En las mañanas luego de una nevada pesada teníamos que pasar un tiempo mientras excavábamos alrededor de la tienda y el trineo antes de salir. La nieve nueva no era demasiado dura, aunque se amontonaba en lomas alrededor, y, al fin de cuentas, el único impedimento que encontrábamos en cientos de kilómetros, lo único que sobresalía del hielo.
Íbamos hacia el este guiándonos por la brújula. La dirección habitual del viento era norte—sur, alejándose del glaciar. Día tras día el viento soplaba desde la izquierda. La capucha no me bastaba para ampararme de ese viento, y llevaba una máscara para protegerme la nariz y la mejilla izquierda. Aun así el párpado izquierdo se me heló un día, y yo creí que había perdido el ojo. Aun cuando Estraven alcanzó a abrírmelo con la lengua y el aliento, no pude ver un rato, y era probable que se me hubiese helado algo más que las pestañas. A la luz del sol los dos usábamos los protectores de ranuras guedenianos, y la nieve no nos enceguecía. No teníamos en verdad muchas oportunidades. El hielo, como Estraven había dicho, tiende a mantener una presión alta sobre el área central, donde miles de kilómetros cuadrados de blanco reflejan la luz del sol. No estábamos en esa zona central, sin embargo, sino en los márgenes, entre el centro y la región de turbulencias, desviadas tormentas de lluvia que asolaban continuamente las regiones subglaciales. Luego de un viento del norte los días eran despejados y brillantes, pero los del noroeste o noreste traían nieve o alzaban la nieve caída y seca en nubes enceguecedoras y corrosivas como arena o polvo, o reduciéndose casi a nada se arrastraba en estelas sinuosas a lo largo de la superficie, dejando el cielo blanco, el aire blanco, el sol invisible, ninguna sombra; y la nieve misma, el Hielo, desaparecía.
Alrededor del mediodía nos deteníamos, y cortábamos y amontonábamos unos pocos bloques de hielo que nos amparaban contra el viento. Calentábamos agua para mojar un cubo de guichi michi, y bebíamos el agua caliente, a veces con un poco de azúcar; nos poníamos de nuevo los arneses, y continuábamos la marcha.
Pocas veces hablábamos durante la marcha o en el almuerzo, pues se nos habían paspado los labios, y cuando uno abría la boca, el frío entraba lastimando los dientes, la garganta y los pulmones; era necesario mantener la boca cerrada y respirar por la nariz, por lo menos cuando el aire estaba a cuarenta o cincuenta grados bajo cero. En temperaturas menores todo el proceso de la respiración se complicaba todavía más por la rapidez con que se nos congelaba el aliento; si no teníamos cuidado el hielo nos cerraba las narices, y luego, para no sofocarnos, aspirábamos una bocanada de cuchillos.
En ciertas condiciones el aliento se helaba instantáneamente con un levísimo crujido, como fuegos de artificio distantes, y una lluvia de cristales: cada aliento una tormenta de nieve.
Tirábamos del trineo hasta que estábamos cansados o empezaba o oscurecer; nos deteníamos, levantábamos la tienda, estacábamos el trineo si había amenaza de huracán, y nos instalábamos para la noche. En un día común arrastrábamos el trineo entre once y doce horas, y recorríamos entre dieciocho y treinta kilómetros.
