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Veinte kilómetros hoy, pero si pretendemos mantener este ritmo de marcha entre estos costurones hendidos, levantados, quebrados, nos agotaremos pronto o terminaremos en algo peor que un resbalón en el hielo.

La luna menguante está baja, opaca como sangre seca, y tiene un halo castaño, incandescente.

Guirni danern. Alguna nieve; el viento aumenta y la temperatura disminuye. Veinte kilómetros hoy; y la distancia recorrida desde nuestro primer campamento es ahora de cuatrocientos seis kilómetros. El término medio es pues de casi diecisiete kilómetros por día; dieciocho y medio si omitimos los dos días en que estuvimos esperando el fin de la cellisca. De todos esos kilómetros en que habíamos empujado el trineo, entre ciento veinte y ciento sesenta, no nos aproximaron a nuestro destino. No estamos mucho más cerca de Karhide que en el momento de partir. Pero tenemos más posibilidades, creo, de llegar.

Desde que salimos de la lobreguez volcánica, no empleamos todo el tiempo en trabajar y preocuparnos, y hablamos de nuevo en la tienda después de cenar. Como ahora estoy en kémmer yo hubiese preferido ignorar la presencia de Ai, pero esto es difícil en una tienda de dos hombres. El problema es que Ai, a su curioso modo, está también en kémmer, siempre en kémmer. Un deseo extraño y poco intenso ha de ser ése, presente todos los días del año, y que no conoce nunca el cambio de sexo; pero ahí está, y aquí estoy yo. Hoy mi extremada conciencia física de Ai era difícil de ignorar, y yo estaba demasiado cansado para desviarla en un no—trance o cualquier otra forma de disciplina. Al fin Ai me preguntó si me había ofendido. Le expliqué mi silencio, con cierto embarazo. Temía que se riera de mí. Al fin y al cabo, Ai ya no es una rareza, un monstruo sexual; aquí en el Hielo cada uno de nosotros es una criatura singular, aislada; yo a medida que me alejo de mis semejantes, mi sociedad y mis normas, y Ai lo mismo. No hay aquí un mundo poblado de guedenianos que explican y confirman mi existencia. Somos iguales al fin; iguales, extraños, solitarios. Ai no se rió, por supuesto. Al contrario, me habló con una gentileza que yo no le conocía. Al cabo de un rato él mismo se puso a hablar de aislamiento, de soledad.

—La soledad de tu raza es asombrosa. No hay ningún otro mamífero en el planeta, ni otras especies ambisexuales, ni animales que sean inteligentes, ni siquiera para domesticarlos. Tiene que darle un cierto color al pensamiento, esta singularidad. No hablo sólo del pensamiento científico, aunque los guedenianos son extraordinarios planteando hipótesis. Lo más notable es que hayan desarrollado el concepto de evolución a pesar de ese abismo insondable que los separa de los animales inferiores. Pero en un plano filosófico, emocional, estar tan solos en un mundo tan hostil afecta la visión de todas las cosas.

—Un yomeshta diría que la singularidad del hombre es su divinidad.

—Señores de la Tierra, sí. Otros cultos en otros mundos han llegado a la misma conclusión. Tienden a ser los cultos de las civilizaciones agresivas, dinámicas, que destruyen el equilibrio ecológico. Orgoreyn, creo, ha tomado ese camino; por lo menos parecen empeñados en llevarse todo por delante. ¿Qué dicen los handdaratas?

—Bueno, en el handdara… sabes, no hay teoría, ni dogma… Quizá son menos conscientes de la distancia que separa a los hombres de las bestias, ya que les preocupa más la semejanza, la relación, el todo del que son parte, las cosas vivas. —Yo había tenido la balada de Tormer todo el día en la cabeza, y dije las palabras:

La luz es la mano izquierda de la oscuridad, y la oscuridad es la mano derecha de la luz. Las dos son una, vida y muerte, juntas como amantes en kémmer, como manos unidas, como el término y el camino.

Me tembló la voz mientras lo decía, pues recordaba que en la carta que me escribió mi hermano antes de morir él me citaba las mismas palabras.

