—¿Te parece algo útil?
—¿La profecía exacta? ¡Bueno, por supuesto!
—Tienes que llegar a creer que es inútil para poder practicarla.
—Tu handdara me fascina, Har, pero de cuando en cuando me pregunto si no es una mera paradoja convertida en estilo de vida…
Intentamos otra vez la comunicación de las mentes. Yo nunca había enviado una y otra vez a un no receptor. Empecé a sentirme como un ateo que reza. Al fin Estraven bostezó y dijo: —Estoy sordo, sordo como una piedra. Mejor que durmamos. —Me mostré de acuerdo. Estraven apagó la luz, murmurando su breve elogio a la oscuridad, nos metimos en los sacos, y en uno o dos minutos Estraven ya se deslizaba en el sueño como un nadador que se desliza en aguas oscuras. Sentí ese sueño como si fuese el mío, la relación empática estaba allí, y una vez más le hablé con la mente, somnoliento, llamándolo por su nombre:
—¡Derem!
Estraven se incorporó del todo, pues su voz sonó muy por encima de mí, alta en la oscuridad: —¡Arek! ¿Eres tú?
—No. Genly Ai. Estoy hablándote con la mente.
Estraven contuvo el aliento. Buscó algo en la estufa, encendió la luz, y me miró con ojos oscuros y atemorizados: —Soñé —dijo, —pensé que estaba en casa.
—Te hablé con la mente y me oíste.
—Me llamaste… Era mi hermano. Era su voz la que oí. Me llamaste… ¿me llamaste Derem? Yo… Esto es más terrible de lo que había pensado. —Estraven sacudió la cabeza, como un hombre que trata de librarse de una pesadilla, y luego se llevó las manos a la cara.
—Har, lo siento mucho…
—No, llámame por mi nombre. Si puedes hablar dentro de mi cráneo con la voz de un muerto puedes llamarme por mi nombre. ¿Acaso él me llamaría Har? Oh, ya veo porque no hay mentiras en este lenguaje. Es algo terrible… Muy bien, háblame de nuevo.
—Espera.
—No. Adelante.
Sintiendo la mirada de Estraven, ardiente y asustada, le hablé mentalmente:
—Derem, amigo mío, no hay nada que temer entre nosotros.
Estraven no me quitó los ojos de encima, y pensé que no me había entendido, pero me dijo en seguida:
—Ah, pero algo hay.
Al cabo de un rato, dominándose, Estraven dijo con una voz tranquila: —Me hablaste en mi lengua.
—Bueno, no conoces la mía.
—Dijiste que había palabras, si… Sin embargo, lo había imaginado como… un entendimiento…
—La empatía es otro asunto, aunque algo relacionado. Nos ayudó a conectarnos anoche. Pero en este modo de lenguaje se activan los centros cerebrales de la palabra, tanto como…
—No, no, no. Deja eso para después. ¿Por qué hablas con la voz de mi hermano? —Estraven contenía ahora la voz.
—No puedo decirlo. No lo sé. Cuéntame de tu hermano.
—Nusud… Mi hermano entero, Arek Har rem ir Estraven. Tenía un año más que yo. Hubiera sido Señor de Estre. Nosotros… Dejé mi casa, ya sabes, la dejé por él. Murió hace catorce años.
Estuvimos callados un tiempo. No pude saber o preguntar qué había detrás de esas pocas palabras. A Estraven le habían costado mucho trabajo.
Dije al fin: —Háblame con la mente, Derem. Llámame por mi nombre. —Yo sabía que él podía hacerlo: había simpatía entre las partes, o como diría un experto, las fases eran consonantes, y él por supuesto no tenía idea de cómo levantar una barrera voluntaria. Si yo hubiese sido un Oyente, hubiese podido oír cómo pensaba Estraven.
—No —dijo —. Nunca. No todavía…
Pero ningún terror, ni angustia, ni conmoción podían contener a esa mente insaciable mucho tiempo. Cuando hubo apagado otra vez la luz oí de pronto un tartamudeo en mi oído interior: —Genry… —Aun hablando así, Estraven no era capaz de pronunciar la l…
Respondí en seguida, y oí en la oscuridad un sonido inarticulado de miedo en el que había un levísimo tono de satisfacción. —No más, no más —dijo Estraven en voz alta. Al cabo de un rato nos dormimos.
