bloques y precipicios de dos mil metros de altura sobre las laderas más bajas, escondidas.
Durante el día, volviendo la cabeza, veíamos el humo del Drumner que colgaba detrás de nosotros como una extensión castaño grisácea de la superficie de hielo. Un viento bajo y continuo sopla desde el noroeste, limpiando el aire del hollín y el hedor de las entrañas del planeta, ese aire que hemos respirado días y días, y que aplasta el humo a nuestras espaldas, cubriendo así, con una tapa oscura, los glaciares, las montañas más bajas, los valles de piedra, el resto del territorio. No hay sino Hielo, dice el Hielo. Aunque el joven volcán del norte parece decir algo diferente.
Ninguna nevada; nubes altas y tenues. Veinte grados bajo cero en la meseta al crepúsculo. Bajo nuestros pies: una mezcla de hielo nuevo, hielo viejo, y nieve blanda. El hielo nuevo es engañoso: una materia pulida y azul cubierta apenas por un barniz blanco. Los dos resbalamos a menudo. Me deslicé una vez cinco metros sobre el vientre en hielo nuevo; Ai, en los arneses, se dobló de risa. Me pidió disculpas y me explicó que hasta entonces había creído ser el único en Gueden que resbalaba sobre el hielo.