Ai reflexionó, y al cabo de un tiempo dijo: —Los guedenianos son criaturas solitarias, y a la vez, nada las divide. Quizá tienen la obsesión de la totalidad, como nosotros la obsesión del dualismo.

—Nosotros también somos dualistas. La dualidad es inevitable, ¿no? Mientras haya un mi mismo, y un otro.

—Yo y Tú —dijo Ai —. Al fin y al cabo hay ahí más distancia que entre los distintos sexos…

—Dime, ¿en qué difiere de tu sexo el otro sexo de tu raza?

Ai pareció sobresaltarse, y en verdad la pregunta me sobresaltó a mi; el kémmer provoca de pronto estos arranques de espontaneidad. Los dos nos sentíamos ahora demasiado atentos a nosotros mismos.

—Nunca lo pensé —dijo Ai al fin. —Nunca viste a una mujer. —Recurrió a la palabra terrestre, que yo conocía.

—Vi fotografías. Parecían guedenianos embarazados, pero con pechos más grandes. ¿Difieren mucho de tu sexo en actitudes mentales? ¿Son como especies diferentes?

—No. Si. No, por supuesto que no, no realmente. Pero las diferencias son importantes. Supongo que lo más importante, el factor de mayores consecuencias para la vida de cada uno, es nacer hombre o mujer. En la mayoría de las sociedades eso determina las expectativas, actividades, actitudes, normas, costumbres… casi todo. El vocabulario. Variantes semióticas. Ropa. Aun la comida. Las mujeres tienden a comer menos. Es difícil separar las diferencias innatas de las adquiridas. Aun donde las mujeres participan de la vida de la sociedad en un nivel de igualdad con los hombres, son ellas siempre quienes llevan el peso del embarazo, y tienen a su cargo casi todo el trabajo de la crianza.

—¿Entonces la igualdad no es la norma común? ¿Son mentalmente inferiores?

—No sé. No parece haber a menudo entre ellas genios matemáticos, o compositores de música, o inventores, o filósofos. Pero no porque sean estúpidas. Físicamente tienen menos fuerza que los hombres, pero viven un poco más. Psicológicamente…

Luego de haberse quedado mirando un rato la luz de la estufa, Ai meneó la cabeza. —Har —explicó, —no puedo decirte cómo son las mujeres. No lo pensé mucho antes, cómo son en general, ya entiendes. Y, Dios, ahora casi ya no me acuerdo. Llevo aquí dos años… No sabes. En cierto sentido las mujeres son para mi más extrañas que tú. Contigo comparto un sexo al menos… —Ai apartó los ojos y se rió, de mala gana y nervioso. Mis propios sentimientos eran confusos, y abandonamos el tema.

Irmí danern. Veintiocho kilómetros hoy, del este al noreste siguiendo la brújula, el trineo en patines. Luego de la primera hora de empujar y tirar dejamos atrás las aristas y grietas. Los dos nos atamos entonces a los arneses, yo adelante al principio, con el probador de hielo, aunque no había necesidad de probar. La nieve helada es aquí de más de medio metro sobre el hielo sólido y sobre esta capa hay otra de nieve reciente con buena superficie. No tropezamos nunca, ni nosotros ni el trineo, tan liviano que era difícil creer que estábamos arrastrando un peso de alrededor de cien kilos. Durante la tarde nos turnamos en los arneses, ya que uno solo podía tirar sin cansancio en esta espléndida superficie. Fue una lástima que el duro trabajo de trepar las laderas de roca nos tocara cuando la carga era pesada todavía. Ahora vamos livianos. Demasiado livianos; muchas veces me sorprendo pensando en comida. Comemos, dice Ai, etéreamente. Hoy viajamos todo el día, leves y rápidos sobre la tersa llanura de hielo, de un blanco pleno, bajo un cielo azul grisáceo, ininterrumpido, excepto unas pocas cimas nunatakas, ahora muy detrás de nosotros, y una mancha de oscuridad, el aliento del Drumner, detrás de esas cimas. Nada más: el sol velado, el hielo.

17. Un mito orgota de la creación

Los orígenes del mito son prehistóricos, y hay distintas versiones. Esta, muy primitiva, procede de un texto escrito, pre—yomesh, encontrado en el santuario de la Caverna de Isenped en Las Tierras Medias de Gobrin.