Nunca fue fácil para él. No porque no tuviera esa capacidad, o no pudiera desarrollarla, pero lo perturbaba profundamente, y no acababa de aceptarla del todo. Aprendió en poco tiempo a levantar las barreras pero no estoy seguro de que les tuviera confianza. Quizá todos fuimos así, cuando los primeros eductores volvieron hace siglos del mundo de Rokanon, enseñando «el último arte». Quizá un guedeniano, siendo excepcionalmente completo, siente el lenguaje telepático como una violación de esa totalidad que ven en sí mismos, una brecha abierta en la integridad, y de difícil aceptación. Quizá la explicación fuese el carácter de Estraven, donde el candor y la reserva eran igualmente poderosos: toda palabra que el dijese brotaba de un hondo silencio. Había oído mi voz como la voz de un muerto, la voz del hermano. No sé qué hubo, además de amor y muerte, entre Estraven y ese hermano, pero sé que cada vez que yo le hablaba con la mente, Estraven se sobresaltaba apartándose como si le tocaran una herida. De modo que esta continuidad nos unía, sí, pero de un modo austero y oscuro, que no admitía en verdad mucha más luz (como yo había esperado) y mostraba sobre todo la extensión de la oscuridad.
Y día tras día nos arrastramos hacia el este por la llanura de hielo. El punto medio de nuestro tiempo de viaje, tal como lo habíamos planeado, el día trigésimo quinto, odorni anner, nos encontró no muy lejos de la mitad del trayecto. De acuerdo con el medidor del trineo habíamos recorrido unos seiscientos cincuenta kilómetros, pero quizá sólo tres cuartas partes nos habían acercado de veras a la meta, y no podíamos saber sino de un modo muy aproximado cuánto nos faltaba todavía.
Habíamos consumido días, kilómetros, raciones en nuestra larga lucha por entrar en el Hielo. Estraven no estaba tan preocupado como yo por los centenares de kilómetros que se extendían ante nosotros. —El trineo está liviano —dijo. —Cerca del fin estará todavía más, y aun podemos reducir las raciones si es necesario. Hemos estado comiendo muy bien, ya sabes.
Se me ocurrió que Estraven ironizaba, y no sé cómo pude equivocarme.
En el día cuadragésimo y en los dos siguientes nos detuvo una tormenta de nieve. Durante esas largas horas que pasamos en la tienda, Estraven durmió casi continuamente, y no comió nada, aunque de cuando en cuando bebía un poco de orsh o agua con azúcar. Insistía en que yo comiese algo, aun una media ración.
—No tienes experiencia en pasar hambre —dijo.
Me sentí humillado. —¿Y qué experiencia tienes tú, Señor de Dominio y Primer Ministro?
—Genry, nosotros practicamos la privación, hasta que somos verdaderos expertos. Me enseñaron a pasar hambre cuando yo aún era niño, en Estre, y luego en la fortaleza Roderer, con los handdaratas. Perdí la práctica en Erhenrang, es cierto, pero empezaba a recuperarla en Mishnori… Por favor, haz como te digo, amigo. Sé lo que hago.
Estraven continuó ayunando, y yo comiendo.
Tuvimos luego cuatro días de marcha; el frío era muy intenso, nunca por encima de los treinta grados bajo cero, y al fin estalló otra tormenta de nieve que nos golpeó desde el este. Pasados los dos primeros minutos de ráfagas fuertes, la nieve que caía era tan espesa que yo no alcanzaba a ver a Estraven a dos metros de distancia. Me había puesto de espaldas a Estraven, al trineo y a aquella nieve sofocante, enceguecedora, barrosa, para recuperar de algún modo el aliento, y cuando me volví otra vez, un minuto más tarde Estraven había desaparecido. El trineo había desaparecido. No había nadie allí. Di unos pocos pasos hacia el sitio donde habían estado Har y el trineo y tanteé alrededor. Grité y no pude oír mi propia voz. Me encontré sordo y abandonado en un mundo sólido de partículas grises y punzantes. Sentí pánico y me adelanté tambaleándome, emitiendo un frenético llamado mentaclass="underline" —¡Derem!