No parece un buen promedio, pero las condiciones eran un poco adversas. La capa de nieve no era siempre la más adecuada para los esquíes o los patines. Cuando era liviana y reciente el trineo se atascaba a menudo; cuando se había endurecido en parte, el trineo se adhería bien, pero no nosotros en los esquíes, y parecía como si algo nos empujara continuamente hacia atrás, con una sacudida; y cuando la nieve era dura se amontonaba a menudo en ondas sastrugi, según la dirección del viento, y que en algunos casos llegaban a un metro de altura. Teníamos que empujar el trineo por encima de cada uno de estos bordes acuchillados, o cornisas fantásticas; resbalar luego hacia abajo, y trepar de nuevo, pues estas ondas nunca corrían en la dirección de nuestro curso. Yo había imaginado que la meseta de hielo de Gobrin era una suerte de sabana, como un estanque helado, pero había allí cientos de kilómetros que se parecían más a un mar alborotado por la tormenta, helado de pronto. El problema de instalar el campamento, asegurarlo todo, sacarse la nieve pegada a la ropa, era exasperante. A veces no parecía que valiese la pena. Era tan tarde, hacia tanto frío, nos sentíamos tan cansados, que hubiese sido mucho más fácil acostarse en un saco de dormir junto al trineo y no preocuparse por la tienda. Recuerdo qué evidente me parecía esto en ciertas noches, y la amargura de mi resentimiento cuando Estraven se me imponía con una metódica, tiránica insistencia para que hiciésemos todo cabal y completamente. Yo lo odiaba entonces, con un odio que nacía directamente de la muerte que acechaba en mi interior. Yo odiaba las exigencias obstinadas, intrincadas, duras, que me planteaba Estraven en nombre de la vida.
Cuando habíamos concluido todo esto, entrábamos en la tienda, y casi en seguida el calor de la estufa chabe podía sentirse como un ambiente acogedor y protector. Algo maravilloso nos envolvía entonces: calor. La muerte y el frío estaban en otra parte, afuera. El odio quedaba afuera también, Comíamos y bebíamos. Cuando el frío era extremo, aun el excelente aislamiento de la tienda no alcanzaba a mantenerlo fuera, y nos tendíamos en nuestros sacos tan cerca de la estufa como era posible. En la superficie interior de la tienda aparecía una piel de escarcha. Abrir la puerta válvula era dejar entrar una ráfaga de frío que se condensaba instantáneamente, llenando la tienda con un torbellino neblinoso de nieve fría. Cuando la tormenta arreciaba, agujas de hielo entraban por los protegidos orificios de ventilación, y un polvo impalpable oscurecía el aire. En esas noches el ruido del huracán era increíble, y no podíamos conversar si no gritábamos con las cabezas juntas. Había también noches de calma, de una quietud que parecía propia del tiempo en que las estrellas empezaron a formarse, o luego del acabamiento de todo.
Cenábamos y antes de una hora Estraven bajaba la estufa, si era posible, y cerraba la emisión de luz. Mientras, murmuraba una breve y hermosa invocación, las únicas palabras rituales que yo haya aprendido de los handdaras: —Alabadas sean la oscuridad y la creación inconclusa —decía, y la oscuridad era. Dormíamos. En la mañana había que hacerlo todo de nuevo.
Así ocurrió durante cincuenta días.
Estraven llevaba un diario, aunque durante las semanas en el Hielo escribía raramente algo más que una nota sobre el tiempo y la distancia que habíamos recorrido en el día. Entre estas notas hay referencias ocasionales a sus propios pensamientos o a algunas de nuestras conversaciones, pero ni una palabra a propósito de las conversaciones más profundas que tuvimos después de la cena y antes de dormir muchas noches del primer mes en el hielo, cuando todavía nos quedaba energía para hablar, y en los días en que una tormenta nos ataba a la tienda. Le dije una vez a Estraven que yo no era una criatura aborrecible pero tampoco deseada, recurriendo a un estilo paraverbal en aquel planeta no—aliado, y le pedí que no hablara con los demás de lo que sabía ahora de mí, por lo menos hasta que yo pudiera discutir los últimos acontecimientos con la gente de la nave. Estraven asintió, y mantuvo su palabra. Nunca dijo o escribió nada sobre nuestras silenciosas conversaciones.
El lenguaje de la mente era lo único que yo podía darle a Estraven como don de mi civilización, esa realidad extraña que a él tanto le interesaba. Yo podía hablar y describir interminablemente, y en verdad no tenía otra cosa que dar, y aun era posible que no hubiera nada más importante entre lo que podíamos darles a las gentes de Invierno. Pero no puedo decir que yo haya infringido la ley del embargo cultural por gratitud a Estraven. No estaba pagándole ninguna deuda. Esas deudas no se pagan. Ocurría que Estraven y yo habíamos llegado al punto en que compartíamos cualquier cosa que valiera la pena compartir.